[Aprovechando la enorme cobertura mediática, la extrema derecha y la derecha extremista en Francia parecen tener un nuevo campeón para las elecciones presidenciales de la próxima primavera: Éric Zemmour, escritor de éxito y tertuliano habitual en CNews. Aunque no es seguro que su ascenso en las encuestas continúe o se confirme, debemos tomar en serio la amenaza concreta que representa y tratar de entender lo que expresa su éxito actual. Los dos artículos, de Ugo Palheta y Stathis Kouvelakis nos ayudan a comprender este fenómeno].

 

¿De qué nos habla el morboso síntoma de Zemmour?

Ugo Palheta

Ante el ascenso de Éric Zemmour en las encuestas, en la izquierda hay quien se inclina a pensar que se trata de una burbuja mediática y a esperar; a esperar que estalle por sí sola. También podríamos contentarnos con ver en ella una manifestación más del petainismo trascendental del que hablaba Alain Badiou: una "forma histórica de la conciencia de los pueblos, en nuestro viejo y cansado país, cuando el sentimiento sordo de una crisis, de un peligro, les lleva a abandonarse a las propuestas de un aventurero que les promete su protección y la restauración del viejo orden". El problema es que esta caracterización, desarrollada por el filósofo sobre Sarkozy, podría aplicarse a muchos políticos que se hacen pasar por salvadores, tanto a Macron como a Zemmour y Le Pen. Por tanto, no ayuda a comprender el significado específico del ascenso –aún resistible, al menos en esta etapa– de Éric Zemmour.

Lo que queremos decir es que expresa algunas de las principales tendencias de la política francesa. Estas tendencias eran anteriores a Zemmour, no están a punto de desaparecer (como imaginaron algunos que el ascenso de la extrema derecha se había detenido por los malos resultados del FN/RN en las últimas elecciones regionales) y tendremos que enfrentarnos a ellas, pase lo que pase con su probable candidatura en las elecciones presidenciales. Sin embargo, como veremos, la transformación (que se está dando) del capital mediático de Zemmour en capital político plantea nuevos problemas y crea nuevas amenazas. En el contexto específico de Francia, el éxito actual de Zemmour también recuerda a dinámicas que hemos visto funcionar en los últimos años en otros países, en particular en Estados Unidos y Brasil, donde figuras tan grotescas como peligrosas (Trump y Bolsonaro) han logrado derrocar a organizaciones de derecha y ganar el poder a través de elecciones.

El objetivo de este artículo es proporcionar algunas claves de lectura del zemurismo, entendiendo que –en contra de lo que afirma el gran hombre y de lo que imaginan sus adoradores– no es en su personalidad, su ingenio o en su talento donde debemos buscar el origen del éxito en las encuestas que observamos actualmente. Por el contrario, la ineptitud del personaje nos devuelve al enigma que Marx trató de esclarecer en el 18 brumario de Luis Napoleón Bonaparte: ¿cómo un personaje tan mediocre puede ocupar la primera línea de la escena mediática y agitar el juego político en una de las principales potencias capitalistas? La hipótesis que se defiende aquí es que Zemmour no es más que el nombre propio de un proceso de fascistización y, como tal, debe plantearse primero como síntoma o, para usar la expresión de Gramsci, como "síntoma mórbido".

Medios de comunicación esclavizados a la lógica del beneficio

El aspecto más evidente del problema es que Zemmour es una construcción mediática. Esto no data de la creación del imperio Bolloré , que ha hecho del ideólogo –condenado dos veces por incitación al odio racial– su principal atractivo en el canal de noticias CNews.

Recordemos que antes de que empezara en CNews, hace casi 20 años fue lanzado en ITélé (el antecesor de CNews), para un debate diario con Christophe Barbier, que podemos imaginar muy confrontado, y luego sobre todo por Laurent Ruquier, quien, al hacer de Zemmour la pieza central de su programa de máxima audiencia "On n'est pas couché", desempeñó en este caso el papel del Dr. Frankenstein. Ruquier puede arrepentirse de haber contribuido a la creación del "fenómeno Zemmour", pero no cuestiona las razones por las que él y la productora del programa (Catherine Barma) eligieron a Zemmour y lo mantuvieron en antena durante varios años; es decir, la lógica de la expectación y los índices de audiencia. Y, por tanto, del beneficio a toda costa (embolsado por la productora de Barma y por Ruquier en forma de enormes salarios).

La creación del personaje mediático se remonta incluso a la publicación de Premier sexe, un manifiesto masculinista para el que Zemmour saqueó ciertas ideas desarrolladas antes que él por el ideólogo neofascista Alain Soral, en particular sobre la feminización de las sociedades o la desvirilización de los hombres. El libro afirmaba la inferioridad congénita de las mujeres y la necesaria dominación de los hombres (secretamente deseada por las mujeres, según el psicoanálisis desarrollado por Zemmour y Soral).

Sin duda, podría demostrarse que la publicación de este libro fue perfecta y deliberadamente calibrada por Zemmour, con evidentes excesos y provocaciones, para favorecer que los medios la tratasen ampliamente. En los albores de la década de 2000, Zemmour era todavía un periodista político bastante gris en Le Figaro, pero en su búsqueda de un rápido ascenso social, jugó hábilmente el juego de los medios de comunicación –como ha demostrado Gérard Noiriel– y se convirtió en lo que se conoce como un buen cliente: explosivo, es cierto, pero no se consigue algo así de forma gratuita...

Así pues, tenemos a Zemmour como una construcción mediática; sobre ello, lo fundamental ya lo estableció Pauline Perrenot para Acrimed. Pero Zemmour va más allá: es la expresión de la aniquilación casi total del debate público en una época en la que se han multiplicado los programas llamados de debate en los que nunca (o casi nunca) se dan las condiciones para un verdadero debate racional y pluralista. Si muchos comentaristas y políticos pueden exclamar a voz en grito que Zemmour representa una elevación del debate público, es porque éste ha caído tan bajo que unas vagas referencias históricas (que, por otra parte, se asemejan más a la novela nacional que a la historia propiamente dicha), unas cuantas cifras generalmente erróneas y unas cuantas citas aprendidas de memoria bastan para hacer de un soplagaitas un gran intelectual.

