La joven Cuba

El ataque al Capitolio de Washington el pasado 6 de enero puso en relieve la existencia de fuerzas importantes de la extrema derecha en los Estados Unidos, dispuestas a violar el orden constitucional norteamericano en aras de su racismo y su resentimiento antiinmigrante. Esta fue la razón fundamental por la que una amplia gama de instituciones e individuos normalmente adversos a la protesta política, se unieron en un rechazo tajante y público contra ese ataque.

Conforman una lista que incluye a la influyente representante conservadora Liz Cheney, quien ocupa el tercer lugar en el poder de la jerarquía republicana en la Cámara de Representantes, y que comparte la dura agenda imperialista y conservadora de su padre, el «gran halcón» Dick Cheney, el vicepresidente bajo George W. Bush que jugó un papel fundamental en la invasión y destrucción de Irak. También incluye a la muy poderosa y conservadora Asociación Nacional de Fabricantes (por sus siglas NAM, de National Association of Manufacturers), representante de las más importantes corporaciones industriales estadounidenses, que de manera pública y en términos claros y contundentes, responsabilizó a Donald Trump y lo repudió por incitar el ataque.

Tanto la NAM, como la Cheney y sus aliados son parte del coro que anteriormente había aplaudido a Trump, entre otras cosas, por haber reducido de forma significativa la carga de sus impuestos y eliminado, de un plumazo, reglamentos para proteger el medio ambiente, la seguridad laboral y el bienestar de los trabajadores y las minorías raciales.  Se unieron —repito— para defender el orden constitucional norteamericano. Pero no para defender la democracia.

Desde luego que el orden constitucional incluye elecciones y derechos democráticos importantes. Pero estas fuerzas conservadoras, ahora unidas en la defensa del orden constitucional, han usado y siguen usando a la Constitución para promover sus intereses políticos y económicos, no para defender y mucho menos para expandir los derechos democráticos a todos. De hecho, han sido parte de las fuerzas que han tratado de limitar esos derechos.

En las últimas décadas, y aún más durante estos últimos años, en los Estados Unidos se ha dado una lucha democrática para proteger el derecho al sufragio a medida que la composición racial y étnica del país se ha diversificado y, por lo tanto, tornado menos blanca. Como las elecciones en este país son generalmente administradas por los estados, los blancos conservadores que gobiernan en la mayoría de estos han recurrido a todo tipo de artimañas para obstaculizar el sufragio minoritario.

Estas medidas incluyen la reducción de lugares para votar, del número de urnas en los barrios pobres minoritarios y de los días y horas durante los cuales se puede ejercer el derecho al voto, así como las purgas de las listas electorales de ciudadanos que por algún motivo no ejercieron el voto en una o más elecciones, la negación del derecho al voto a ex presos, y muy especialmente lo que en los Estados Unidos llaman «gerrymandering». Este término se refiere a la práctica común de los políticos que controlan las legislaturas estatales de trazar las líneas limítrofes de los distritos electorales (tarea que solo en unos pocos estados se le asigna a una comisión independiente) con el fin de minimizar las posibilidades de la oposición –mayormente del Partido Demócrata–, en especial para disminuir el poder político de las minorías étnicas y raciales y de los liberales.

Es una práctica muy antigua que consiste en concentrar dentro del menor número posible de distritos electorales, a cierto tipo de grupos, como los afroamericanos y ciudadanos de origen latinoamericano, que tienden a votar por el Partido Demócrata. Esto resulta en un menor número de representantes electos por esos grupos, comparado con la mayor cantidad escogida por los blancos republicanos distribuidos en más distritos electorales. Por lo tanto, en un estado como Wisconsin, por ejemplo, los Demócratas tienen que obtener mucho más que la mayoría de los votos para también tener mayoría en la legislatura estatal.

La NAM jamás ha dicho ni hecho nada para defender los derechos democráticos de esas minorías. Y los Cheneys –padre e hija– han apoyado, junto con sus congéneres conservadores, todas esas prácticas antidemocráticas. Si a esta alianza para defender el orden constitucional no le interesa la defensa de la democracia dentro de los Estados Unidos, mucho menos le importa oponerse a los propósitos sistemáticamente injerencistas de la política exterior estadounidense, sea en Iraq, Afganistán, Yemen o en Latinoamérica.

El imperialismo norteamericano ha contado con el apoyo no sólo de la extrema derecha, sino también de una amplia gama de conservadores y de liberales. El caso de la guerra de Vietnam es muy ilustrativo. Muy pocos de los individuos del llamado «Establishment», tanto Republicanos como Demócratas –Lyndon Johnson, el presidente que más impulsó la guerra, era Demócrata–, se opusieron a la contienda hasta que ocurrieron dos cosas: 1) se hizo cada vez más evidente que era muy poco probable que los Estados Unidos venciera la resistencia vietnamita y ganara la guerra; y 2) el movimiento antibelicista, y contra el servicio militar obligatorio, de donde provenía el grueso de las tropas, creció rápidamente.

