Incide en la materialidad de nuestra existencia la poesía de Luisa Miñana recogida en el libro Este es mi cuerpo (Lastura ediciones). No como ofrecimiento, sino como rotunda afirmación, las partes del cuerpo constituyen, efectivamente, el eje de estos textos. Sin embargo, no se observan sencillamente como fragmentos, sino que funcionan como sinécdoques del cuerpo completo y también como receptoras de las tensiones sociales que suceden alrededor o sobre ellas. Son símbolos, entonces, y puerta por la que recorrer una doble dimensión: individual y colectiva. Aluden y afectan a un sujeto específico (a una mujer) pero también a todo su conjunto. 

La poeta zaragozana es consciente de que nuestros cuerpos no maduran solos, de manera autónoma, sino que lo hacen en medio de una sociedad y en un contexto concreto: rodeados por quienes los subordinan, quienes los utilizan y también quienes los cuidan. Así, manifiesta los efectos de las relaciones en las que están vinculadas, de los entornos en las que se hallan insertas, incluso con una mirada amplia que recorre los siglos. 

Con distintos enfoques, que se abren desde la observación y la descripción hasta el discurso más narrativo, estos versos apelan y permiten colocarse a cualquier mujer dentro del texto. Porque, ya sabemos, no se trata de sucesos excepcionales, sino de hechos y rutinas de abusos y humillaciones que sustentan todo un entramado de poder sexual. De este modo, sus poemas se erigen, de manera singular, como una potente crítica del patriarcado y del sometimiento de las mujeres. Por tanto, nos muestra cuerpos, ante todo, instrumentalizados en ese paradigma; cuerpos dañados, agredidos, cercados por la tensión de la obediencia y la explotación. Pero cuerpos, también, preparados para la rebelión, para levantarse y desvestirse el miedo; para enredarse en nuevas interacciones sociales. En definitiva, para constatar, desde la rotundidad de sus células, otra forma de vivir.

Alberto García-Teresa

VULVA

Un cuerpo frente a otro amándose
definen la forma primigenia,
la del ojo de dios o el gineceo de la flor,
la almendra sagrada de las entradas de los templos
o sus ábsides –que transcriben el cielo–,
la intersección de un círculo perfecto y de otro
como en los viejos planisferios,
como la vulva idolatrada
en el comienzo de las civilizaciones y, desde
entonces, saqueada y sometida
bajo la excusa cínica de la vida imparable.
Un cuerpo contra otro
dejan un hueco como de agua,
como un barco, negación necesaria
que hubiera sido muerte,
si no tuviera el hueco en su aceleración la forma
que me devuelve al centro, si no fuera
la resurrección de los cuerpos
atrapada en mi cuerpo
de mujer.

GLÁNDULAS MAMARIAS

Nací, por decisión propia, sin glándulas mamarias.
No quería dar pistas. Nacer ya era bastante.
Algún tiempo después me crecieron las tetas
poco a poco. Primero desde dentro de las piedras. Después, a través de la cabeza, puenteando
las neuronas y bajando por la médula espinal hasta encontrar su sitio.

Por lo tanto, así eran las cosas.
Así crecí, atornillada sobre mí, taponando la duda,
y a distancia de mí misma,
desdoblándome como los mapas,
convenciéndome de que el mundo, al contrario
de lo que me habían enseñado por entonces
en conferencias, aulas y algunos libros,
carecía de límites.

Regresé hasta las piedras, incluidos algunos
asteroides, y me reconcilié
con las glándulas mamarias, pues igual podrían haber
sido, en vez de tetas, nubes o ríos,
y porque servían como trampas perfectas
donde encerrar a los hombres y escucharlos
desde lejos, o como paracaídas contra el aburrimiento
de sus discursos repetidos a la hora de amar
y lo demás. Muchas veces mis glándulas mamarias
compraron su silencio y en otras me salvaron
de dar explicaciones un tanto incongruentes
para salir del paso.

Pero no todo me parecía bien.
Las portadas de libros y revistas, los anuncios, el cine
(pornográfico y no),
reproducen en miles de millones las tetas
(o glándulas mamarias) de unas pocas mujeres repetidas,
igual que los discursos de los hombres.
Glándulas resecadas, tuneadas
y expuestas como en cajas de bombones o frutas.
Son senos extirpados en prácticas de juegos malabares,
hechos de silicona para bocas de oro, para manos
que manejan pistolas y fajos de billetes,
son senos sin mujeres,
burbujas donde viven niños de pelo blanco.

Siempre jugué a la contra.
Siempre cambié de acera para no tropezarme
con los ojos que miraban las tetas. Tantos ojos
extraños a mi cuerpo que se quedaron dentro,
como en nidos,
las llenaron de quistes que exigen vigilancia.
Finalmente, los años, a pesar de lo dicho,
y de la incandescencia periódica de las mamografías,
me las han retornado para mí.
He vuelto a perdonarlas y me cuido de ellas
como si fueran ríos, mares pequeños o nubes tersas.
Como si me guardaran a mí misma,
aun a pesar de mí.