Hay tendencias que vienen de lejos: de entrada, la debilidad del pluralismo político e ideológico en los medios de comunicación privados (todos en manos de multimillonarios) y en los medios públicos; pero también el hecho de que los comentaristas e intelectuales de los medios de comunicación (Bernar H. Levy, Finkielkraut, Comte-Sponville, etc.), es decir, los intelectuales que deben su fama enteramente a los medios de comunicación y no a un trabajo aclamado en el ámbito intelectual, definen esencialmente la agenda mediática (lo que hay que debatir) en colaboración con los partidos dominantes, y son llamados a los medios de comunicación a proclamar la verdad sobre las transformaciones de la sociedad francesa (marginando en gran medida a las y los investigadores y a la crítica intelectual).

También hay que señalar que el fenómeno Zemmour hace estallar la ilusión de que los medios de comunicación en línea y las redes sociales han dejado obsoletos a los llamados medios tradicionales (prensa escrita, televisión y radio), lo que nos evitaría a la necesidad de su transformación radical. Zemmour es un producto puro de estos medios tradicionales (Le Figaro y RTL en particular, e incluso France 2 durante un tiempo), y podemos ver en su ejemplo que una gran parte de lo que se promueve, comparte y discute en las redes sociales o en los medios digitales proviene de los programas de televisión y radio, con los nuevos media (ya no tan nuevos) jugando un papel de caja de resonancia desde este punto de vista.

Por último, hay que subrayar que si en esta fase los sondeos miden esencialmente la exposición mediática de los candidatos (o incluso, en el caso de Zemmour, de alguien que aún no se ha declarado candidato), son en cierto modo una profecía autocumplida: la omnipresencia mediática de Zemmour le permite ver cómo suben sus índices de audiencia en las encuestas, y a cambio esta subida le hace existir políticamente como una posibilidad tangible, haciéndole subir más en las encuestas y justificando su sobre-mediatización posterior (sobre todo porque esta subida puede hacerle aparecer como el voto útil del bando de los patriotas, es decir, de la extrema derecha y de la derecha extremista). En cualquier caso, la responsabilidad de los grandes medios de comunicación aquí es máxima.

Una alternativa para la burguesía

Zemmour no es sólo un artefacto mediático y electoral, sino que representa una posible alternativa para algunos sectores de la burguesía. A la patronal no le gusta la incertidumbre y nunca pone todos los huevos en la misma cesta. En Estados Unidos, la burguesía financia -generalmente en función de los intereses específicos de cada una de sus fracciones- tanto al partido republicano como al demócrata (Clinton y Biden recibieron incluso más fondos que Trump). Del mismo modo, en la Alemania de los años 30, los capitalistas alemanes financiaron todos los partidos de derecha y extrema derecha, incluso a los nazis.

Ahora, en el estado de crisis de la representación política que vive Francia (lo que significa una ruptura del vínculo entre representantes y representados, manifestada por la desaparición de esos partidos políticos sólidamente implantados en la sociedad, como el Partido Socialista, la derecha gaullista o el Partido Comunista), la patronal busca, por cualquier medio, que haya una variedad de agentes capaces de defender el orden social y favorecer la acumulación de capital. Esto puede hacerse favoreciendo la aparición de figuras que pertenezcan indiscutiblemente a las clases poseedoras y defiendan sus intereses, pero cuya reputación no esté manchada por pertenecer a partidos desacreditados.

Obviamente, Macron es uno de estos agentes, y sabemos de qué movilización mediática y patronal se benefició en 2016-2017, sin la cual no habría tenido ninguna posibilidad de ganar. Además, a lo largo de su mandato, se ha mostrado cada vez más claramente como la encarnación política del partido del orden, en particular reprimiendo ferozmente los movimientos sociales (especialmente los chalecos amarillos). Para ello, transformó profundamente su electorado, atrayendo hacia él a segmentos de la clientela tradicional de derechas (que habían votado a Fillon), al tiempo que retuvo a los segmentos más derechistas del antiguo electorado del PS. Hasta ahora ha funcionado, y no hay indicios de que pierda su apuesta en 2022.

El problema es que, al unir la derecha desacomplejada (de Darmanin -ministro del interior- y Blanquer -ministro de educación) y la derecha acomplejada (para usar la expresión de Frédéric Lordon) de Collomb, Rugy o Valls, Macron abolió la alternancia izquierda/derecha, que tanto éxito había tenido para la burguesía francesa desde 1981, para imponer las políticas neoliberales y alejar cualquier perspectiva de ruptura, en un país que sin embargo está marcado por una amplia protesta social y una fuerte aspiración a mantener las conquistas sociales de la posguerra.

Y aunque en el fondo la burguesía no tiene nada que temer del FN/RN (Marine Le Pen no ha dejado de hacerle promesas de buen comportamiento económico para atraer al electorado de LR: reembolso de la deuda pública, no salida del euro, no aumento del salario mínimo, etc.), los grandes patrones franceses nunca han considerado al FN/RN como candidato serio para la alternativa, y menos aún como su partido. Para Bolloré y otros sectores de la clase inmobiliaria (Zemmour tiene cada vez más apoyo de la gran patronal), es una oportunidad para hacer emerger una alternativa a Macron que no se asocie con el nombre de Le Pen (considerado demasiado sulfuroso, y por tanto más susceptible de provocar movilizaciones, y por tanto incertidumbre, etc.), aunque el actual inquilino del Elíseo sigue teniendo la llave para la mayoría de la clase capitalista francesa.

Desde este punto de vista, Zemmour hace todo lo posible por mostrar una política burguesa ofensiva que no difiere de lo que proponen LREM y LR: aumentar la edad de jubilación, bajar los impuestos sobre los beneficios de las empresas, reducir las cotizaciones, etc. La otra parte de su política social, que aún no está clara, se referirá evidentemente a los inmigrantes: Zemmour dice ya que financiará la reducción de impuestos privándoles de toda ayuda social, suprimiendo la AME, etc., lo que no difiere en absoluto de lo que propone el FN/RN. En conclusión, una fusión de neoliberalismo y neofascismo.