Este movimiento, junto con el de los afroamericanos en pos de la igualdad racial, contribuyó a crear una situación interna insostenible. Fue solo entonces que los periódicos y estaciones de TV, principales medios de comunicación, junto con otras fuerzas del «Establishment», comenzaron a demandar el fin de la intervención armada norteamericana en Vietnam, que durante una época llegó a contar con más de medio millón de tropas.

Lo que le interesa a las corporaciones capitalistas representadas por la NAM y a las otras fuerzas del status quo norteamericano es la estabilidad que el orden constitucional le ha brindado al país por más de dos siglos, con algunas excepciones importantes como la Guerra Civil de los 1860s. La previsibilidad y la certidumbre son factores clave para la inversión capitalista, así como lo es la existencia de un sistema legal confiable e independiente de los gobernantes de turno para asegurar el cumplimiento de los contratos. Estas características del sistema son sagrados para el capital y sus partidarios. Es por eso que si por un lado, los capitalistas y norteamericanos ricos aprobaron y se beneficiaron de las políticas tributarias y reguladoras de Trump, por el otro lado le fueron retirando su confianza por su imprevisibilidad, sus amenazas al sistema electoral, la arbitrariedad de muchas de sus decisiones y su cercanía a los grupos de extrema derecha, que en su conjunto promovieron una creciente inseguridad e inestabilidad política en el país.

No en balde, 60% de las contribuciones monetarias del gran capital en las elecciones del 2020 fueron destinadas al apoyo a Biden y no a Trump. Es cierto que ha habido situaciones históricas de crisis, donde una buena parte del gran capital se ha desesperado y decidido apoyar a la extrema derecha, como fue el caso de la república alemana de Weimar a fines de los años veinte y principios de los treinta. Pero pese a los graves problemas económicos actuales, la situación existente en los Estados Unidos dista mucho de ser tan extrema como en el caso de Alemania durante la Gran Depresión y, por lo tanto, el gran capital al menos por ahora ni necesita ni quiere ese tipo de «solución» a sus problemas.

El 6 de enero y la sociedad civil

Como era de esperar, un gran número de organizaciones de la sociedad civil norteamericana condenaron categóricamente el ataque al Capitolio del 6 de enero, incluyendo la Unión Americana por las Libertades Civiles (por sus siglas ACLU, de American Civil Liberties Union), muchos sindicatos obreros y hasta la conservadora Legión Americana (American Legion), la organización más conocida de veteranos en los Estados Unidos. A ellas se unieron otro tipo de organizaciones, como Freedom House y la NED (National Endowment for Democracy) que dependen principalmente del gobierno norteamericano para sus finanzas. Estas organizaciones no son parte de la sociedad civil, un término que sólo incluye a quienes no están asociados con y son independientes del Estado.

Freedom House y la NED –que de hecho fue fundada en 1983 por una ley aprobada por el congreso–, son parte de una estrategia «suave» –«soft power»– que el gobierno norteamericano usa para proyectar su influencia en otros países, incluyendo su concepción de lo que es y debe ser la democracia, de la cual por lo menos implícitamente excluye cualquier noción socialista, antiimperialista y radical. La estrategia «suave» es por naturaleza de índole persuasiva y se concentra especialmente en los campos de la cultura y de la ideología.

Esa es su esfera de acción, a diferencia de la estrategia de «mano dura» de la CIA y de las fuerzas armadas norteamericanas, como en el caso de sus intervenciones en América Latina –el derrocamiento de los gobiernos democráticamente electos de Jacobo Arbenz en Guatemala en 1954, y de Salvador Allende en Chile en 1973–. También fue el caso de Playa Girón en 1961, así como de los numerosos atentados terroristas llevados a cabo en suelo cubano durante varias décadas.

En el caso de Cuba, muchos de los apoyos de Washington para implementar estrategias de «mano dura» en la Isla han sido y siguen siendo transmitidos a una variedad de grupos e individuos a través de la Fundación Nacional Cubano-Americana (Cuban American National Foundation). A lo largo de su historia, la Fundación ha seguido una política de apoyo a una gran diversidad de grupos que incluyen a muchos de índole terrorista.

Por supuesto, esta distinción entre la estrategia «suave» y la de «mano dura» se aplica también, mutatis mutandis, a las operaciones del gobierno cubano. Las estrategias de, por ejemplo, el Instituto Cubano de Amistad con los Pueblos (ICAP) son diferentes de las de la Seguridad del Estado, aunque ambas organizaciones estatales comparten el propósito de perpetuar el régimen antidemocrático imperante en la Isla.

La sociedad civil norteamericana y Cuba

Es de suma importancia distinguir las organizaciones como la NED y Freedom House, que son financiadas por el estado norteamericano, de las que no lo son y que, por lo tanto, pueden ser consideradas como legítimas de la sociedad civil norteamericana. Este es el caso de, por ejemplo, la Open Society Foundations dirigida y mayormente financiada por el multimillonario liberal George Soros, y del Human Rights Watch, la organización principal de derechos humanos en los Estados Unidos. Estas son independientes del estado norteamericano en cuanto a su financiamiento, su organización, y generalmente, su orientación política.

