A la hora de reflexionar sobre los factores que han conducido a la frustración de las expectativas abiertas por la reforma del Estatut catalán y la “España plural”, parece obligado destacar tanto los que tienen que ver con el peso político-cultural que en amplios sectores de la sociedad española tiene la mitificación interesada de la “transición política” y la Constitución de 1978 como aquellos otros derivados de la falta de firmeza política de la dirección del PSOE para, pese a poder contar con una mayoría parlamentaria suficiente para ello, hacer frente a la reactivación por parte de la derecha y sectores del propio PSOE de un imaginario nacionalista español excluyente. Lo ocurrido recientemente en Navarra-Nafarroa viene por desgracia a confirmar, en nombre de un muy discutible electoralismo “cortoplacista”, el triunfo de los defensores de una “España singular” y a alejar así la posibilidad de avanzar hacia un federalismo plurinacional, libremente construido por los pueblos que se encuentran dentro del Estado español.

Este diagnóstico no supone menospreciar la influencia que hayan podido tener otros actores –como es el caso de ETA-, algunos elementos de distorsión en los debates suscitados -como ocurre con los agravios comparativos derivados de la constante confusión entre “federalismo” e “insolidaridad” cuando se abordan temas como el sistema de financiación- o, en fin, aspectos que pueden ser criticables en determinados discursos y prácticas nacionalistas “periféricas”. Pero considero que ninguno de ellos ha tenido tanta relevancia como los inherentes a los relacionados con el legado de la transición y el comportamiento de los poderes políticos y mediáticos de ámbito estatal, ya que son éstos los que tienen mayor responsabilidad en las dificultades surgidas para encontrar el “acomodo” necesario de los nacionalismos sin Estado.

I. El nacionalismo español y la “transición política” como mito

Son muchas y diversas las interpretaciones de la historia y no cabe duda que los distintos nacionalismos tienden a combinar memoria y olvido a la hora de seleccionar los acontecimientos que justifiquen sus imaginarios respectivos. Pero lo que parece ampliamente aceptado es que la especificidad del caso español está en el hecho de que, pese a haber sido la cuna de uno de los primeros Estados modernos de Europa, su proceso de desarrollo y potencial consolidación se vio debilitado tanto por su fracaso imperial como por las tensiones “centro-periferia” internas dentro de la península y por las contradicciones derivadas del desigual y relativamente débil proceso de industrialización y de la estructura de clases que se fue conformando.

Un proceso de state building exigía otro de nation building que dotara de legitimidad a aquél y permitiera la socialización del conjunto de la población en torno a sus referentes comunes. Pero ahí es donde se fue produciendo un fracaso notable, como se pudo comprobar, pese al complejo y contradictorio impulso de la “Guerra de la Independencia” de 1808 y de las Cortes de Cádiz, con las limitaciones de los distintos instrumentos de nacionalización político-cultural empleados por el Estado (lengua, escuela, ejército, iglesia), incluidas las guerras coloniales en el Norte de Africa y, luego, las de América, y, sobre todo, con la experiencia abortada de la Primera República y la entrada en el período de la Restauración monárquica bajo hegemonía conservadora y centralista.

En un clima general en el que el sentido de pertenencia a una ciudadanía, a una nación y a un Estado comunes no había logrado un consenso generalizado se entiende mejor la indiferencia popular ante las consecuencias del “Desastre” del 98, la crisis de legitimidad del régimen de la Restauración y, sobre todo, el desarrollo de los nacionalismos “periféricos” que le siguió. Ni siquiera elementos clave de la simbología que en otras partes sirve para fomentar un “nacionalismo banal” (Billig, 2006) –la bandera, el himno, las festividades- encontrarían en nuestro caso la suficiente aceptación popular para generar hábitos cotidianos en la mayoría de la población, ya que fueron objeto permanente de conflicto. En cambio, la Triple Alianza de 1923 y, luego, la Galeuzca de 1933 marcarían un desafío creciente a una España que se quería uniforme y que sólo en un breve período de tiempo llegó a reconocer unos Estatutos de Autonomía que, por desgracia, tuvieron escasa duración.