El auge del racismo conspirativo

En los últimos veinte años se ha hablado mucho de que el discurso racista se ha convertido en algo habitual en los medios de comunicación y entre los líderes políticos. Esto parece innegable: en las dos últimas décadas las obsesiones autoritarias, xenófobas y racistas de la extrema derecha en torno a la inseguridad, el islam y la inmigración, han cobrado un protagonismo mediático-político que no tenían antes, especialmente concentrado en torno a la cuestión de los llamados barrios sensibles, sobre los que se machaca la retórica neocolonial -si no la de las Cruzadas- de la reconquista (republicana, nos dicen), etc.

La novedad de los últimos cinco años es la aparición en los grandes medios de comunicación -canales de noticias en continuo durante las 24 horas del día y las radios comerciales- de un enjambre de seudoperiodistas de extrema derecha (de Valeurs actuelles, Causeur, L'Incorrect, etc.) y la presencia casi permanente de portavoces del FN/RN, junto a viejos veteranos de la derecha reaccionaria y racista (Rioufol, Thréard, etc.) que, en contacto con esta joven guardia, se radicalizan ellos mismos cada vez más. Esto es cierto en el caso de los canales de Bolloré, pero no se limita en absoluto a ellos; tanto si se toma el tiempo de ver BFM o LCI, como si se piensa en la llegada de Devecchio a France Inter.

A esta evidente banalización del discurso autoritario y racista, favorecida por el poder político cuando los ministros van a la guerra contra la subversión migratoria, el separatismo o el islamoizquierdismo, cuando un ministro del Interior justifica una ley dirigida a los musulmanes remitiéndose a los comentarios antisemitas de Napoleón en 1806, o cuando un Presidente de la República concede una entrevista exclusiva a Valeurs actuelles (recientemente condenada por la justicia por insulto racista), se produce una radicalización de la que Zemmour es a la vez el vector y el producto. Dos ejemplos serán suficientes.

En los años ochenta y noventa, la denuncia del llamado racismo antiblanco fue únicamente obra de Jean-Marie Le Pen y del FN. A partir de los años 2000, algunos ideólogos –en torno a Jacques Julliard, Pierre-André Taguieff o Alain Finkielkraut– han difundido la idea de que, junto a otras formas de racismo (antisemitismo, racismo antiárabe, etc.), existe el racismo antiblanco. Parece que hemos entrado en una nueva etapa: al racismo antiblanco como una forma de racismo entre otras (lo que ya no tenía más sentido que el hablar de sexismo antihombre) le ha sucedido la idea de que vivimos en "un régimen antiblanco comunitario y racialista, un apartheid invertido" (las palabras son de Michel Onfray)[1].

El otro ejemplo, relacionado con el anterior, es el de la islamofobia. Mientras que algunos empezaron a denunciar al Islam y a los musulmanes en los años 80 y especialmente desde principios de los 2000 –y muchos ideólogos y políticos siguen haciéndolo– con el pretexto de que amenazan la convivencia con su comunitarismo o separatismo, a partir de ahí se desarrolló una versión mucho más agresiva de la islamofobia, según la cual los musulmanes aspiran a someter a la sociedad francesa, a destruir la República, Francia u Occidente (hay variaciones), a disolver la identidad nacional o civilizatoria, etc.

Este discurso, antaño confinado en los márgenes (es decir, a la extrema derecha), se ha convertido en algo tan habitual que un escritor tan central en el ámbito literario francés como Michel Houellebecq fue capaz de escribir un exitoso libro sobre él (titulado Sumisión), que obviamente es considerado saludable y visionario por los islamófobos de todo pelaje (en Francia y en otros lugares).

Recordemos que este libro imaginaba la victoria de un candidato musulmán en las elecciones presidenciales de 2022 y la posterior transformación de Francia en una República Islámica. Es una predicción extraña, dado que en los últimos 20 años se ha desarrollado en Francia toda una industria mediática y editorial de la islamofobia y que los principales candidatos presidenciales de la derecha y de la extrema derecha no paran de disputarse este tema desde hace meses. Recordemos que el libro de Houellebecq vendió casi 350.000 ejemplares al cabo de un mes, y encabezó las listas de ventas en Francia, Alemania e Italia (¡donde ya habíamos visto que los libros violentamente racistas de Fallaci vendían varios millones de ejemplares!).

Estos mitos de un complot islámico para subyugar a Europa no son nuevos. La extrema derecha se alimenta de ellos desde los años 70: desde el Camp des Saints de Jean Raspail (uno de los libros favoritos de Marine Le Pen), que defiende un genocidio preventivo contra los no blancos sospechosos de querer cometer un genocidio blanco, hasta Renaud Camus y su Gran remplacement[2]. Con algunas diferencias, funcionan de forma similar y desempeñan un papel análogo al de las mitologías antisemitas de la conspiración judía mundial. De hecho, son dos variedades de racismo conspirativo[3].

En un importante libro publicado recientemente, Reza Zia-Ebrahimi ha mostrado la función de esta forma de racismo: Para evitar la guerra civil, la desintegración de la nación francesa, la destrucción de la civilización occidental/europea, un genocidio blanco (según la variante elegida por este o aquel movimiento de extrema derecha), sería necesario utilizar medios preventivos, destruyendo los derechos humanos (deshumanizando así a ciertas poblaciones consideradas amenazantes) y poniendo en cuestión el Estado de Derecho: no sólo detener toda forma de inmigración procedente del Sur global (abolir de una vez por todas el derecho de asilo cuando se trata de ciertos países y ciertas poblaciones, derogar el derecho a la reagrupación familiar, etc. ), negarse a conceder derechos a los inmigrantes que están aquí (amplificando lo que ya ocurre desde hace años), sino también limpiar los barrios (expresión utilizada varias veces por Zemmour) y emprender la repatriación (es decir, la deportación masiva).

