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Pocas veces un triunfo político tan deslumbrante y esperanzador como la toma del poder por los soviets en la Rusia zarista tuvo un desenlace tan dramático y devastador para la conciencia del movimiento popular en todo el mundo. Este es el meollo de la cuestión que intentan explicar buena parte de los artículos de Espacio Público del debate titulado “Hablemos de la Revolución de Octubre”. Pero es pertinente hacerse algunas preguntas. ¿Tiene algún interés reflexionar sobre acontecimientos ocurridos en Rusia hace un siglo? ¿Por qué se han publicado más de 11.000 artículos en el mundo durante los meses de setiembre y octubre de 2017 y se han realizado centenares de seminarios y conferencias sobre la “revolución bolchevique”? ¿Podemos rescatar algo de aquel legado? ¿Acaso cabe aprender algo de la experiencia?

Miradas concurrentes en disputa

Para los autores conservadores, fieles a su “no hay alternativa”, el centenario ha servido para intentar remachar los clavos del ataúd de la idea misma de revolución social. Sólo quienes defienden la globalización capitalista en curso pueden demonizar 1917 como si de una trama conspirativa y golpista se tratara. Para muchos de los ex estalinistas -tanto en su variante “pro-soviética” como en la “pro-china”- la conmemoración es una gran ocasión para dejar claro su alejamiento del comunismo y su nueva fe liberal.

Sólo desde posiciones ahistóricas y ajenas al deseo de un cambio hoy, se puede concluir que nada hay que rescatar. Sólo espíritus creyentes, ajenos al marxismo, pueden tomar la evolución institucional rusa posterior a 1917 como un dogma incuestionable de forma acrítica y reverencial como si de un suceso sagrado y mágico se tratara. Las anteriores posiciones presentan un abanico importante de diferencias, pero al menos comparten una característica: se niegan a extraer las lecciones pertinentes para los proyectos emancipatorios.

Para los historiadores y politólogos honestos el centenario es un reto para intentar comprender mejor un momento y un acontecimiento sin precedente y único. Para quienes se sitúan en el espacio político del cambio, y particularmente quienes lo hacen desde la impugnación anticapitalista del sistema, es una excelente oportunidad para aprender de las dificultades, riesgos y problemas que comporta todo proyecto emancipador, todo proceso de transformación, toda lucha a favor de la mayoría social. Sacar lecciones significa aprender de los triunfos y los fracaso y hacerlo en positivo para explorar o en negativo para descartar.

Tan legítimo (y necesario) es mirar hacia atrás para entender el pasado como analizarlo para construir el futuro. El mundo globalizado actual es bien distinto al que intentaron “cambiar de base” las masas revolucionarias de Petrogrado. Pero las contradicciones por la disputa del ingreso, los conflictos políticos y la defensa bárbara de sus intereses por parte de la oligarquía sigue reglas muy similares en el marco del sistema capitalista. Aún más si se abandona la alicorta mirada eurocéntrica y se mira el mundo desde el conjunto. No se pueden hacer trasposiciones de 1917 a 2017, pero sí intentar tirar de algunos hilos rojos.

Cuestión de método: periodificar la historia, no despolitizar el relato

Lo que se gestó en 1905 y desembocó en febrero, julio y particularmente octubre de 1917, fue gravemente herido en 1921 y asesinado en los años siguientes. Por ello no se puede tratar la Revolución Rusa como un continuo que evoluciona linealmente en el periodo que va desde la toma del Palacio de invierno a la desaparición de la URSS en 1989, pasando por el terror contrarrevolucionario del estalinismo y los fallidos intentos posteriores de salvar los muebles (y quedarse con ellos) por parte de la burocracia estatal del “socialismo real”. Esta es la premisa para poder analizar un acontecimiento que cien años después sigue siendo objeto de deliberación y disputa ideológica entre defensores y cuestionadores del orden establecido.

Asimilar la revolución protagonizada por los soviets de trabajadores, campesinos y soldados con lo que luego se llamó “sistema soviético” es una contradicción insalvable. Hablar de sistema soviético refiriéndose al periodo estalinista que precisamente se construyó sobre la base de la eliminación del poder de los soviets, la total eliminación de la oposición, la represión sobre los bolcheviques y su sustitución por un nuevo personal de oportunistas y antiguos servidores del zar que entraron en el partido masivamente a partir de la “promoción Lenin” es calificar de soviético (consejista) a su contrario.