Sin embargo, esas limitaciones no impedirían que, una vez frustradas las esperanzas de cambio político y social de la II República por el franquismo y su implacable dictadura, se fuera reafirmando un nacionalismo español etnicista, conservador, centralista y católico tradicional, construido además sobre la base de la conversión en “enemigos interiores” de los otros nacionalismos. En cambio, la asociación entre la dictadura y ese nacionalismo español tradicional fomentó a partir, sobre todo, de la década de los 60 una reacción adversa creciente en mayorías significativas de Euskadi, Catalunya, Galiza y otros lugares que irían asociando sus aspiraciones nacionales a la necesidad de derrocar el franquismo. Fue esa alianza estrecha entre nacionalismos “periféricos” y antifranquismo la que condujo a la mayoría de la izquierda de ámbito estatal bajo la dictadura a reivindicar incluso el derecho de autodeterminación de las “nacionalidades”; si bien esa demanda se vería atenuada, a medida que nos acercábamos al fin del franquismo, por el compromiso de respetar “la unidad del Estado español”, como fue el caso de la Junta Democrática..

Pero fue entonces cuando la oportunidad que se abrió con la transición política encontró muy pronto unas barreras que no llegaron a ser superadas. En efecto, el hecho de que en la elaboración de la Constitución de 1978 se asumiera por parte de la mayoría de fuerzas políticas antifranquistas una concepción primordialista de la nación española en su preámbulo y, a continuación, se reafirmara tajantemente en su artículo 2 la preeminencia total y exclusiva (aun reconociendo a duras penas el término “nacionalidades”) de la nación española “indisoluble” e “indivisible” (bajo la protección del Ejército y con la Monarquía como símbolo intocable, además de una bandera y un himno asociados al franquismo) dio a ese nacionalismo español, a pesar de no ir acompañado de la condena de la dictadura, un “pedigrí” democrático ante la mayoría de la sociedad española que no había tenido hasta entonces. No obstante, incluso contando con la aprobación mayoritaria del texto constitucional, la percepción entre sectores significativos de las “nacionalidades históricas”, especialmente en Euskadi, del déficit de legitimidad inherente al nuevo régimen en esta materia se convertiría en estructural y llegaría hasta nuestros días.

El desarrollo posterior del Estado autonómico permitió, dentro de las ambigüedades del Título VIII y del margen que ofrecían algunas de las Disposiciones Adicionales y Transitorias, la construcción socio-política de diferentes identidades nacionales y regionales así como cierto grado de autogobierno, aunque éste estuviera siempre dependiendo de quien gobernara en el “centro”, de la existencia o no de mayorías absolutas de un solo partido en el parlamento español, de la vigilancia del Tribunal Constitucional o de los propios intereses de las elites políticas y económicas que se fueron conformando en las distintas Comunidades Autónomas. Muchas de esas “nuevas” identidades se han mostrado compatibles con la identidad nacional española y, lo que es más relevante, también han tenido un carácter parcialmente reactivo –salvo, y no por casualidad dada su historia, en el caso gallego- frente a las presiones por un mayor autogobierno procedentes de Catalunya y Euskadi, pese a que finalmente aquéllas se fueran beneficiando de sus avances. El resultado final de todo este proceso ha sido que se ha visto reforzada la realidad plurinacional y plurirregional del conjunto del territorio del estado español, a la que se ha ido sumando en los últimos tiempos la multicultural, derivada del peso creciente de una población trabajadora migrante “no comunitaria”. El contexto de la Unión Europea, aun manteniendo su papel protagonista los ejecutivos estatales en la misma dentro del proceso de toma de decisiones de los órganos comunitarios, ha ido ofreciendo además una nueva estructura de oportunidades en la que los nacionalismos sin Estado se encuentran en procesos de redefinición de sus demandas de autodeterminación y soberanía para aspirar a configurarse como nuevos sujetos políticos en su seno, como está ocurriendo también ahora en Escocia (Dardanelli, 2005).