No es casualidad que Zemmour se plantease explícitamente la deportación de millones de musulmanes. Cuando un periodista italiano le preguntó en 2014 si esto era lo que sugería, esta fue su respuesta: "Lo sé, es poco realista, pero la historia es sorprendente. ¿Quién habría dicho en 1940 que un millón de pieds-noirs, veinte años después, habrían abandonado Argelia para volver a Francia?” Pero esto no es sorprendente, ya que Zemmour considera a los inmigrantes del Sur global como ladrones, violadores y asesinos. Que nadie pretenda que Marine Le Pen no iría tan lejos, ya que en un mitin de dijo: "¿Cuántos Mohamed Merah hay en los barcos y aviones que llegan a Francia cada día llenos de inmigrantes? ¿Cuántos Mohamed Merah hay entre los hijos de estos inmigrantes no asimilados?”

Es importante ser lo más claro posible en este punto: la victoria política de este racismo conspirativo nos llevaría finalmente mucho más allá de la discriminación sistémica que ya sufren los musulmanes en Francia, y más allá de la institucionalización de esta discriminación. Lo que hay al final del camino es una vasta operación de limpieza étnica (que la historia del siglo XX ha demostrado abundantemente que puede adoptar la forma de deportaciones masivas, pero también de masacres de carácter genocida), así como una represión total de la izquierda social y política (en todos sus componentes, desde los más radicales hasta los más moderados), los movimientos antirracistas, feministas y LGBTQI+, en la medida en que estos últimos constituirían, según los neofascistas, un partido del extranjero, cómplice de la destrucción de Francia, de Occidente, de los blancos pero también de los hombres.

Los atentados cometidos por militantes de extrema derecha –en particular el de Breivik en 2011 contra activistas juveniles socialistas en Noruega o el de Tarrant en 2019 contra musulmanes en Nueva Zelanda (que en cada caso se saldaron con varias decenas de muertos), así como los intentos de atentados de la extrema derecha regularmente frustrados en Francia en los últimos años– ilustran claramente a dónde conduce este catastrofismo paranoico y racista constituido por el conspiracionismo islamófobo, y cuáles son sus objetivos lógicos.

Una reacción ideológica antigualitaria

A veces nos reconforta imaginar que Zemmour y los suyos sólo representan el último suspiro de un viejo mundo en vías de perecer. Luego seguimos la pendiente de un progresismo ingenuo según el cual la humanidad avanzaría necesariamente –aunque sea de forma algo caótica– hacia una mayor igualdad y respeto de los derechos humanos fundamentales.

Así es como el ideólogo neofascista y sus partidarios lo perciben, como una resistencia a fuerzas inmensas y a la apisonadora de una ideología que rompería los valores tradicionales y las identidades heredadas. Sin embargo, basta con comparar la escasísima presencia de activistas o intelectuales antirracistas en los medios de comunicación convencionales con la creciente presencia de ideólogos de extrema derecha o de extrema derecha en los medios de comunicación, para ver lo grotesco de esta narrativa. En esta corriente política, existe una tendencia constante a exagerar el poder del adversario para justificar mejor una política extremista de restauración o, para ser más precisos, de contrarrevolución.

Obviamente, el hecho es que aquí hay un elemento de verdad: Zemmour sí aparece en Francia como la versión más agresiva de una reacción de defensa de los privilegios –sobre todo de género y raza– frente al auge de las ideas y movimientos feministas y antirracistas. Es difícil, por ejemplo, no notar que la intensificación de la islamofobia mediática en los últimos dos años está relacionada con la manifestación más importantes –numérica y políticamente– que ha tenido lugar en Francia en los últimos veinte años contra el racismo específicamente dirigido a los musulmanes; es decir, la manifestación del 10 de noviembre de 2019.

En la medida en que esta manifestación había sido convocada no sólo por las organizaciones musulmanas y de defensa de los musulmanes, sino también por la mayor parte de la izquierda social y política, el objetivo era que las autoridades políticas y la extrema derecha debilitaran el polo autónomo encabezado por el Colectivo contra la islamofobia en Francia (lo que se hizo con la disolución de esta organización a finales de 2020 sin ninguna razón seria) y descalificar a esta izquierda que había (¡por fin! ) decidió participar en una movilización contra la islamofobia, arrastrándola por el barro de las acusaciones de comunitarismo, pero también de antisemitismo, complicidad con el terrorismo, etc.[4]

Del mismo modo, no es contradictorio constatar tanto una progresión del movimiento y de las ideas feministas, marcada en Francia por el éxito de las manifestaciones contra la violencia sexista y sexual, así como por los grandes éxitos de librería de las publicaciones feministas, y la atracción suscitada por un ideólogo cuyo acérrimo masculinismo es bien conocido. También en este caso, Zemmour encarna una reacción antigualitaria que acompaña, como una sombra, a la cuarta ola feminista: al denunciar la supuesta tiranía de las minorías, no se trata simplemente de que él y sus compatriotas oculten el mantenimiento de las estructuras de dominación masculina, sino de silenciar de una vez por todas los movimientos que desestabilizan el orden heteropatriarcal.

Las fuerzas reaccionarias no se han quedado de brazos cruzados ante las poderosas movilizaciones feministas en todo el mundo o el enorme movimiento global contra la violencia policial racista. Y la guerra cultural que están librando no debe considerarse como una mera sacudida sin futuro: tiene como objetivo la aniquilación, y sólo terminará si se la detiene. ¿Es necesario recordar que, tanto en el caso del antisemitismo como en el de la supremacía blanca, fue tras las conquistas democráticas, precisamente en una lógica de reacción y resentimiento, cuando nacieron y se desarrollaron algunas de las ideologías y movimientos más violentamente racistas y reaccionarios (en particular, en Estados Unidos, el Ku Klux Klan y, en Alemania, el movimiento Völkisch, del que los nazis son una de sus continuaciones)?