Esto no quiere decir que nunca coincidan con la política del estado norteamericano.  Pero el hecho de que hayan coincidido en varias ocasiones se debe mayormente, como se verá más adelante, a la ideología y política liberal –en el sentido norteamericano de la palabra– de ambas organizaciones, que por su naturaleza no son antiimperialistas, aunque en muchísimas ocasiones han criticado fuertemente la política exterior de los Estados Unidos.

Esto quiere decir que para los cubanos que son tanto demócratas como antiimperialistas, su posible colaboración con este tipo de organizaciones independientes norteamericanas, sean estas dos u otras, no involucra en sí una merma de su compromiso con la soberanía y autodeterminación de la nación cubana. Sin embargo, es muy probable que surjan diferencias políticas que afecten negativamente la posible colaboración.

Por ejemplo, en mi libro Cuba Since the Revolution of 1959. A Critical Assessment, critico a la organización Human Rights Watch por la propuesta en su reporte anual de 2009, de aflojar o eliminar el bloqueo económico a Cuba a condición de que el gobierno Cubano adopte medidas liberalizadoras y de democratización en la Isla. Como una medida concreta para promover ese acuerdo, el Human Rights Watchpropuso al gobierno norteamericano que, antes de suavizar el bloqueo a Cuba, obtuviera el compromiso de la Unión Europea, Canadá y sus aliados latinoamericanos para que colectivamente presionaran al gobierno cubano para que liberara inmediata e incondicionalmente a todos los presos políticos.

El problema en este caso no es que uno esté opuesto a la liberación de los presos políticos en Cuba ni a la democratización del país. Todo lo contrario. El problema es que la «política de trueque» del Human Rights Watch presupone que los Estados Unidos tiene el derecho legal y moral de imponer condiciones para flexibilizar y eliminar un bloqueo que es ilegal e inmoral en sí mismo. La lógica de ese «trueque» también implica que el bloqueo estadounidense existe porque el sistema político cubano es antidemocrático, lo que es una mala broma cuando consideramos la larga historia de apoyo político, militar y económico que los Estados Unidos le ha brindado a las más sangrientas dictaduras pro-capitalistas.

Por otra parte, esa lógica de «trueque» perversamente justifica la posición de los que apoyan al gobierno cubano cuando reclaman que la abolición de la represión interna en Cuba depende de la eliminación del bloqueo estadounidense. Esta posición asume que el unipartidismo cubano al estilo de la URSS existe como resultado del bloqueo norteamericano. O sea, que los líderes revolucionarios cubanos eran una especie de tabula rasa ideológica y política que adoptaron su punto de vista simplemente como reacción a la postura agresiva de los Estados Unidos, y que no tenían preferencias e ideologías, incluyendo convicciones respecto a los sistemas políticos y económicos que consideraban deseables.

El problema arriba descrito con el Human Rights Watch solo indica que una colaboración con cualquier organización independiente de la sociedad civil estadounidense dependerá de la naturaleza política de proyectos concretos relacionados con Cuba. Será cuestión de averiguar con cuales de esas organizaciones esa colaboración será o no, sin mermar el programa e integridad política de las organizaciones cubanas involucradas en dicho proyecto. Por ejemplo, hace unos años la organización Open Society le prestó ayuda a los socialdemócratas católicos cubanos asociados con la publicación Cuba Posible. Esta publicación trató de mantener una política crítica, pero no abiertamente contraria y así jugar un papel de «oposición leal» al régimen cubano. No sabemos si la Open Society –o cualquier otra organización independiente de la sociedad civil norteamericana– estaría dispuesta a apoyar también a una organización abiertamente opositora, con una política decididamente democrática, a favor de los derechos humanos, y, al mismo tiempo izquierdista, antiimperialista y opuesta al restablecimiento del capitalismo en Cuba.

En todo caso, sin embargo, hay que tener presente que el apoyo material de la sociedad civil de los Estados Unidos y de otros países es una solución a corto plazo. A largo plazo es necesario organizar a los cubanos progresistas en el exterior para que provean ayuda a los que dentro de la Isla luchan por una democracia auténticamente emancipadora, de la misma manera que José Martí lo hizo con los tabaqueros de la Florida en la década de los 1890s.

La orientación política de este escrito de ninguna manera implica intento alguno de apaciguar al Estado cubano ni lo que dice a través de la prensa oficial. Por supuesto, esa prensa va a atacar despiadadamente a cualquier oposición, con independencia de sus posiciones políticas específicas y, como bien sabemos, utilizará la mentira cuantas veces le parezca necesario. Pero no es lo que piensa y dice el gobierno, sino lo que piensa el pueblo cubano lo que debe ser el centro de nuestra atención. Por eso es imprescindible presentarse ante ese pueblo como una voz independiente, sin compromisos o contubernios con potencias extranjeras, y comprometida con la independencia y soberanía nacional.

17/2/2021

https://jovencuba.com/amp/estados-unidos-financiamiento/

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