II. Un nacionalismo constitucional excluyente

Es cierto que ante este nuevo panorama ha habido una evolución del nacionalismo español y que su variante nacional-católica es minoritaria (Núñez Seixas, 2004). Incluso hubo un tímido e interesado intento por parte de Aznar de reivindicar, ante la necesidad de encontrar alianzas para llegar a gobernar en 1996, la actitud de Azaña ante la cuestión catalana durante la II República; pero esa controvertida referencia sería muy pronto abandonada frente al peso que seguía teniendo la “larga sombra” de Ortega y Gasset y, sobre todo, el temor a reabrir el debate sobre el pasado. Más tarde, en su Congreso celebrado en 2002 el PP se atrevería a adoptar el concepto de “patriotismo constitucional” desarrollado por Habermas; pero de nuevo este esfuerzo de “modernización” terminaría viéndose frustrado, ya que no sólo pretendía ignorar la necesidad de hacer el constantemente aplazado ajuste de cuentas con la dictadura franquista sino que, además, identificaba ese “patriotismo” con la defensa incondicional del texto constitucional, por lo que en realidad se trataba de un mero adorno retórico que no tenía, además, ninguna utilidad para alcanzar una mayor penetración electoral en zonas como Catalunya o Euskadi. En realidad, esa trayectoria, acompañada por la adaptación oportunista de sus elites gobernantes en Galiza y otras Comunidades Autónomas a los respectivos “hechos diferenciales” para obtener nuevas competencias, sólo sirvió para que finalmente la derecha heredera de Alianza Popular acabara aceptando lo que ésta no quiso asumir en 1978 -el Estado de las autonomías y el término “nacionalidades”-, pero siempre en términos reactivos frente a los otros nacionalismos en nombre de una única “Nación de ciudadanos” y sin ocultar su apoyo al “negacionismo” pseudohistoricista sobre la guerra civil.

También hubo por parte del PSOE un esfuerzo de “modernización” de la idea de España desde su llegada al gobierno en 1982, evitando siempre cuestionar el “pacto de silencio” de la transición y asumiendo sin complejos la preocupación por fomentar distintas formas de “nacionalismo banal”. Pero, más allá del deporte, ni su ratificación en 1987 del 12 de octubre como “fiesta nacional” ni las iniciativas en torno a los distintos acontecimientos de 1992 (sobresaliendo entre ellos el V Centenario del “Descubrimiento de América”), consiguieron avances susceptibles, ya que se daban en un contexto de reapertura del debate sobre los nacionalismos en Europa tras la caída del bloque soviético y la crisis yugoslava.

Es precisamente como réplica a las reivindicaciones del derecho de autodeterminación que surgen desde los parlamentos vasco y catalán en esos años cuando dentro del PSOE surgen voces dispuestas a aplicar el concepto de “patriotismo constitucional” al caso español. Es el senador Juan José Laborda quien destaca en esta labor pero asociando esa idea con el artículo 2 de la Constitución española: “En la Constitución de 1978 este patriotismo, en mi opinión, está recogido y definido en el artículo segundo cuando se afirma: ‘La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles, y reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre todas ellas/"” (1992: 6). Con esa propuesta no se hacía más que repetir el ya viejo argumento de que España era la única nación que, además de cultural, tenía un carácter político, subsumiendo a las demás en aquélla y sin atreverse tampoco a reabrir el debate sobre el pasado franquista. El camino fue, pues, de corto recorrido y sólo se volvería a hablar de “patriotismo constitucional” a comienzos del nuevo siglo.

En resumen, a lo largo de todo este tiempo la resistencia de las distintas variantes del nacionalismo español a adaptarse a una diversidad nacional creciente y a dejar paso a la construcción efectiva de un Estado compuesto, a pensar en “federal” y en “plurinacional”, ha sido constante y se ha reflejado en la tendencia a considerar que cualquier nueva competencia cedida a Catalunya y Euskadi (incluido, y no por casualidad, el derecho a contar con selecciones deportivas propias) suponía un debilitamiento del Estado...español y, por tanto, de “España”. Sólo en aras de la “gobernabilidad” y de la “estabilidad parlamentaria” las fuerzas políticas gobernantes en el Estado se vieron obligadas a hacer concesiones, con la idea siempre puesta en que éstas podrían ser reversibles en el futuro, como ya lo intentaron con la LOAPA (producto por cierto del “golpe blando” posterior al 23-F de 1981); esa ley terminaría viéndose relativamente frustrada por el Tribunal Constitucional pero se convertiría en una referencia de la voluntad de poner unos límites a las “comunidades históricas” en el marco de un Estado autonómico que, como se ha criticado por otros colegas, mantiene ciertas asimetrías pero no es federal y se pretende que a medio plazo acabe siendo “simétrico”.

