La actividad intelectual de Marx -que se fusionó pronto con su actividad práctica y que continuaría hasta el final de su vida- partió de la necesidad de la emancipación humana. Fue, en este sentido, un producto de las ideas de libertad que habían estado irrumpiendo en diversas formas en Europa y América desde la Ilustración o, más exactamente, desde la Reforma a través de la Revolución Francesa y sus herederas, las corrientes demócrata revolucionarios de los años veinte y treinta, la juventud hegeliana y los primeros grupos socialistas. Se resume en la exigencia de "echar por tierra todas las relaciones en que el hombre sea un ser humillado, sojuzgado, abandonado y despreciable" (Contribución a la crítica de la filosofía de derecho de Hegel).

A lo largo de toda su vida, Marx se mantuvo fiel a este objetivo de emancipación. No lo abandonó ni en su transición de la democracia pequeñoburguesa a la democracia proletaria y al comunismo, ni en la elaboración de la teoría del materialismo histórico ni en su compromiso con la praxis revolucionaria.

Lo encontramos en todas sus obras principales, así como en las de Friedrich Engels, desde el Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte, los Gründrisse y El Capital hasta La guerra civil en Francia y la Crítica del Programa de Gotha[1]. Esta exigencia se plantea, por así decirlo, como un a priori de la actividad científica y política. Maximilien Rubel la denomina exigencia moral (Maximilen Rubel, Karl Marx: Ensayo de biografía intelectual, 1957). Otros hablan de un axioma filosófico. En cualquier caso, esta posición de principio basta para hacer absurdo el reproche formulado por tantos críticos de Marx, según el cual el marxismo llegaría a una hipóstasis de la Historia[2]. Marx se burló más de una vez de quienes veneraban sus cadenas, simplemente porque habían sido forjadas por la Historia.

Parece más apropiado hablar de un punto de partida axiomático que puede expresarse en la fórmula: sólo el hombre es la meta suprema del hombre (la expresión "hombre" se refiere obviamente a toda la humanidad, no sólo al género masculino). Esta fórmula tiene una base antropológica. Un marxista ortodoxo, es decir, el que actúa según el espíritu de Marx, sigue comprometido con la obligación de luchar contra todas las relaciones sociales inhumanas. Sólo puede liberarse de esta obligación si se demuestra que las relaciones inhumanas favorecerían la humanización del hombre, aunque se le presente como malvado, agresivo, manchado por el pecado, lo que es evidentemente absurdo. El hecho de que el infierno se traslade de la nada a la tierra no es motivo para instalarse cómodamente, ni para proclamar que es una etapa transitoria necesaria hacia el paraíso. Millones de personas no lo aceptarían de todos modos, ni psicológica ni prácticamente. Experimentan el infierno como el infierno. Ninguna mistificación puede impedir que a la larga se rebelen contra este infierno. Es un deber elemental luchar junto a ellas contra cualquier condición inhumana. Esta es la obligación que guio a Marx durante toda su vida. Debería guiarnos a todos.

Lejos de liberarnos de esta obligación, la teoría del materialismo histórico y la opción a favor del proletariado en el curso de la lucha de clases en la sociedad burguesa le dan una base adicional. Esta teoría científica afirma que la historia de todas las sociedades civilizadas ha sido hasta ahora, y sigue siendo, la historia de la lucha de clases; y ésta gira en torno a los intereses materiales (la división del producto social en producto necesario y sobreproducto). En última instancia, reduce los ingresos y los privilegios de las clases dominantes -así como la propia dominación- al plustrabajo extraído de las y los productores, así como a la consiguiente lucha por el aumento o la disminución de este plustrabajo. Establece que esta división de la sociedad en clases es una etapa transitoria ineludible de la historia, impuesta por el insuficiente desarrollo de las fuerzas productivas. Sin un desarrollo suficiente de estas fuerzas productivas, es inalcanzable una sociedad sin clases verdaderamente humana basada en la satisfacción de las necesidades. La teoría del materialismo histórico también lleva a la conclusión paralela de que las clases explotadas se rebelan periódicamente contra sus explotadores, e incluso aspiran al advenimiento de esta sociedad sin clases, pero que este objetivo no puede alcanzarse sobre la base de las relaciones precapitalistas o del capitalismo incipiente, por razones que tienen que ver con la ausencia de una base material y, por tanto, también espiritual y moral, suficientemente desarrollada.