Lo que se produjo tras la muerte de Lenin, la marginación de Trotsky y el poder de Stalin es una derrota del proyecto socialista. El estalinismo supuso la estatización de la sociedad y no la socialización del Estado. Estado, por otra parte, provisional y transitoriamente necesario para cambiar el modelo social y económico siempre y cuando vaya acompañado de su anti virus de libertad: la combinación de la democracia directa y participativa con la representativa, el pluralismo político, la libertad y autonomía sindical, la autoorganización de las masas, la limitación de los mandatos de los electos…; o sea, las formas directas de participación popular en las decisiones que dificulten la aparición de una “casta” burocrática en el gobierno de los asuntos comunes. ¿No es esta una lección a sacar para evitar la derrota en cualquier proceso de cambio?
Tal como plantean varios artículos publicados en este debate, los bolcheviques confundieron el camino al socialismo con el comunismo de guerra, la hiper centralización de la economía y de la sociedad; asuntos que intentaron corregir al acabar la guerra con la NEP (Nueva Política Económica), pero que no fue acompañado ni del necesario giro político ni de una revitalización del poder de los soviets.

La guerra civil y la agresión imperialista, los años de penuria y hambre, acabaron debilitando el entusiasmo popular y, por tanto, la revolución misma. Pero no pudieron con la revolución. No fueron su sepulturero.

Pero hay que diferenciar entre medidas impelidas por el momento y la construcción de un Estado basado en la negación de la libertad, del poder de los consejos, etc. Medidas que allanaron el camino de la contrarrevolución burocrática, pero que distaban un abismo del régimen del Gulag. Hay un salto cuantitativo y cualitativo con Stalin. < /p>

Hoy con la perspectiva histórica podemos establecer que estalinismo y comunismo fueron (son) proyectos distintos y antagónicos. El estalinismo no fue una variante del comunismo, una posible evolución del leninismo, sino el triunfo de la contrarrevolución llevada a cabo por una casta burocrática que se construyó en antagonismo con el proyecto de emancipatorio comunista. El estalinismo fue el enterrador de la Revolución.

Por eso es un error hablar del sistema soviético en abstracto como si de un mismo proceso se tratara /(nacido el 17, muerto el 89), sin tener en cuenta los hechos, los debates, las alternativas y las opciones que se confrontaron. Es un error de método garrafal no periodificar la historia, despolitizarla al defender la existencia de un continuo ajeno a los conflictos reales que se dieron, no situar los acontecimientos en el tiempo y en el espacio. Y sobre todo es necesario huir de una visión determinista de los sucesos y acontecimientos que se analizan. Frente a la concepción unilineal de la historia conviene apropiarnos de una visión plurilineal en la que individuos, clases y humanidad toman decisiones que implican desarrollos futuros diferentes.

Lenin y Stalin son dos universos ideológicos, políticos y morales contrapuestos. Revolución en Lenin, contrarrevolución en Stalin. Los bolcheviques tuvieron que optar, tomar caminos en las bifurcaciones, y ello supuso la existencia de respuestas diferentes y opuestas: en 1923, ante el octubre alemán, sobre la NEP y la política económica, sobre la colectivización forzada, sobre la industrialización acelerada y las formas de planificación, sobre la democracia en el país y en el partido, sobre el ascenso del fascismo, sobre la guerra de España, sobre el pacto germano-soviético.

Sobre cada una de estas pruebas, propuestas, programas, se enfrentaron diferentes orientaciones, mostrando otras opciones y otros posibles desarrollos. Hoy se abre paso la idea de que el estalinismo no fue / no es el comunismo, sino su impedimento. Un movimiento contrarrevolucionario no significa la vuelta a la situación anterior a la revolución en forma de restauración, sino simplemente la negación de esta, su aborto, en espera y en construcción de un poder cuya legitimidad solo se basa en el terror, el nacionalismo pan ruso y los éxitos económicos que si bien fueron reales tuvieron un coste en vidas y sufrimientos altísimos y se mostraron efímeros con el tiempo.

