Llega el verano y las rotativas se tensan. Desde que en 2016 saltara a la palestra mediática el caso de la violación grupal en San Fermín, el sensacionalismo en torno a la violencia sexual parece ser un nuevo tópico de las temporadas estivales. Por todos lados se busca la historia; triunfan aquellas con víctimas menores o varios agresores, claro. Lo atroz y lo monstruoso se vende por fascículos ante un público que lo devora. La dualidad intrínseca a esta proyección mediática es evidente: ¿ayuda a romper el silencio social, rompe el aislamiento, motiva a las mujeres a denunciar… o potencia un efecto llamada ante la sensación de estrellato e inmunidad de los agresores? El morbo que desde hace unos años rodea las narrativas en torno a los asesinatos machistas ha llegado a las violaciones.
La realidad de las violencias sexuales, sin embargo, es mucho más compleja de lo que una pieza de veinte segundos o una columna de media página, aún con la mejor de las intenciones, son capaces de transmitir. Y estas lecturas simplificadas y reduccionistas del fenómeno se alían (conscientemente en ocasiones, de manera involuntaria en otras) con posiciones que, desde las lógicas patriarcales o desde el “feminismo reaccionario”, articulan propuestas políticas problemáticas, peligrosas y limitantes para las mujeres pero de rápido encaje en el sentido común dominante. Detectar estos discursos y combatirlos sin concesiones son dos tareas estrictamente necesarias si queremos seguir ampliando las bases del feminismo y avanzando hacia la construcción de vidas mejores y más libres para todas.
Estos caballos de Troya, que se presentan como coherentes con los postulados feministas pero que no contribuyen sino a hacer retroceder el nivel general de conciencia en cuando a las causas y respuestas a la violencia sexual, son fundamentalmente tres. Mucho se ha hablado ya de los peligros del “feminismo punitivista” o “carcelario”1, y en torno al problemático uso de las imágenes de “jauría” y “manada” para las violaciones grupales esta misma revista acaba de publicar un excelente artículo de Maitena Monroy2. Mi intención aquí es centrarme en el tercer eje de los discursos mediáticos sobre la violencia sexual: el tratamiento del consentimiento.
Hace algunas semanas, menos de un mes después de la sentencia contra los violadores de San Fermines, a la que volveré más adelante, dio comienzo en Manresa el jucio contra seis hombres acusados de violar por turnos a una chica de 14 años. La prensa se frotó las manos: “la manada de Manresa”, les llamaron. Y sin embargo, fue otra cosa la que a algunas nos despertó la alarma: los titulares de los grandes medios parecían haberse puesto de acuerdo con algunos sectores del movimiento feminista para tratar a la denunciante de “niña”. Hay algo perverso ahí, en ese apelativo infantil que pretende despertar compasión pero que resta cualquier capacidad de agencia a la chica afectada. Porque las niñas, los niños, no tienen capacidad de consentir. Yo con 15 años tenía sexo voluntario y habría abofeteado a quien me llamara niña. ¿Habría restado eso credibilidad, motivos para el apoyo, en caso de haber sido violada? Me asusta pensar que sí.
Como feministas, compartimos asambleas y espacios unitarios con chicas de 14 y 15 años a las que reconocemos como iguales, que se organizan en sus centros de estudio, que han levantado dos huelgas estudiantiles y que llenan de pintadas y acciones los barrios de nuestras ciudades. Su categorización como “niñas” es un bloqueo para la acción conjunta, un muro contra la aceptación de la legitimidad de acción y de pensamiento de las adolescentes y las mujeres jóvenes, la construcción de una otredad que poco a poco se va expandiendo hasta que no son niñas ya sólo las de 14 años sino también las de 18, 19 ó 20. ¿Quién pone el límite? ¿Depende quizá de la edad de quién habla? El “tan sólo era una niña”, lejos de despertar empatía, infantiliza a las mujeres que sufren violencia sexual y las condena a un impermeable rol de víctimas, probrecitas a las que hay que salvar y por las que hay que decidir, tal y como esta sociedad hace con las niñas.
Formulada con la intención de dejar constancia de la gravedad de la violación, la asunción como niña de la mujer agredida convierte en imposible que esa mujer quiera tener sexo voluntariamente (no es una mujer, recordemos, sino una niña). Es decir, el problema no es ya que ella no haya dado consentimiento, sino que de facto se asume que es incapaz de darlo. Se anula su agencia, se niega su criterio, se la descarta como individua que valora opciones; lo que se juzga de la violación no es la coerción, sino la edad de ella. Dicho de otro modo: se dibuja a las mujeres jóvenes como seres asexuales, se les arrebata la capacidad de decir que sí.
El pasado 21 de junio se hizo pública la sentencia que, tras tres años de lucha de la afectada y del movimiento feminista, nos daba la razón: la violación en grupo de San Fermines fue violación. Pero el texto, sorprendentemente, iba mucho más allá: definía la libertad sexual como un bien jurídico, señalaba que “no es normal” que una mujer yazca inerte en un intercambio sexual pactado, diferenciaba entre sometimiento y consentimiento y remarcaba que éste tiene que ser explícito3. O, usando el lenguaje del movimiento: si no es buscado, voluntario, no coaccionado y consensuado, es violación. Y la radicalidad de esto consiste, precisamente, en que de manera implícita nos reconoce a las mujeres la capacidad de buscarlo, de quererlo, de acordarlo. Nos saca de la cárcel de la proyección infantil y nos devuelve nuestra agencia. Nunca más objetos pasivos, nunca más menores de edad.
Nos toca estar alerta ante los caballos de Troya. Ninguna respuesta feminista a la violencia sexual puede pasar por la infantilización y victimización de las mujeres jóvenes, por el cercenamiento de nuestra agencia sexual o la moralización de las conductas. Lo hemos aprendido a golpes en demasiadas ocasiones: ningún ataque pervive sectorializado; cualquier recorte de los derechos y libertades de determinado sector de mujeres (lesbianas y bi, trans, migrantes, precarias, adolescentes) termina por expandirse al resto. Aquí, o nos defendemos entre todas o estamos perdidas. Y en lo relativo a la violencia sexual, el único camino posible pasa por la reivindicación de la propia sexualidad libre, gozosa y dispuesta de todas nosotras. Por comprender que lo que define una agresión no son las circunstancias o el tipo de prácticas sexuales, sino la ausencia de consentimiento explícito. Por construirnos como seres deseantes, anhelantes, dueñas de nuestra sexualidad, con capacidad para decir no y para decir que sí. No hay atajos: o construimos un feminismo prosex, un feminismo con una visión positiva y celebrante del sexo, o acabaremos cayendo en la trampa de la moral y el castigo.
Julia Cámara forma parte de la redacción de la web viento sur
Notas
1/ Algunos artículos al respecto son https://ctxt.es/es/20180627/Firmas/20437/nuria-alabao-antipunitivismo-la-manada-teoria-procarcelaria.htm; https://www.elsaltodiario.com/manada/feminismo-no-es-punitivismo; https://arainfo.org/las-carceles-no-son-feministas/
2/ https://vientosur.info/spip.php?article15014
3/ El texto completo de la sentencia, en https://www.lasexta.com/noticias/sociedad/consulta-la-sentencia-integra-contra-la-manada-no-existio-consentimiento-por-parte-de-la-victima-video_201907055d1f229b0cf2c1aa321b465c.html