Esta teoría concluye que, como resultado del desarrollo de gigantescas fuerzas de producción, el capitalismo moderno crea, por primera vez en la historia, la base posible para una emancipación total, es decir, para una sociedad sin clases. Esta emancipación presupone la abolición de la propiedad privada, de la producción de mercancías (de la economía de mercado) y de la competencia, de la tendencia al enriquecimiento privado y el egoísmo universal que son sus consecuencias. La realización de este objetivo sólo es posible si la lucha socialista (comunista) por esta sociedad sin clases se encuentra con la lucha real de una clase que tiene un interés material en ello, que está moralmente preparada para ello y que está socialmente inclinada hacia ello; es decir, una clase que es potencialmente capaz de paralizar el conjunto de la vida económica si decide hacerlo y de tomar en sus manos la organización de la producción por los propios productores asociados.

Esta clase es el proletariado moderno, la clase sometida al trabajo asalariado, la clase que está preparada para esta tarea por su posición en la sociedad burguesa y por el desarrollo del capitalismo con todas sus contradicciones, pero también por su capacidad de organización colectiva y el sentido de la solidaridad, que su experiencia del capitalismo puede inculcarle.

La fórmula de Marx de que la emancipación del proletariado representa la emancipación de toda la humanidad no debe conducir a la idea errónea de que, según él, la emancipación del proletariado conduciría automáticamente a la emancipación de toda la sociedad, o que la sustituiría. El apasionado apoyo de Marx a la emancipación de los esclavos negros americanos o de naciones oprimidas como Polonia e Irlanda, su identificación con el levantamiento de los Tai-Ping en China o de los cipayos en la India[3] -estos grupos sociales no podían incluirse en el concepto de proletariado- bastan para zanjar el debate.

La emancipación proletaria es la condición previa absoluta para la emancipación universal. Pero sólo es una condición para ella, no la sustituye. Si el desarrollo histórico demostrara, por ejemplo, que los partidos que actúan en lugar de la clase obrera crearan nuevas formas de explotación, nuevas situaciones inhumanas, entonces habría que combatirlas sin piedad, exactamente igual que en el caso de las situaciones propias del capitalismo o de las sociedades precapitalistas, incluso si se considerara esta explotación y opresión socialista como históricamente progresiva en relación con el capitalismo. Esta conclusión está en consonancia con el pensamiento de Marx, aunque, por lo que sabemos, nunca se expresó explícitamente sobre este problema. Este juicio se desprende del propio concepto de progreso tal y como se desprende del conjunto de la obra de Marx, un concepto dialéctico y no mecanicista, bidireccional y no lineal.

Como materialistas consecuentes, Marx y Engels desarrollaron un instrumento para medir el progreso material de la humanidad: el grado de desarrollo de las fuerzas productivas, medible por la productividad social media del trabajo. En este sentido, es perfectamente correcto hablar de formaciones sociales progresivas o juzgar, sobre la base de este criterio, los modos de producción sucesivos como progresivos o retrógrados. Cuando, en un conocido pasaje del Anti-Dühring, Engels afirma que la antigua esclavitud tenía un carácter progresivo, porque sin ella no habría sido posible el gran florecimiento del arte, la filosofía y la ciencia antiguos, este juicio sigue estando, a la luz de los conocimientos actuales, científicamente fundado.

