La reciente encuesta del CIS, con la incógnita sobre cuál será la opción final del alto porcentaje de personas indecisas sobre el partido al que pueden ir a votar (hasta un 42%), ha venido a confirmar el creciente índice de volatilidad entre el electorado y la enorme dificultad de hacer un pronóstico sobre los resultados de las elecciones generales del 28 de abril. Con todo, parece evidente que nos vamos a encontrar con un sistema pentapartidista imperfecto, relativamente polarizado entre dos bloques, que hará difícil el pacto –y, sobre todo, la estabilidad- para la formación de un nuevo gobierno, ya sea de un signo u otro. Con mayor motivo cuando el 26 de mayo habrá elecciones municipales, europeas y autonómicas –éstas en 12 Comunidades-, por lo que los partidos perdedores de esta primera ronda crucial tratarán de recuperar posiciones en esa nueva jornada electoral antes de formalizar sus acuerdos con quienes estén en mejores condiciones para encabezar el nuevo gobierno.

Si ése es el escenario probable, ni las anunciadas y provocadoras contrarreformas del tripartito reaccionario ni la apertura de una, aunque sea tímida, vía hacia el diálogo en torno al conflicto catalán (a la espera, además, de la sentencia sobre el juicio al procés en otoño) parece que vayan a contar con los apoyos suficientes para abordar la superación de la crisis de régimen en uno u otro sentido. Un régimen cuyas cloacas vuelven a salir a la luz sin vergüenza alguna a raíz de la guerra sucia contra Podemos, pero que vienen de muy lejos, como nos ha recordado, entre otros, David Fernández. A este nuevo escándalo se suma el testimonio del exdirector de El Mundo, David Jiménez, en un libro recientemente publicado, en donde viene a confirmar lo que era un secreto a voces: las servidumbres que los principales medios de comunicación mantienen ante un viejo entramado político, financiero y policial que no tiene reparo alguno en recurrir a los peores métodos para tratar de protegerse frente a cualquier ataque, o para calumniar y difundir mentiras contra cualquier amenaza al sistema, como ha ocurrido en los últimos años con el independentismo catalán o Podemos. Como bien decía un excomisario de la policía en el excelente documental Las cloacas de interior, “el sistema está tan corrupto que expulsa a los decentes”.

Pocas dudas pueden quedar sobre la gravedad de esa grieta, que se suma a las ya abiertas desde hace tiempo no sólo en el plano nacional-territorial o en el que afecta a una clase política corrupta –incluida la monarquía-, sino también en el socioeconómico. Porque ése es el verdadero trasfondo de la desafección ciudadana hacia unas elites políticas y económicas que no hacen más que ahondar las desigualdades sociales y de todo tipo –recordemos el reciente clamor de la España vaciada- en esa carrera hacia el sálvese quien pueda que se extiende por el planeta ante la nueva crisis sistémica que se anuncia.

Nuevo ciclo

Llegamos a este momento después de que, por desgracia, la indignación popular que irrumpió a partir del 15M de 2011 frente a la nueva vuelta de tuerca neoliberal no llegara luego a reflejarse, pese a las ilusiones generadas por Podemos, en la materialización de un proyecto rupturista a la altura del desafío que suponían los gritos de “no nos representan” y “no queremos ser mercancía de políticos y banqueros”. Tampoco, si bien giraban en torno a ejes de conflicto distintos, se produjo la confluencia de ese movimiento con el bloque plural que en Catalunya se fue extendiendo a partir, sobre todo, de 2012 a favor del derecho a decidir su futuro y que tuvo en las jornadas del 1 y el 3 de octubre de 2017 su máxima expresión, seguida luego por la represión y la judicialización del conflicto.

El agotamiento de ambos ciclos de movilización y las limitaciones de sus exponentes políticos y electorales respectivos se han visto seguidos por una radicalización de PP y Cs, acelerada ahora bajo la presión derivada del ascenso de Vox que anuncian las encuestas tras las elecciones andaluzas. La competencia entre estas fuerzas por encabezar ese bloque reaccionario no impide constatar que comparten un mismo proyecto: proceder a una serie de contrarreformas que, mediante una combinación en mayor o menor grado de nacionalismo español recentralizador y uniformizador, neoconservadurismo patriarcal y xenófobo y neoliberalismo austeritario, aspiran a imponer un nuevo modelo de dominación que tendría poco que envidiar a esas democracias iliberales tan denostadas del Este. Este giro ultraautoritario tendría en el independentismo su primer objetivo a derrotar (mediante el estado de excepción permanente en Catalunya), pero, como ya hemos podido comprobar con los ataques a libertades y derechos fundamentales, en caso de llegar a la Moncloa, no cejaría en su empeño por acabar con la gran mayoría de las conquistas democráticas y sociales alcanzadas a lo largo de estos 40 años; y, por si hiciera falta añadirlo, contra las que están ahora por llegar, como el derecho a una muerte digna que nos han vuelto a reclamar hace pocos días María José y su compañero Ángel, sometido ahora, por cierto, a una escandalosa investigación judicial bajo la sospecha de “violencia de género”.

Sólo el movimiento feminista está demostrando su capacidad de resistir el reflujo del ciclo 15M-Podemos y de contrarrestar esta nueva ola reaccionaria con un discurso alternativo y antisistémico, sin por ello menospreciar el papel que están jugando otros movimientos como el de pensionistas o las nuevas formas de sindicalismo social. Paralelamente, pese a la crisis de orientación que afecta a las formaciones políticas independentistas catalanas, manifestaciones como la del pasado 16 de marzo en Madrid, pese a la débil participación procedente de otros lugares, han venido a recordarnos que la capacidad movilizadora de organizaciones sociales como la ANC y Ómnium Cultural no se ha visto debilitada.