Un acontecimiento disruptor… persistente

Centro la atención en intentar comprender algunos rasgos de la naturaleza del proceso político que va de febrero a octubre del 17 que, muy posiblemente, junto a sus especificidades, comparta características “universales” con los procesos emancipatorios que puedan darse. Es necesario diferenciar los momentos de impulso del movimiento de masas, basados en una legitimidad antagónica con el poder político y económico, de los momentos en que intentan construir una nueva arquitectura económica, social y jurídica, una nueva legalidad.

Tanto en la Rusia revolucionaria de 1917 como años antes en la Comuna de Paris, la primera cuestión a poner en valor es lo que hoy resumiríamos en el “Sí, se puede”. Son dos hitos históricos plebeyos. Llegado a la conclusión que la institucionalidad del sistema está al servicio del mantenimiento del estatus quo a favor de las clases dominantes, las dominadas buscan salidas off shore y exploran marcos más favorables para sus aspiraciones.

La revolución, por tanto, es la irrupción abrupta, inesperada y colectiva en política de las clases subalternas. “El rasgo más característico más indiscutible de las revoluciones -en expresión de Trotsky en su Historia de la Revolución rusa- es la intervención directa de las masas en los acontecimientos históricos (…) la historia de las revoluciones es para nosotros, por encima de todo, la historia de la irrupción violenta de las masas en le gobierno de sus propios destinos.”

En su Tesis sobre la historia y otros fragmentos Walter Benjamin en 1940 reflexiona sobre el acontecimiento revolución como “salto del tigre” ante la amenaza: “La moda es un salto de tigre al pasado. Sólo que tiene lugar en una arena en donde manda la clase dominante. El mismo salto, bajo el cielo libre de la historia, es ese salto dialéctico que es la revolución, como la comprendía Marx". Ello implica que las masas plebeyas, como el tigre, desarrollan la percepción ante el peligro y son capaces de tensar toda su energía coordinada en un momento preciso.

Por primera vez, en ambos casos de la Comuna y Octubre, la parte más decidida y combativa de quienes no tenían previamente poder económico y social logró representar los intereses de la mayoría social, desarrollar formas muy avanzadas de autoorganización políticamente independiente, crear una nueva legitimidad en disputa abierta con la existente e iniciar la construcción de una nueva legalidad. Las diferencias entre ambas experiencias fueron la prolongación temporal, la magnitud geográfica y la radicalidad programática.

Si la Comuna avanzó los rudimentos de la distribución del poder -incluido el militar- en la sociedad, la Revolución rusa se planteó organizar un poder basado en la democracia directa emanada de los consejos, acabar con la guerra imperialista, nacionalizar bajo control obrero el grueso de la producción industrial, las finanzas y el comercio internacional, expropiar a la Iglesia ortodoxa, repartir las tierras y reconocer el derecho a la autodeterminación de los pueblos. En ambos casos se dio también un intenso empoderamiento emancipador de las mujeres.

Como todo acontecimiento impactante en la vida social, la Revolución de Octubre, conmocionó al conjunto de la sociedad rusa, pero también hizo temblar el orden imperialista mundial. Su irrupción hizo posicionarse a las élites del poder, a las clases sociales y a todos sus voceros, gestores y representantes políticos. Generó reflexiones de pensadores, escritores, artistas y en general de todos los creadores. Ese acontecimiento tuvo carácter distorsionador en la situación política y, por tanto, supuso un cambio brusco que marcó un antes y un después en la percepción que tenía de sí misma la sociedad; el posicionamiento se convirtió en pronunciamiento y la reflexión conllevó la auto ubicación en un campo en disputa. El suceso sobrevenido alteró el estatus quo y marcó el devenir de la sociedad. Todos los intereses, emociones y opiniones se ponen en juego. Las gentes pudieron acariciar el sueño de cambiar el mundo, cambiar la vida. La disrupción revolucionaria adquirió un sentido prometeico porque el acontecimiento impactante era la revolución social y provocó una reacción masiva y creativa en el conjunto social, particularmente entre las clases plebeyas. Aspectos todos ellos que debemos -tras verificar que sucedieron- conjugar en presente y futuro cuando de proyectos transformadores se trate.

Y lo esencial de los “10 días que conmocionaron el mundo” ha resistido el paso del tiempo en el sentido que planteó en 1798 Kant en el Conflicto de las facultades:

“fenómeno [que] en la historia humana no se olvida jamás (…) aun cuando tampoco ahora se alcanzase con este acontecimiento la meta proyectada, aunque la revolución o la reforma de la constitución de un pueblo acabara fracasando (…) pues no perdería nada de su fuerza. Pues ese acontecimiento se halla tan estrechamente implicado con el interés de la humanidad y su influencia se ha diseminado tanto por todas partes, como para no ser rememorado por los pueblos.”