Pero Marx y Engels nunca extrajeron de esta definición materialista del concepto de progreso la conclusión de que las revueltas de las clases sociales explotadas y oprimidas en las sociedades precapitalistas o en el capitalismo naciente estuvieran dirigidas contra el progreso. Por el contrario, se pusieron del lado de los levantamientos de esclavos contra la esclavitud, de las revueltas campesinas en el antiguo modo de producción asiático, de las jacqueries en la Edad Media, del campesinado en las guerras campesinas alemanes del siglo XVI, de los obreros sublevados y los asaltantes de maquinas en el capitalismo naciente. Sin ignorar ni negar las escasas posibilidades históricas o la falta de resultados históricos de estas luchas, vieron la justificación de estas revueltas en la justificación universal de toda lucha humana contra condiciones inhumanas.

Por otra parte, la continuidad histórica de la lucha contra la explotación social crea una poderosa tradición de lucha y organización, así como de pensamiento, ideales, sueños y esperanzas revolucionarias, de la que se nutre profundamente la lucha proletaria para su propia emancipación, de la que procede incluso inmediatamente y sin la cual su desarrollo habría sido incomparablemente más lento y difícil de lo que fue en realidad. Un país sin tradiciones revolucionarias preproletarias es un país en el que el movimiento obrero político florecerá con una dificultad sin precedentes[4].

En el análisis del maquinismo desarrollado en el Libro I de El Capital, se destaca especialmente este doble significado del concepto del progreso. Frente a las críticas románticas, superficiales y moralizantes del capitalismo, Marx subraya con audacia y acierto el gigantesco progreso material del maquinismo, su enorme potencial para emancipar a los seres humanos de la obligación del trabajo forzoso. En la era del inicio de la automatización, del desarrollo de la microelectrónica y de los robots, estas afirmaciones resuenan de forma sencillamente profética. Pero volviéndose simultáneamente contra los cínicos o ciegos apologistas de la sociedad burguesa, Marx subraya la diferencia entre potencialidad y realidad, destaca las consecuencias inhumanas del maquinismo en el capitalismo (cf. hoy, por ejemplo, el efecto de desarrollo del desempleo ejercido por los procesos de automatización y de reestructuración productiva). Subraya el uso específicamente capitalista del capital fijo y del sistema fabril, la forma capitalistamente determinada de la tecnología y la industria, que sólo puede desarrollarse socavando y destruyendo potencialmente las dos fuentes de la riqueza humana: la naturaleza y la fuerza de trabajo. Dado que el trabajador o trabajadora en el capitalismo, por muy progresista que sea en relación con el feudalismo, es una persona disminuida, alienada, esclavizada y despreciada, su rebelión contra esta situación es, en consecuencia, tan progresista como el propio capitalismo. Esta rebelión es un movimiento histórico que estimula a su vez el progreso económico y social, aunque no conduzca inmediatamente, ni siquiera a medio plazo, a una abolición real de las situaciones inhumanas. Y lo que para Marx está claro sobre el capitalismo (y las sociedades precapitalistas) se aplica perfectamente a las sociedades postcapitalistas.

Imperativo científico e imperativo emancipador
El desarrollo del socialismo científico (por oposición al socialismo utópico) como ciencia tiene su propia coherencia interna, que no es necesariamente idéntica a la lógica de la emancipación. La ciencia sigue un enfoque rigurosamente objetivo. No puede someterse a ningún proyecto extracientífico. Recopila, examina, ordena e interpreta datos de los que, en primer lugar, debe apropiarse. Se esfuerza por comprenderlos, explicarlos y definir su evolución futura. Sin degradarse hasta la insignificancia, no puede hacer desaparecer los datos, oscurecerlos o falsificarlos, ni barrer bajo la alfombra los hechos desagradables y las evoluciones inapropiados.