La política que Zemmour pretende popularizar no se limita a denunciar las teorías (y prácticas) antirracistas y feministas desarrolladas en las últimas décadas. En su punto de mira está la idea misma de la igualdad y de los derechos humanos fundamentales. No es casualidad que Zemmour cite regularmente a uno de los principales ideólogos contrarrevolucionarios de finales del siglo XVIII y principios del XIX, Joseph de Maistre; en particular, para justificar su rechazo a cualquier forma de universalismo y en favor de un nacionalismo etnicista ("Soy como Joseph de Maistre, no conozco al hombre, sólo he conocido a italianos, franceses, ingleses, etc.").

Así pues, Zemmour no sólo está obsesionado con el Mayo del 68, el fetiche que tantas veces agitó el ex presidente Nicolas Sarkozy, sino también con 1789 y la Revolución Francesa, de la que, según él, procede la decadencia francesa. Esta obsesión le sitúa plena e indiscutiblemente en toda una tradición antilustrada que el historiador del fascismo Zeev Sternhell ha identificado perfectamente y que apunta tanto al universalismo abstracto propio de la modernidad burguesa y la democracia liberal como al humanismo revolucionario llevado desde el siglo XIX por el movimiento obrero en todos sus componentes, pero también por la mayoría de los movimientos anticoloniales de liberación nacional. ¿Debemos recordar que este punto de convergencia entre la extrema derecha fascista y la tradicionalista fue resumido por Goebbels pocos meses después de la llegada de los nazis al poder, quien afirmó que los nazis habían "borrado 1789 de la historia"?

Extremización de la derecha

Como se ha mencionado anteriormente, el discurso racista se ha convertido en algo cada vez más habitual entre los políticos y en los medios de comunicación convencionales. Esto no es nuevo: Jacques Chirac fue elegido presidente de la República (en 1995) sólo unos años después de que hablara en un mitin –con muchas risas– sobre el ruido y el olor de las familias inmigrantes. Del mismo modo, un antiguo presidente –Valéry Giscard d'Estaing, por no hablar de él– pudo, en 1991, equiparar la inmigración con una invasión y proponer sustituir el derecho de sangre por el derecho de suelo para adquirir la nacionalidad francesa.

Pero es cierto que el llamamiento de Sarkozy a la descomplejización de la derecha ha llevado a ésta a ir más allá y ha sido escuchado por sus tropas y editorialistas omnipresentes: aunque Chirac fue elegido erigiéndose en baluarte contra la extrema derecha, fueron efectivamente las ideas y el lenguaje de este último los que calaron hondo en la derecha a partir de 2002, año que marcó la llegada de Sarkozy a la primera línea de la escena político-mediática.

La izquierda se ha acostumbrado a tratar con ironía o desprecio al hombre que acaba de ser condenado a un año de prisión por la financiación ilegal de su campaña de 2012. Hay que subrayar, sin embargo, que Sarkozy fue el actor principal de la extremización de la derecha, y no se entendería el éxito de Zemmour en la derecha, en todos sus flecos (incluido el macronismo, bajo la autoridad, además, del propio Macron, que recientemente hemos sabido que encargó un informe sobre la inmigración a Zemmour), sin la acción de Sarkozy durante diez años de vida política en los que estuvo permanentemente en el centro de atención (entre 2002 y 2012). Antes de que Macron siguiera este camino, Sarkozy fue el principal introductor en Francia de un populismo neoliberal-autoritario que se asemeja en gran medida al thatcherismo (como ha analizado brillantemente Stuart Hall).

Es importante subrayar esto, porque con el ascenso de Zemmour se están eliminando, sin duda, los últimos obstáculos a la síntesis político-electoral entre una derecha extremista y una extrema derecha con la que la mayoría de los barones de la derecha (y al menos una parte de su electorado) aún se mostraban reacios a formar una alianza. Si en las encuestas Zemmour se instala permanentemente frente a LR y FN/RN, tiene todas las posibilidades de ganar el apoyo de estas dos organizaciones y, en una posible segunda vuelta, poder acumular los votos de sus respectivos electores. No es sólo que el oportunismo sea estructural entre personas cuya profesión es la política; es también que el terreno ha sido preparado durante dos décadas por una deriva ideológica de la derecha, lo que nos lleva de nuevo al Sarkozysmo[5].

Si los filósofos de los medios de comunicación pueden pedir que se dispare munición real contra los chalecos amarillos o confesar que votarían más fácilmente a Marine Le Pen que a Jean-Luc Mélenchon (lo que no sorprende a nadie que conozca la absoluta bancarrota de gran parte de la intelectualidad durante el periodo de entreguerras); si un portavoz de LR puede afirmar tranquilamente que los blancos están sufriendo una limpieza étnica en los barrios obreros e inmigrantes, o si los parlamentarios de derechas pueden pedir la disolución de la UNEF [sindicato de estudiantes], es difícil ver qué podría llevar a la derecha a no ofrecerse en cuerpo y alma –es decir, organizativa e ideológicamente– a Zemmour.

Así que, no nos engañemos: en un escenario de pesadilla que viera a Zemmour elegido, no tendría problemas para formar un gobierno compuesto por tenores de derecha y reunir una mayoría parlamentaria. Una vez más, esto no debería sorprender a nadie que conozca la historia de los gobiernos fascistas del siglo XX, ya que inicialmente siempre tenían más ministros de derechas que de extrema derecha.

Es cierto que una victoria electoral no lo permite todo y que la oposición de importantes sectores del Estado puede llevar a estos gobiernos a comprometer su programa o sus ambiciones golpistas (pensemos en los intentos de Trump por mantenerse en el poder). La presencia de un neofascista a la cabeza del Estado no le da necesariamente los medios políticos para fascistizarlo, como muestra el ejemplo de Bolsonaro en Brasil, al menos por el momento. Sin embargo, lo que ocurre en los aparatos represivos desde hace varios años –las iniciativas facciosas de los sindicatos policiales, la impunidad de la que gozan los crímenes policiales, así como las tribunas de los militares que llaman a enfrentarse a las hordas suburbanas para evitar la desintegración de Francia– señalan que partes importantes del Estado están dispuestas a ir mucho más lejos en una dirección ultrautoritaria y en la institucionalización del racismo.