Con todo, es ahora el terreno electoral el que pasa a primer plano. No puede sorprender por eso que ante la amenaza que supone el tripartito reaccionario retorne con fuerza la presión por el voto útil al PSOE entre las gentes de izquierda, a la vista del descenso que las encuestas avanzan para Unidas Podemos (UP) y de que esta coalición se ha convertido en los últimos tiempos en fuerza subalterna del gobierno y ha sufrido una profunda crisis interna. Una opción, la del voto al PSOE, que choca una vez más con la disposición de este partido a priorizar la búsqueda de un futuro acuerdo de gobierno con Ciudadanos para cumplir lo que sigue siendo su objetivo principal: asegurar la gobernabilidad del régimen, la “unidad de España” y la fidelidad a las políticas austeritarias de la Unión Europea. Una coalición de gobierno que, si llegara a ponerse en pie, acabaría siendo un corto interregno que facilitaría el camino hacia la hegemonía del bloque de derechas.

Basta leer los “110 compromisos con la España que quieres” del programa electoral del PSOE para comprobar, más allá de la retórica, la ambigüedad y la indefinición en temas fundamentales de la mayoría de sus puntos. Por no hablar de los que faltan en torno a cuestiones fundamentales, como la relativa a Catalunya, ni siquiera mencionada, dando así un nuevo paso atrás respecto a la propuesta defendida en el pasado de caminar hacia un Estado federal y plurinacional.

La tentación gobernista, de nuevo

Es cierto que UP reaparece ahora con un programa de cambio en el que, apoyándose en artículos de la Constitución que reconocen retóricamente derechos sociales básicos, reivindica medidas en el plano socioeconómico, ecológico y feminista que habían sido relegadas a un segundo plano o, simplemente, abandonadas en los últimos tiempos por Podemos. Aun así, las ausencias también son flagrantes: nada, por ejemplo, sobre la exigencia cada vez más extendida de un referéndum sobre la forma de Estado, sobre Catalunya o, al menos, sobre la reforma del Senado basada en un federalismo plurinacional o, en fin, sobre la necesaria derogación de los Acuerdos con la Iglesia católica de 1979. Se reclaman artículos de la Constitución que se han visto vaciados de contenido desde hace ya largo tiempo en el marco de la UE neoliberal, mientras no se tocan otros que siguen sustentando los pilares fundamentales del régimen.

Por otro lado, el escándalo del espionaje a Podemos ha permitido a su líder recurrir a un discurso crítico contra el establishment, dirigido a recuperar a una parte del electorado que le ha ido abandonando en los últimos años. Su credibilidad se ve, sin embargo, mermada por su insistencia en querer cogobernar con el PSOE, sea cual sea la relación de fuerzas entre ambos partidos. Una opción que, de llevarse a cabo y teniendo en cuenta que es descartable una mayoría de UP el 28 de abril, sería suicida para esta formación, (des)vertebrada por un Podemos convertido en un equipo electoral crecientemente burocratizado y monolítico que se vería fácilmente fagocitado por las mismas fuerzas del establishment a las que vuelve a atacar ahora.

La experiencia de Portugal está suficientemente cerca para extraer lecciones y optar por otras fórmulas que, contribuyendo a impedir un gobierno de las derechas, no por ello renuncien a la autonomía de un proyecto político que debería ser alternativo al que continúa representando el PSOE de Pedro Sánchez. Porque, como muy bien se dice en el Manifiesto de un feminismo para el 99%, el camino que deberíamos seguir es el que “nos enfrenta directamente a las dos opciones políticas principales que el capital ofrece ahora. Rechazamos no sólo el populismo reaccionario, sino también el neoliberalismo progresista”.

Sólo desde la autonomía estratégica y táctica se podrá garantizar la entrada en una nueva fase de recomposición de una izquierda que, como se proponía en una reciente declaración de Anticapitalistas, apueste por “elaborar nuevos discursos pero, sobre todo, nuevas estrategias políticas de calado capaces de reorganizar las filas populares, dotarlas de instrumentos de lucha y generar nuevas ilusiones en pos de un proyecto de sociedad soberana”. A lo que me permito añadir, recordando a Javier Muguerza, fallecido este 10 de abril, que entre esos instrumentos el derecho al disenso y, por tanto, a la desobediencia frente a leyes y sentencias injustas, deberá ser, ahora más que nunca, de obligado cumplimiento ético en más de una ocasión.

Todo este panorama a escala estatal se desarrolla en un contexto más general en el que la incertidumbre sobre cuándo llegará la próxima gran recesión sigue caracterizando el impasse en que se encuentra un capitalismo financiarizado en plena “desaceleración sincronizada”, con palabras de la directora del FMI. Una institución que, como siempre, sólo está empeñada en imponer los dictados de una deudocracia que en nuestro caso insiste en exigir una mayor “disciplina presupuestaria” (léase: más contrarreformas de pensiones y laborales). Un escenario al que en el caso europeo hay que sumar el interminable Brexit y el estancamiento del motor alemán en medio de una mayor competencia comercial entre grandes potencias mientras el Sur global sigue empobreciéndose y desangrándose. Procesos todos ellos que no nos pueden hacer olvidar la principal amenaza para la sostenibilidad de la vida en el planeta que supone el cambio climático, reconocido ahora por el propio Banco Mundial únicamente como “el riesgo clave que podría rebajar la potencial producción global en el medio plazo”. Porque, como siempre, la preocupación de la plutocracia global no es la vida, amenazada por el depredador productivismo capitalista, como acertadamente denuncia el nuevo movimiento estudiantil emergente en Europa con sus viernes por el clima, sino el fin del mito del crecimiento.

Jaime Pastor es politólogo y editor de viento sur

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