En la Historia de la Revolución rusa Trotsky subraya ese aspecto kantiano del “fenómeno que no se olvida” al afirmar sobre Octubre de 1917 que “La historia no registra otro cambio de frente tan radical. Es evidente que los acontecimientos de 1917, sea cual fuere el juicio que merezcan, son dignos de ser investigados”.

Seis cuestiones constantes

En los procesos de empoderamiento plebeyo, podemos observar que con formas diferentes hay constantes en la ecuación a resolver, tal y como se planteó en el caso ruso. En primer lugar, la aparición inmediata de resistencias descomunales de las élites económicas y sus gestores políticos; el conflicto antagónico es consustancial al cambio social en clave emancipadora.

En segundo lugar, la aparición de la dualidad de poder entre los bloques sociopolíticos que pugnan por la hegemonía. Doble poder -temporalmente también expresión de la doble impotencia en espera de quien toma la iniciativa adecuada- que es social, político y material y, con el tiempo, militar. Para Lenin y Gramsci ese doble poder expresa la iniciativa directa popular en un movimiento desde abajo. Gramsci entendía, desde sólidas posiciones programáticas, que la lucha por la hegemonía tenía como objetivo, e instrumento a la vez, la construcción de una institucionalidad popular alternativa, la construcción pues de un nuevo marco.

En tercer lugar, como plantea en su libro Octubre China Miéville nada “estaba escrito en las estrellas”, todo dependió de la capacidad de un partido, el bolchevique, que en medio de encendidos debates, desbordado por la izquierda en los soviets por las masas en diversos momentos, supo leer la situación y se atrevió a dar expresión política y militar al movimiento de obreros, mujeres campesinos y soldados. No existía un partido “sabelotodo” como tantas veces la mitología estalinista ha presentado al partido de Lenin; bien al contrario, la dirección se basó en un continuo análisis del estado de ánimo popular y de las cambiantes correlaciones de fuerza. Pero, y hay que destacarlo frente al populismo de izquierdas presente en nuestro país, era un partido que intentó tener un plan estratégico central frente a la táctica proceso de otras formaciones y tenía una propuesta programática sólida.

En cuarto lugar, hay que huir de las fórmulas rituales y la cosificación de las propuestas estratégicas como los papistas del diablo. Cuando la revolución no se extiende al resto de Europa, cuando la vía insurreccional exprés que culmina en pocos meses como colofón de un proceso de radicalización de las masas en un contexto de máxima tensión social, política y militar se muestra imposible de “exportar”, los revolucionarios del momento europeos piensan con su propia cabeza y dejan de repetir mantras. De ahí que Gramsci abandone la idea de la “guerra de movimientos” y se prepara para una larga y compleja “guerra de posiciones”.

En quinto lugar, hay que poner en valor la capacidad bolchevique de comunicar a unas masas semi analfabetas de forma sintética y pedagógica los aspectos esenciales del programa de la revolución en el momento preciso de octubre de 1917. La simplicidad y profundidad del “Paz, pan y tierra” proclamado desde el balcón del palacio Kschessinska es un ejemplo a tener muy en cuenta.

En sexto lugar, acabar con la propiedad privada de los principales resortes económicos, no asegura la construcción de una sociedad justa e igualitaria, si no está acompañada de la democracia socialista. Y, en esto hay que tomar, sin peros las palabras de Rosa Luxemburgo en su Revolución rusa en 1919 poco antes de ser asesinada: “La libertad solo para los partidarios del Gobierno, solo para los miembros de un partido, no es libertad en absoluto. La libertad es siempre y exclusivamente libertad para quien piensa de manera diferente.”

Algo, mucho que aprender y bastante que rescatar. Para lograr asumir las tareas de hoy y ser capaces de hacer realidad la propuesta de Daniel Bensaïd entendiendo que “La política no es la gestión de lo posible sino el arte de crear una posibilidad antes inadvertida”.

30/11/2017

Manuel Gari es economista y miembro del Consejo Asesor de viento sur

http://www.espacio-publico.com/debate-sobre-la-revolucion-de-1917#comment-6034

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