Muchos observadores han señalado en los últimos tiempos cómo la presidenta de la Comunidad de Madrid comienza a recordarnos a Donald Trump. En parte, por la falsa dicotomía que ambos plantearon entre defender la salud pública o la economía frente al coronavirus, en lo que podría caracterizarse como una postura eugenésica-neoliberal. En esta supuesta dicotomía que conlleva el sacrificio de los más débiles han coincidido otros gobernantes internacionales como el defensor de la dictadura brasileña Bolsonaro, o el pinochetista Piñera en Chile. Trump y Ayuso también se parecen en sus guiños racistas: según Ayuso, "el modo de vida de nuestra inmigración es lo que propicia el crecimiento del covid19 en Madrid". Pero la retórica antiinmigración y la demagogia de clase de Ayuso (recordemos su chulesca defensa de la pizza para el alumnado con beca) no se han quedado en el plano discursivo. Se han acompañado de medidas concretas como el confinamiento perimetral de barrios obreros de inmigración a los que no se dota con medios materiales para mejorar la respuesta sanitaria, añadiendo segregación territorial a la reacción madrileña a la pandemia. El gobierno de Ayuso ha sido defendido e incluso puesto como ejemplo por Pablo Casado de lo que haría si gobernara España, y sus exabruptos no son llamativos en el PP de Casado que durante meses ha jugado a pelear con Vox por el electorado de extrema derecha.

Unos meses atrás, también Ciudadanos peleaba por ese mismo electorado. En la práctica esta competencia entre tres partidos se manifestaba en crispación, en la deslegitimación del gobierno de Sánchez como un gobierno "no democrático" y hasta "dictatorial", con el consiguiente bloqueo institucional, en un ultranacionalismo españolista que contemplaba ilegalizar a los independentistas que quieren "romper España", en el rechazo a perseguir los crímenes de la dictadura y en la crítica a un sector particularmente vulnerable de los inmigrantes (los menores no acompañados). La debacle electoral de Ciudadanos les llevó a abandonar la competencia por la extrema derecha, y el discurso de Casado contra la moción de censura de Abascal puede significar al menos un alejamiento temporal de ese sector por parte del PP. Como dijo Cayetana Alvarez de Toledo a raíz de la fallida moción de censura, "la trama de los afectos está rota, tenemos que reconstruir la trama de las complicidades".

Mientras tanto, en Estados Unidos Trump hace guiños a los neofascistas estadounidenses (a los Proud Boys o a los fascistas que se manifestaban en Charlottesville, entre otros) y busca representarlos. Señala como enemigos internos al marginal movimiento "antifa" y al movimiento contra la violencia racista Black Lives Matter. Intenta obligar a los gobernadores estatales a ejercer la represión o a reabrir la economía reclamando que él tiene la “total autoridad”. Resucita el fantasma de la supresión de voto cuestionando la legitimidad del voto por correo y pretende resolver en los tribunales un resultado electoral adverso. Su retórica contra la “élite globalista” y su identificación del “globalismo” con el socialismo son compartidas por partidos neofascistas europeos como Vox y por las teorías de la conspiración dominantes sobre el coronavirus. Con su denuncia del aborto tardío busca demostrar la "maldad intrínseca" de sus oponentes y generar un pánico moral que cohesione a toda la derecha estadounidense, desde el centroderecha hasta los sectores neofascistas.

Todas estas declaraciones, señales y actitudes de complicidad hacia la extrema derecha dejan un perfume a fascismo en el aire que ha generado un debate sobre si se puede clasificar a Bolsonaro o Trump como gobernantes neofascistas, a pesar de que las instituciones políticas liberales siguen más o menos funcionando en Brasil y en Estados Unidos. Como explican Bassil, Pourhamzavi y Bayarri en un excelente artículo en Viento Sur, “tanto Trump como Bolsonaro no sólo tienen simpatías por los agitadores de extrema derecha, sino que se adhieren a muchas de las mismas ideologías y tácticas de los movimientos de extrema derecha”, pero hasta el momento “ni EE.UU ni Brasil han avanzado abiertamente hacia la solución fascista”, que supondría la supresión de las organizaciones del movimiento obrero, los medios de comunicación díscolos y los partidos progresistas, así como la instauración de una nueva institucionalidad. El avance hacia regímenes políticos cada vez más cercanos al fascismo tradicional encuentra obstáculos en los contrapoderes del sistema político y del conjunto de la sociedad, y depende del equilibrio de fuerzas.