Pero lo más preocupante es que cada vez que se rememora la “transición política” se refuerza el mito en torno a ese período y tanto la derecha española como sectores representativos del PSOE se reafirman en la imposibilidad de cuestionar lo que fue su principal producto: la Constitución de 1978. De esta forma, lo que no fue en realidad más que resultado de un falso “consenso” al que se llegó en torno al “pacto de silencio” sobre la dictadura franquista, la preservación de la “unidad de España” como única nación o la negativa incluso a una “federalización” del Estado, se ha convertido en una barrera infranqueable al proceso de reforma de los Estatutos de autonomía que se abrió tras la derrota del PP en las elecciones de marzo de 2004. Como se ha escrito en un trabajo reciente, “la Constitución pasó a tener un estatus semisagrado como texto legal, de tal modo que la posibilidad de reformarla en un futuro se hizo mucho más difícil. Así pues, el espacio político en el que los nacionalistas periféricos podían proponer demandas ‘aceptables/" quedó reducido a las fronteras del texto constitucional, fronteras, hemos de subrayar, normalmente definidas por los patriotas constitucionales en términos de federalismo simétrico” (Balfour y Quiroga, 2007: 173). Ni siquiera el “constitucionalismo útil”, propugnado por Herrero de Miñón y Ernest Lluch, entre otros, se ha podido abrir camino a lo largo de este proceso.

El balance de la historia reciente lleva, por tanto, a la constatación de que se mantiene una relación jerárquica entre las distintas identidades nacionales existentes en el Estado español y de que no ha sido posible siquiera avanzar hacia un pacto federal entre los pueblos que lo forman en condiciones de igualdad y reconocimiento de su diversidad. Esto no ha impedido cierta descentralización política y la asunción de nuevas competencias por las distintas Comunidades Autónomas e incluso la adopción de autodefiniciones como “nacionalidad histórica” por otras “regiones”; pero esto último ha formado parte más de la retórica para la autolegitimación de sus elites respectivas que de la exigencia de extraer todas las implicaciones jurídico-políticas de esas fórmulas.

El hecho de que este proceso haya terminado siendo así, pese a los intentos de “modernización” de algunos discursos nacionalistas españoles, se ha visto sin duda reforzado por la involución que la ambigua y tímida propuesta de una “España plural” avanzada por Zapatero ha ido conociendo a medida que el imaginario nacionalista español dominante ha sido reactivado utilizando como excusa, primero, la reforma del Estatut catalán y, de nuevo, las dificultades del “proceso de paz” iniciado tras la declaración de cese el fuego de ETA en marzo de 2006 y frustrado el 30 de diciembre del mismo año. Ese imaginario ha mostrado de nuevo su funcionalidad para la derecha y las instituciones no electas del Estado –Corona, Ejército- e incluso para fracciones significativas del gran capital español, la jerarquía eclesiástica y sus respectivas plataformas mediáticas; para todas ellas ha actuado como un elemento vertebrador y movilizador de capas sociales populares en un contexto de inseguridad creciente de éstas ante su futuro no sólo en el plano social, debido a los efectos del capitalismo neoliberal, sino también en el de su “cohesión nacional” frente a la presión de los nacionalismos sin Estado y a la presencia creciente de una población trabajadora inmigrante, percibida muchas veces, sobre todo en el caso de la procedente de Africa, como “amenaza” a su seguridad. No hace falta insistir en que todo esto se ha visto reforzado por la ola neoconservadora que afecta a muchos nacionalismos de Estado desde el 11-S de 2001, como estamos viendo en Estados Unidos, Gran Bretaña o Francia.

III. ¿Qué “España plural”?

En realidad, esta propuesta había empezado ya a ser esbozada desde julio de 2000 cuando José Luis Rodríguez Zapatero fue elegido Secretario General del PSOE frente a José Bono. Este había sido uno de los autores de la “Declaración de Mérida”, hecha pública en octubre de 1998 (posteriormente, por cierto, a la “Declaración de Barcelona”, en julio del mismo año, hecha por PNV, CiU y BNG), en la que los presidentes de las Comunidades Autónomas de Andalucía, Castilla-La Mancha y Extremadura expresaban su preocupación por “las posiciones nacionalistas que cuestionan la cohesión garantizada en la Constitución y niegan la soberanía de los españoles en su conjunto”. Pese a la influencia de ese sector dentro del PSOE, en esta nueva etapa se reanuda un intento de reformulación del discurso socialista sobre la cuestión nacional y autonómica que en un primer momento se centra en la recuperación del concepto de “patriotismo constitucional”.