Ignorar a Zemmour no es, por desgracia, una opción para los anticapitalistas y los movimientos sociales. Si efectivamente es el producto de al menos dos décadas de transformación política e ideológica, y en gran medida un monstruo creado por los medios de comunicación dominantes, es ahora un actor central de la fascistización que debemos combatir imperativamente como tal. Lo cierto es que, como en el caso de Trump o Le Pen, el todo menos Zemmour es un callejón sin salida.

En un próximo artículo volveremos sobre algunas vías políticas para afrontar el peligro, pero digamos desde el principio que el neofascismo no puede ser derrotado sin el desarrollo de bastiones de resistencia antifascista en el cuerpo social, sin la unión de los movimientos de emancipación en torno a objetivos tácticos alcanzables, sin el desarrollo de bastiones de resistencia antifascista en el cuerpo social, sin la unidad de los movimientos de emancipación en torno a objetivos tácticos alcanzables, que permitan obtener victorias (aunque sean parciales) y renovar la confianza en la lucha colectiva, sin que el antirracismo político impregne el sentido común y las prácticas militantes en mayor medida de lo que lo hace en la actualidad, y sin que surja una alternativa de izquierdas capaz de emprender una ruptura política con el neoliberalismo autoritario. El listón está alto, pero ¿tenemos otra opción que aceptar el reto?

11 /10/2021

https://www.contretemps.eu/zemmour-fascisme-racisme-symptome-morbide-palheta/?fbclid=IwAR0ZrqJw83LK1g8lRvcaCGPeZS5wdL-nDB5gcnU0DVq_qb0rl_4IiFpHHdY

Ugo Palheta, es sociólogo, profesor de la Universidad de Lille y miembro de Cresppa-CSU. Es autor de numerosos artículos para Contretemps, de La Possibilité du fascisme (La Découverte, 2018) y, más recientemente con Ludivine Bantigny, de Face à la menace fasciste (Textuel, 2021).

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El momento Zemmour

Stathis Kouvelakis

Por muy deslumbrante que parezca, el ascenso de Éric Zemmour en la escena política no surgió de la nada. Como analiza Ugo, este probable (en el momento de escribir este artículo) traslado de los principales pesos pesados mediáticos de la extrema derecha al campo de la competición partidista concentra las tendencias pesadas del periodo: es el síntoma, las revela, en el sentido de un proceso químico. Resumámoslos brevemente: desde el periodo de Sarkozy, el centro de gravedad de la vida política y del debate público –o más bien, de lo que ocupa su lugar– se ha radicalizado en la derecha. Los temas que antes solo los proclamaba la extrema derecha están saturando el discurso político y mediático dominante, abarcando un espacio que va desde la izquierda (supuestamente) republicana de Manuel Valls y Laurent Bouvet hasta el RN, pasando por la derecha burguesa y los representantes del poder de Macron, que ahora se han unido a la lucha contra el islamoizquierdismo y el separatismo. Se articulan en torno a un racismo descompuesto, ferozmente islamófobo, que conduce al mito, lleno de una potencial violencia exterminadora, del gran reemplazo. Éric Zemmour es uno de los nombres más destacados en esta dinámica de fascistización, y su ubicuidad mediática es la culminación de un proceso que lleva varios años; a la vez, un acompañante y uno de sus acicates más eficaces.

El cambio de coyuntura

Por ello, es grande la tentación considerarlo como un epifenómeno, un efecto superficial, una simple burbuja de las encuestas o un artefacto mediático. Sin embargo, el paso de su condición de polemista hipermediatizado a la de potencial candidato presidencial, incluso con posibilidades de llegar a la segunda vuelta según algunas encuestas, no tiene nada de evidente. Hace sólo unos meses, ¿quién pensaba en una eventualidad así? ¿Quién preveía que Zemmour sería capaz de desestabilizar a Marine Le Pen y a su partido Rassemblement National (RN), firmemente asentado en el nicho electoral de la extrema derecha desde hace cuatro décadas, que ya ha llegado en dos ocasiones a la segunda vuelta de las elecciones presidenciales y, que según encuestas no muy lejanos, incluso estaría reduciendo la distancia con Macron en caso de una segunda vuelta en 2022? Dicho de otro modo, si el fenómeno Zemmour sería incomprensible sin la dinámica a largo plazo que lo sustenta, no podría pasar a la vía propiamente política, como parece estar haciendo, si no se hubiera producido un cambio de circunstancias en los últimos meses.

Porque algo ocurrió, o más exactamente se hizo visible, durante las últimas elecciones regionales, con un RN que cosechó un resultado peor de lo esperado y mostró su incapacidad para conquistar, o incluso disputar seriamente, ni siguiera una región. Tal fracaso –a pesar de un alto puntaje a nivel nacional– fue un mal augurio para las elecciones presidenciales, porque ponía en evidencia que, sea cual sea la configuración para la segunda vuelta, RN está destinado a perder. Esta evidencia apunta al fracaso de la llamada estrategia de desdemonización que su líder Marine Le Pen se esfuerza en aplicar desde hace varios años, y que sólo tiene sentido como una estrategia de la segunda vuelta: es decir, lograr reunir en la segunda vuelta de las presidenciales a una mayoría en torno a su candidatura.

Esta búsqueda de respetabilidad es, además, un pasaje obligado para cualquier formación que pretenda gestionar el Estado burgués y los asuntos del capital. De ahí las múltiples promesas hechas en los últimos meses a las clases dirigentes francesas y europeas (abandonar la exigencia de salir del euro, compromiso de reembolsar la deuda, reivindicar la compatibilidad de la política de prioridad nacional con el marco fundamental de la UE…). A principios de 2021, RN parecía estar a punto de lograr su transformación en un potencial partido de gobierno, y su llegada al poder (sin duda, en alianza con una parte de la derecha burguesa) se consideraba como una hipótesis creíble.