De acuerdo con Brendan O'Connor, existe en Estados Unidos un proceso de radicalización hacia la derecha de importantes capas sociales de la pequeña burguesía blanca y trabajadores blancos. Este proceso se expresó primero en el auge de la extrema derecha neoliberal del Tea Party en 2010. Pero con la absorción de gran parte del Tea Party por las estructuras de gobierno de Trump, esas capas sociales se han radicalizado más, generando una confluencia con posturas conspiracionistas antivacunas y negacionistas de la importancia del covid. Esta confluencia tiene como base el interés material de muchos pequeños negocios por reabrir la economía cuanto antes, y en ella las posturas neofascistas han adquirido cada vez mayor importancia.

Trump intentaba cabalgar esa radicalización hacia la extrema derecha y representar a dichos sectores sociales, incluyendo a quienes defienden posturas de extrema derecha neofascista, como los Proud Boys. Pero la falta de contundencia republicana en aplicar medidas nativistas xenófobas (de acceso exclusivo a los puestos de trabajo para los trabajadores nacionales) que han sido atemperadas por los intereses de la gran burguesía agroganadera, así como su lentitud en reabrir la economía, están según O'Connor propiciando una mayor radicalización hacia la extrema derecha de sectores sociales que podrían acabar dejando de apoyar al equipo de Trump. La articulación política de estos sectores recibe financiación de un sector de la alta burguesía. Sin embargo, las excepciones a la restricción de inmigración reflejan también el interés de parte de la alta burguesía estadounidense por mantener un flujo constante de jornaleros extranjeros para la industria agraria y ganadera. Esto es a su vez compatible con "castigos" a estos jornaleros como una reducción salarial del 10%, una agresión que refleja la relación de fuerzas de la coalición de sectores sobre la que se apoya Trump.

Desde una perspectiva de larga duración, el fascismo de entreguerras y el neofascismo de finales del siglo XX e inicios del siglo XXI surgen en contextos sociales de incremento de la desigualdad y deterioro de las posibilidades vitales para sectores de la pequeña burguesía y de los trabajadores blancos. El fascismo genera una alianza nacional interclasista que abarca desde amplias capas de la pequeña burguesía hasta una parte de la alta burguesía y una parte de los trabajadores. En cierto modo es lo contrario del marxismo que propone una alianza de clase internacionalista para enfrentarse a la (alta) burguesía. Existe todo un debate sobre si los fascismos de entreguerras surgieron como reacción al crecimiento de opciones políticas de tendencia socialista (véase Mandel: El Fascismo), que en el mundo actual tendrían como equivalente a los populismos progresistas de América Latina o a Podemos. Pero en algunos casos recientes, como el UKIP británico o el Frente Nacional francés, el crecimiento de una opción electoral de extrema derecha neofascista antecedió al surgimiento de una opción populista progresista (2002 frente a 2012 en el caso francés, 2013 frente a 2015 en el caso británico), lo que podría cerrar el debate: la opción neofascista responde a la crisis de hegemonía derivada del incremento de la desigualdad y el deterioro de las condiciones de vida para las capas sociales no privilegiadas, deterioro que ha tenido lugar durante décadas de neoliberalismo.

Los gobiernos de Ayuso, Trump o Bolsonaro buscan la transversalidad en un sentido populista que trata de superar los confines electorales de los partidos políticos tradicionales para incluir a sectores sociales antidemocráticos de extrema derecha. Para lograrlo, realizan guiños que los neofascistas pueden desencriptar pero que a menudo resultan más o menos irracionales o triviales para otros grupos ideológicos (como las insinuaciones de apoyo a los conspiracionistas del coronavirus). Además de estos guiños discursivos, llevan a cabo políticas que buscan en parte dar salida a demandas de los sectores sociales de extrema derecha, siempre y cuando no contravengan los intereses de la alta burguesía nacional. No atentan directamente pero sí desprecian y erosionan las instituciones de la democracia liberal a través del lawfare y la restricción creciente de las libertades públicas. Buscan una alianza con sectores sociales de ultraderecha neofascista, alianza en la que los neofascistas influyen en la línea política pero no determinan un abandono del régimen político liberal. Más allá del debate terminológico, estos gobernantes se han acercado paulatinamente al fascismo y constituyen un intento bonapartista-cesarista de resolución de la crisis de hegemonía en la que estamos inmersos desde la depresión de 2008.

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