De nuevo es Juan José Laborda quien expresa una actualización de esa idea sosteniendo que “la voluntad de integrar a los nacionalistas (refiriéndose fundamentalmente a los partidos de ámbito catalán y vasco) se justifica en que el proyecto político de un nuevo patriotismo busca actualizar dentro de la Constitución esa memoria de una singularidad política e institucional”; por tanto, “definir una concepción patriótica basada en la Constitución, pero incorporando también otros valores y emociones compatibles con ella, es una tarea que yo estimo digna de las aspiraciones de la izquierda que quiere volver a gobernar” (2002: 52-53). Se esboza así una disposición a buscar cierto “acomodo” para los otros nacionalismos pero siempre dentro de los límites constitucionales. No obstante, cabe pensar que el nuevo Secretario General del PSOE aspiraba a favorecer una interpretación más abierta del texto constitucional, estimulado sin duda por la necesidad de apoyarse en un PSC con expectativas de llegar a gobernar y por el giro que el PSE estaba dando en la Comunidad Autónoma Vasca tras el fracaso del “bloque constitucionalista” con el PP y la posibilidad de reabrir un proceso de paz y negociación en Euskadi.

Sin embargo, el peso de algunos “barones” españoles a la hora de acotar ese discurso se volvería a manifestar muy pronto. El documento “La España Plural: la España Constitucional, la España Unida, la España en Positivo”, conocido como “Declaración de Santillana”, del Consejo Territorial del PSOE, de agosto de 2003, fue un ejemplo claro de ello. En el mismo se parte de que “Nuestra Constitución reconoce y consagra una nación española cuya unidad es compatible con el reconocimiento del derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran, sobre la base de la solidaridad entre sus pueblos y del respeto a su diversidad social, política, lingüística y cultural”. Pese a su autodefinición como “no nacionalistas”, en el documento se sostiene que “Los socialistas queremos a España que ni necesita ser inventada ni se encuentra en discusión. España es y ha sido siempre la pasión de los socialistas. España son los españoles que la hacen en su Historia y en cada generación”. Esto no impide la voluntad de promover “una cultura política capaz de innovar y apostar por la mejor España y por lo que tiene que ser: un país plural, dinámico, cimentado en identidades compatibles y no conflictivas entre sí, donde la idea de lo común que funda nuestra convivencia no pueda ser arrogada patrimonio privativo de nadie en particular”.

Con buena voluntad cabría encontrar en párrafos como éste último una tímida disposición a fomentar una idea de España como “Nación de naciones” que fuera más allá de la establecida en la “primera transición”. Pero la barrera sigue estando en la Constitución de 1978, si bien desde una lectura que se dice abierta pero que sigue sin atreverse a cuestionar la preeminencia de la nación española ni a proponer una futura reforma constitucional en esta materia. Ni siquiera el federalismo aparece mencionado como una vía futura de “acomodo” de los nacionalismos sin Estado. El reconocimiento de la realidad pluricultural y plurilingüística de la sociedad española se veía así atenuado de nuevo por la timidez a la hora de hablar de plurinacionalidad y, sobre todo, por el temor a las consecuencias que todo ello podía tener en términos de avance hacia soberanías propias y compartidas a escala de cada “nacionalidad” y en el ámbito estatal respectivamente, con sus consiguientes implicaciones a escala europea.

Parecía, pese a todo esto, que las limitaciones de la apertura que contenía la idea de la “España Plural”, por su fidelidad al texto constitucional y a la necesidad de mantener la exclusividad de España como única nación política, podrían verse contrarrestadas por la presión reformadora desde Catalunya, Euskadi y otras Comunidades. Pero, finalmente, no sólo la negativa a entrar a discutir la propuesta de reforma estatutaria vasca conocida como Plan Ibarretxe (que incluía una explícita reclamación del “derecho a decidir”) sino también los sucesivos recortes de todo tipo que sufriría la propuesta de reforma estatutaria catalana, tanto en el plano simbólico como en el institucional y competencial, frustrarían esas ilusiones. Se confirmaba así que el techo estaba puesto en el Estado de las autonomías y, más allá del mismo, sólo cabía aspirar a un desarrollo “federalizante” del “bloque constitucional” que, en cualquier caso, siempre podría chocar, como así ha ocurrido, con las interpretaciones fundamentalistas predominantes en el Tribunal Constitucional.

El Manifiesto Autonómico, aprobado por el PSOE ante las elecciones municipales y autonómicas de mayo de 2007, ha venido, además, a corroborar el proceso de rectificación del discurso de la “España plural” mediante la conclusión de que las reformas estatutarias “nunca han cuestionado el modelo autonómico de nuestra Constitución ni han pretendido reformarlo. Hemos rechazado con firmeza las pretensiones soberanistas, pero también los intentos de regresión autonómica”. Tan sólo la propuesta de reforma del Senado en un sentido “federalizante”, junto a una conferencia anual de presidentes de las CC.AA. y a un reconocimiento mayor del plurilingüismo, aparece como el horizonte hacia el que se considera que se puede avanzar desde el partido actualmente en el gobierno.