En estos momentos, el mal resultado en las elecciones regionales ha desestabilizado profundamente esta orientación, provocando o acelerando el abandono de cargos electos, de cuadros del partido y de militantes. Así pues, nos encontramos con que, a pesar de lo que indican las encuestas y de su influencia en los sectores más decisivos del electorado (jóvenes, trabajadores, clases populares), RN sigue siendo una modesta máquina como partido, e incluso como máquina electoral. Por ello, un partido de estas características es especialmente vulnerable a un revés electoral, lo que afecta a la figura de su lideresa, piedra angular de una corriente política centrada en la figura del líder. El efecto se ve amplificado por el amateurismo organizativo y el nepotismo que caracterizan la gestión de sus problemas internos. En un contexto en el que está en juego la posibilidad de ganar el poder, el revés electoral (relativo) se convierte en un fracaso estratégico.

Entrando en harina

Pero, ¿cómo explicar este retroceso? Aquí es donde entra en juego el factor Zemmour, o más exactamente, su transición de ser un campeón mediático de ideas de extrema derecha a un potencial jugador en el campo partidista. Desde el punto de vista de su campo político, Zemmour hace un análisis pertinente de ese fracaso. Al día siguiente a las elecciones regionales, comprendió el efecto combinado de la normalización del discurso lepenista y el extremismo derechista del campo político dominante: "En realidad, hoy en día ya no hay diferencia entre su  discurso [de Marine Le Pen]y el de Emmanuel Macron o Xavier Bertrand [LR]... Marine Le Pen habla como Emmanuel Macron, Emmanuel Macron habla como Marine Le Pen, ya están en la segunda vuelta, pues se supone que nadie más va a estar en esa segunda vuelta, y está claro que los votantes rechazan estar obligados a optar entre ellos". Ahora bien, esta doble banalización del discurso de Le Pen (habla como todo el mundo habiendo logrado que todo el mundo hable como ella), efecto paradójico de la lepenización de las mentes de la que Le Pen senior [Jean-Marie Le Pen, fundador del movimiento] se enorgullecía en otro tiempo, socava seriamente su capacidad de canalizar la ira y los diversos resentimientos que había logrado catalizar antes.

Esta es la explicación de su fracaso en las elecciones regionales: contra todo pronóstico, el electorado de RN se vio tan afectado por la abstención, o incluso más, que el de las demás formaciones (aparte de France insoumise, otro fracaso[6]). En cuanto a los cuadros, o al menos una fracción importante de ellos, al ver que se aleja la perspectiva de una victoria electoral, se inclinan cada vez más a criticar lo que perciben como un ablandamiento y aburguesamiento de su partido. Como dijo un antiguo dirigente de la federación de Deux-Sèvres: "La brecha se ha ampliado con el paso del tiempo. Nos prohibieron ir a la Manif pour tous, y luego apoyar a Génération identitaire. Marine Le Pen dice que el gran reemplazo es conspiratorio, que el Islam es compatible con la República, que no saldrá de Schengen ni del Convenio Europeo de Derechos Humanos... Es una izquierdista que creció en un castillo y heredó la filial de Le Pen.

Es en ese contexto en el que puede comenzar el momento [político] Zemmour. Basado en esta constatación y apoyándose en su excepcional visibilidad mediática, que le ha convertido en uno de los más eficaces impulsores de la radicalización de la extrema derecha en el ámbito político, Zemmour parece capaz de aprovechar las dificultades de la hasta ahora legítima representante de la extrema derecha. Ahora puede presentarse como portavoz legítimo en el campo de la competencia política de esta radicalización por la que tanto ha trabajado en los medios de comunicación.

Así lo reflejan los datos cualitativos de algunas encuestas recientes, que indican un ascenso meteórico de su posible candidatura. Zemmour consigue atraer las intenciones de voto tanto de los candidatos tradicionales de la extrema derecha (Marine Le Pen y su satélite Dupont-Aignan) como de la derecha clásica. Hay más: en contra de lo que sugerían las primeras encuestas, también parece capaz de atraer a una parte sustancial del electorado popular (y, en menor medida, joven). Se trata de un electorado que, no lo olvidemos, lleva varios años girando cada vez más hacia la extrema derecha, incluso teniendo en cuenta el alto índice de abstención que afecta a sus filas. Además, antes del ascenso de Zemmour, los sondeos sugieren un nivel de penetración de la extrema derecha en las clases trabajadoras que parece ir incluso más allá de los niveles récord de las anteriores elecciones presidenciales: los tres candidatos de extrema derecha analizados suman alrededor del 50% de las intenciones de voto en la categoría de obreros y empleados, siendo el total de los candidatos de izquierda en estas mismas categorías entre el 22 y el 25%[7].

La hipótesis Zemmour esboza así los contornos de un bloque potencialmente mayoritario, que une en torno a una extrema derecha hegemónica, cuyo campo de influencia consigue ampliar, a una parte de la derecha burguesa clásica. Si se confirma esto, podría acelerar la ruptura de esta última, parte de la cual ya se ha unido a Macron o se prepara para hacerlo en el próximo periodo –el partido recién creado por Édouard Philippe [exprimer misnistro de Macron] parece tener el papel de receptáculo de esos sectores–.

Una transición inconclusa

Si el momento Zemmour es efectivamente el síntoma de un proceso de radicalización fascista del campo político, también señala que este proceso está sobrepasando, o al menos tomando por sorpresa, a quienes han sido sus principales vectores y beneficiarios en el campo de la representación política hasta ahora. Más que una "alternativa burguesa", como sugiere Ugo , en el sentido de que la burguesía se ha forjado varias opciones para elegir la mejor (para sus intereses) llegado el momento, el fenómeno parece más una forma de autonomía de lo político o, dicho de otro modo, un proceso que escapa a sus impulsores. Al hacerlo, actúa como un factor de aceleración de la fragmentación, y por tanto de la inestabilidad e imprevisibilidad, de un campo político desestructurado, –lo que necesariamente no responde a las necesidades de la burguesía- al que nada le gusta más que el orden y las alternancias tranquilas.

Sin embargo, esta autonomía es relativa. Y no sólo en el sentido de que las opciones políticas de Zemmour están obviamente tanto al servicio de los intereses capitalistas como las de los demás representantes del bloque burgués. Para convertir con éxito el capital de los medios de comunicación en el campo de la competición política partidista, hay que ser capaz de pagar la cuota de entrada. Y esta es elevada, especialmente para una campaña presidencial: firmas, finanzas, reuniones, obligación de estar presente –aunque sea de forma limitada– sobre el terreno...