**

SEXO

La primera vez que hicimos el amor
me puso a cuatro patas. Lo tomé como un juego,
pues lo era. Un juego de poder,
que se dirime con las cartas marcadas.
No importa que lo amara. Pero sí que me importa,
porque el amor desarma, desordena tu cuerpo
en átomos y en oscura materia, inocula en tu boca
la falsa valentía de los juicios de dios.
Después dejé de amarle
y su rostro cambió, y endureció
su cuerpo contra mí, como si el mío fuera
el de mil otras, que pudiera rasgar
y atravesar, y con un solo dedo
después recomponer.
No importa que no lo amara ya.
Pero sí que me importa,
porque el sexo prolifera en lo dulce
víricamente, como un arma
contagiada de sangre, bajo la carne que siempre
vampiriza, como un astro
en torno al cual colapsa ese denso vacío
que todo lo llena.
Como la voluntad incomprensible de un dios.

ÚTERO ENFERMO

En aquel entonces las mujeres no teníamos
boca ni cabeza. Ninguna cosa podía pertenecernos
y, sobre todas las cosas, nuestro sexo
no nos pertenecía.
Provengo de un ancestral harén de mujeres capadas
de boca y genitales.
Las educaron, y ellas me educaron,
con un amor tan denso como un burka.
No teníamos ojos las niñas, no teníamos manos, arrugadas y viejas por el agua bendita
antes ya de haberlas amputado para la primera
masturbación. No teníamos boca ni cabeza,
las dos desfiguradas bajo nombres cobardes
y bajo las mantillas de los tristes días de fiesta.
No teníamos nada. No teníamos sexo.
El sexo era de él, que a veces lo compraba
por amor –qué pobreza–
y a veces para trazar un orden escolástico,
un código, una simulación.
Tu sexo también
podía ser de todos. No había violadores,
como no había muertos,
en un país de muertos y de mentes enfermas.
Las putas éramos yo, aun sin sexo ni boca.
Mujeres que crecieron entre el miedo
y el asco –o peor, convertidas– me educaron.
No podía salir bien.
No poseo una infancia a la que regresar,
la extirpé de mi útero como a un cáncer.
Y no consigo perdonar.

PODER

El poder sobre
los cuerpos torturados Los muertos
y los cadáveres Los esqueletos del hambre
y los condenados bajo la gangrena
que no es rentable atajar Todos amontonados
a la siniestra del poder.
¿En qué pensabas cuando inventabas tantas
y tan refinadas formas de tortura y de dolor?
¿De qué naturaleza era el estremecimiento
que recorrió tu cuerpo,
imaginando aquellos otros cuerpos
entregados, abiertos, dejándose ir bajo la sangre
seca y palpitantes antes con la velocidad
de la agonía?
¡Qué poderoso tu poder descoyuntando
los huesos frágiles de la creación,
atravesando el cráneo primordial de un solo crujido hasta el centro del mundo!
El amor no es tan fuerte,
ni tiene las manos tan grandes ni tan llenas. Aunque hay amores,
ya se sabe, que matan, y se toman su tiempo
para hacerlo, casi tanto como las ratas griegas
que excavaban el bajo vientre del esclavo
con paciencia y minuciosidad, durante horas,
hasta obtener de sus labios la verdad.
Qué hecatombe, al cabo de los tiempos,
de cuerpos verdaderos, de cuerpos arrojados
al horror, de cuerpos que nunca fueron enteramente cuerpos,
porque asumieron solos el inmenso cansancio de mantener la
noria de las pequeñas certidumbres necesarias al mundo
de los hombres cobardes y a sus criaturas de cuerpos caníbales,
¡ay, hijos imperecederos de Frankenstein!

CYBORG

Este es mi cuerpo
intervenido, puesto en pie por la vida inocente,
y luego aprendiendo poco a poco
a habitar en su caos. Olvídate de mí, le digo
siempre, aunque sé que no puede,
puesto que compartimos algoritmo y un puñado
de historias que persisten y vuelven
como si fueran luces
sobre una pista de aterrizaje: la vida
que traemos a cuestas ha endurecido mi espalda
y la ha cubierto
con una útil capa de camuflaje y lentejuelas.
Este es mi cuerpo. Ha sido una armadura.
Con ella no se puede nadar ni alzar el vuelo.
Pobre cuerpo, éste mío, tan pegado a la tierra.

**

LENGUA

Enlazar lenguas y acoplarlas
nada tiene que ver con entenderse.
No hay lenguaje común.
Y el tacto entre las lenguas
es una curvatura que debe culminar su singularidad
en el primer segundo, o no sucederá jamás,
por muchos que besemos.

MIEDO

Nunca tuve más armas contra el miedo
que mis uñas clavadas en los puños cerrados.
Si hago memoria, todo me amenazaba.
Eso decías tú, que me negaste
el mar, la playa, los amigos, las fiestas de cumpleaños
y el árbol en Navidad. Los monstruos
de las noches y los fantasmas
nunca llegaron de los cuentos, ni vivían
debajo de la cama. Golpeaban desde dentro
del armario, contra el fondo de mi cabeza.
Nunca un abrazo les retorció el gaznate
por mí. Trepé y abrí las puertas.
Me he dejado las uñas y casi los muñones,
pero vencí. No te debo nada.

**

RIMMEL

Miro.
Dentro del ojo, protegida por las pestañas
que me defienden del azar,
me asomo al mar que es mundo.
Extiendo mi brazo hasta
la puerta, pulso el interruptor.
Al otro extremo del mi mirada big-bang,
el caos,
en el que debo aventurarme,
como lo hice un día entre las palabras
y los signos:
por amor. Porque había que amar
y poner el escenario en pie.
Aunque no hubiera nadie.
Aunque la luz de los orígenes
me quemase las pestañas.

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