IV. Mirando al futuro

Se cierra así un ciclo político en el que el nacionalismo español se mueve entre las ideas de “Nación de naciones” y “Nación de ciudadanos”, ciegas ambas, a pesar de sus diferencias, ante la exigencia del legítimo reconocimiento de las otras identidades nacionales en términos de igualdad y con capacidad política para reivindicar sus derechos colectivos. La idealización por parte de las principales fuerzas de ámbito estatal de la “transición política” y de la Constitución de 1978 como mitos fundadores de una nueva “España de las autonomías”, al no ir acompañada además del “cemento común” que podría dar la condena radical del genocidio franquista (como estamos viendo con el debate sobre la Ley de Memoria Histórica), ha demostrado ser un obstáculo creciente a cualquier intento “periférico” por superar desde los procesos de reforma estatutaria sus profundas limitaciones.

Sin embargo, parece evidente que, aun reconociendo el peso innegable de un “nacionalismo español antinacionalista”, las identidades española, catalana o vasca son percibidas como compatibles e incluso asumidas como tales por un número creciente de ciudadanos y ciudadanas que, además, se sienten también europeos. En esas condiciones de relativo desfase entre la evolución de la realidad social y su reflejo jurídico-político la tarea de cuestionar la mitificación de la “transición política” y de construir un nuevo marco de diálogo y respeto entre los distintos nacionalismos que se materializara en una efectiva reforma constitucional sigue siendo un reto pendiente. Si ese horizonte se alejara demasiado, probablemente dentro de Euskadi y Catalunya la opción de limitarse a seguir el camino de la mera descentralización política puede ser creíble a corto plazo pero irá devaluándose frente a la de quienes se reafirmen en querer ejercer su “derecho a decidir” frente a las más o menos permanentes trabas del “centro”; pero también es probable que dentro del Estado español los “neorregionalismos” en ascenso vayan debilitando un nacionalismo español reactivo y con miedo al futuro.

Ante ese panorama cabe pensar en dos posibles vías de superación a medio plazo de una “España” que se sentiría incapaz de controlar las tendencias centrífugas: una, más difícil, la de una autorreforma del nacionalismo español que permitiera llegar a un pacto federal o/y confederal (según las demandas de las distintas CCAA) y plurinacional efectivo mediante un nuevo proceso constituyente; otra, que exigiría un amplio consenso interno de sus respectivas poblaciones, sería el ejercicio efectivo del “derecho a decidir” por parte de Catalunya y Euskadi para alcanzar un modelo propio de “soberanía-asociación” tanto con el Estado español como con la UE, teniendo en cuenta además que, como pronostica Michael Keating, “una UE intergubernamental cuyos Estados impongan muchas restricciones sobre las capacidades de los gobiernos subestatales, incentivará a las nacionalidades a convertirse en Estado, aunque ello no fuera en principio su objetivo prioritario” (2007: 29).

Agosto 2007

Jaime Pastor Verdú es profesor titular de Ciencia Política de la UNED

*Este texto es la versión en castellano del artículo publicado en catalán en la revista “EINES”, nº 2, de la Fundació Josep Irla, http://www.irla.cat.publicacions , sección “Dret a decidir”

REFERENCIAS
Balfour, S. y Quiroga, A.: 2007. España reinventada. Nación e identidad desde la transición. Barcelona: Península
Billig, Michael: 2006. Nacionalisme banal. Valencia: Afers
Dardanelli, P.: 2005. Between two unions. Europeanisation and Scottish devolution. Manchester: Manchester University Press
Keating, M.: 2007. La integración europea y la cuestión de las nacionalidades. Madrid: Revista Española de Ciencia Política, 16, 9-35.
Laborda, J.J.: 1992. Patriotismo constitucional y Estado democrático. Madrid: Sistema, 108, 5-14
Laborda, J.J.: 2002. Patriotas y de izquierda. Madrid: Claves de razón práctica, 122, 47-53.
Núñez Seixas, X. M.: 2004. Patriotas y demócratas: sobre el discurso nacionalista español después de Franco (1975-1979). Pamplona: Gerónimo de Ustariz, 20, 47-101.

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