Sin duda, la decadencia de los partidos favorece la entrada de outsiders en el juego político –la victoria relámpago de Macron es una prueba de ello– o el éxito de campañas realizadas con un aparato reducido al mínimo, como la de Mélenchon en 2017. Pero en ambos casos, los candidatos fueron capaces de movilizar importantes recursos: procedentes de las élites económicas en el caso del actual presidente, capitalizando la larga trayectoria dentro de la izquierda política en el caso del líder de France Insoumise. Queda por ver si Zemmour es capaz de desencadenar una movilización de este tipo. Sin duda, es esto lo que explica el aplazamiento de su decisión de presentarse o no a la elección presidencial.

Como expresión de una (relativa) autonomía de la política, en un contexto de crisis orgánica de la representación y de fascistización progresiva, la aparición de la hipótesis Zemmour es un signo de fuerza y de debilidad. Fuerza, en la medida en que muestra que este proceso de radicalización fascista está profundamente arraigado, que tiene reservas y energías que van más allá de su puesta en marcha por quienes han sido sus legítimos representantes hasta ahora. Debilidad, porque queda por demostrar, por un lado, que un candidato así tiene posibilidades de aglutinar a más gente que Marine Le Pen y, por otro, que una extrema derecha dividida en dos alas de tamaño electoral comparable es más creíble que la configuración relativamente unificada que ha prevalecido hasta ahora. En ese caso, se plantea inevitablemente la cuestión del cui bono. Al final, puede que la doble función –deliberadamente asumida o simplemente objetiva– de este personaje (que procede de las entrañas del ala reaccionaria de la derecha burguesa, es decir, de las columnas de Le Figaro), sea la de desestabilizar el único polo que, dada la decadencia actual de la izquierda, parecía hasta ahora capaz de poner en dificultades (electoralmente) al campeón del bloque burgués, al tiempo que aseguraba a sus ideas (fascistas) un nuevo nivel de visibilidad y aceptabilidad.

En este sentido, y aunque no llegue hasta el final, Eric Zemmour ya ha ganado.

16/10/2021

https://www.contretemps.eu/moment-zemmour-extreme-droite-rn-lepen-fascisme/

Notas:

[1] Cabe señalar que, por el contrario, en los medios de comunicación dominantes, cualquiera que haga un discurso coherente que apunte al racismo sistémico que sufren las y los inmigrantes y sus descendientes no europeos es acusado instantáneamente de desarrollar un pensamiento victimista, o incluso de sucumbir a una forma de racismo inverso. También han surgido otras palabras que, en boca de quienes las utilizan, tienen más o menos el mismo significado y, sobre todo, la misma función (prohibir cualquier debate sobre el racismo sistémico): indigenismo, decolonialismo, interseccionalismo, wokismo.

[2] Teoria complotista de la extrema derecha racista y xenófoba que considera que estamos asistiendo a un proceso de deliberado de sustitución de la población francesa y europea por poblaciones exógenas, fundamentalmente árabes y musulmanas (Nde).

[3] Estas dos conspiraciones también pueden ser entrelazadas por ciertos ideólogos y movimientos neofascistas, que imaginan que son los judíos, a través de figuras como George Soros, los que están detrás del gran reemplazo o del genocidio blanco (particularmente a través de la defensa de los derechos de los migrantes). Sin embargo, en las narrativas más populares de la extrema derecha (pero también en parte de los medios de comunicación dominantes), los judíos y la lucha contra el antisemitismo se utilizan generalmente para apoyar los mitos de la dominación global del islam, que es visto como una esencia maligna, intangible y opresiva, intrínsecamente antisemita y fundamentalmente intolerante.

[4] Cuando, con tanta frecuencia, se acusa a la izquierda de complacencia con el antisemitismo, es sorprendente que Zemmour pueda ser objeto de una hipermediatización al tiempo que despliega constantemente una retórica negacionista consistente en absolver a Vichy, y en particular a Pétain, de su responsabilidad en la deportación de decenas de miles de judíos (sin mencionar siquiera su defensa del ideólogo antisemita Maurras y muchas otras declaraciones)

[5] El gaullismo no tiene una realidad desde hace mucho tiempo: sólo existe de forma fantasmal, como una referencia vacía, y no hay ninguna razón real para lamentarlo. Sin embargo, puede parecer irónico que los herederos de este movimiento, nacido en la lucha contra la colaboración petainista, se sientan tan atraídos por un ideólogo que ha hecho de la defensa de Petain un elemento cardinal de su pensamiento. Hace falta toda la reformulación de la presencia de millones de musulmanes como ocupación (o incluso como colonización inversa" para imaginar que esta política estaría en continuidad con el llamamiento del 18 de junio...

[6] Según el sondeo a pie de urna del IFOP, la abstención afectó al 71% del electorado lepenista en 2017 frente al 48, 64 y 60% para, respectivamente, el electorado de Fillon, Macron y Hamon. Sólo el electorado de Mélenchon se abstuvo más (75%).

[7] Según el sondeo del IFOP de octubre de 2021, que lo sitúa en el 14% de las intenciones de voto, Zemmour obtendría el 18% del voto asalariado (Le Pen 29%, Dupont-Aignan 3%), el 13% del voto obrero (Le Pen 30%, Dupont-Aignan 6%), El 20% de los titulares de la PAC/BEP (Le Pen 27%), el 15% de los empleados del sector público (Le Pen 19%, Dupont-Aignan 2M), el 10% de los menores de 35 años (Le Pen 19%, Dupont-Aignan 3%) y el 14% de los 35-49 años (Le Pen 19%, Dupont-Aignan 3%). En 2017, según el sondeo a pie de urna del IFOP, la categoría de "trabajadores" votó en un 39% a Le Pen y en un 3% a Dupont-Aignan, y los "asalariados", respectivamente, en un 30% y un 5%.

 

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