La ciencia nunca trabaja con una certeza absoluta. Formula hipótesis teóricas que siempre deben volver a probarse a la luz de nuevos datos y desarrollos. Es fundamentalmente dudosa, como cuando, de forma sucinta, dijo Marx al preguntarle cuál era su lema favorito: de omnibus est dubitandum. No hay el menor atisbo de dogmatismo en este estado de ánimo y en este planteamiento, aunque la duda sólo concierne a los resultados (siempre provisionales) de la investigación y no a la potencial verdad contenida en la propia investigación. Estos resultados, juzgados según sus secuencias prácticas y a la luz de sus presupuestos, deben ser constantemente confirmados o modificados por la investigación en curso. Se trata, pues, de una duda optimista, basada en las ilimitadas posibilidades de la praxis social humana ("la segunda naturaleza del hombre"), que, en última instancia, al igual que la tendencia a la emancipación, remite a sus fundamentos antropológicos primarios.

Cualquier teoría científica puede ser parcial o totalmente errónea, basándose en datos descubiertos o revelados posteriormente. Nunca hay que llegar a conclusiones prematuras, sino preguntarse si los datos son provisionales o más o menos definitivos (cf. la falsa conclusión que algunos sacaron en los años 50 y principios de los 60, basándose en la larga fase de prosperidad de la posguerra, de que el capitalismo tardío había superado definitivamente el peligro del desempleo masivo y que las crisis de sobreproducción ya no eran inmanentes a la sociedad burguesa)[5]. El rigor científico no significa impresionismo. El cuestionamiento de conocimientos parciales nunca podrá llevar a conclusiones científicas válidas si no implica también asumir la responsabilidad de las consecuencias de dicha revisión para el conocimiento global (ya se refiera a la época histórica, ya al modo de producción, a una clase social, a un fenómeno histórico como el Estado, etc.).

La diferencia entre la auténtica ciencia (incluido el socialismo científico) y el positivismo puro o el empirismo no radica en que la primera desprecie los datos empíricos y la segunda los tenga en cuenta. Reside en el movimiento permanente de la ciencia para buscar una comprensión que se caracterice por la coherencia interna, para tomar los datos importantes en su conjunto, en particular por el descubrimiento de su estructura interna y de sus leyes de desarrollo. El empirismo se caracteriza por su ceguera ante este problema y la superficialidad de su enfoque. El positivista sólo reconoce en la ciencia económica lo visible inmediato (precios, rentas, etc.) y considera que una teoría del valor, como la teoría del valor trabajo, que se plantea la cuestión de lo que determina y regula la dinámica de los precios a largo plazo, es "dogmática" y, por tanto, "no esencial". Ningún investigador de las ciencias naturales se atrevería a abordar los datos de la física o la biología de la misma manera superficial. Además, el positivista a menudo se cae de bruces incluso con respecto a lo inmediatamente legible cuando se enfrenta de repente a fenómenos imprevistos (por él) que cambian radicalmente su campo de visión, como la repentina subida del precio del oro en los últimos años. Este incremento se explica entonces simple y tautológicamente por la inflación, y no está relacionada con la dinámica diferenciada a largo plazo de la productividad media del trabajo en la minería del oro, por un lado, y en la industria y la agricultura, por otro (es decir, con el desarrollo económico general, cf. Mandel, El capitalismo tardío, cap. 16).

Marx era un erudito en el sentido más serio de la palabra. Basó su teoría científica, ya fuera de la economía (teoría del valor, teoría de la plusvalía, teoría del dinero, teoría del capital, teoría de los salarios, teoría de las leyes de evolución del modo de producción capitalista, teoría de las crisis, etc.), de la sociología o de la historia (teoría del materialismo histórico, teoría de las clases, del Estado y de la revolución, etc.), en un estudio meticuloso de todos los datos disponibles de la ciencia de su época. Como él mismo dijo, no hay nada más despreciable que el pseudocientífico que, para demostrar una tesis, oculta datos importantes o niega los hechos.

La principal fuerza del socialismo científico reside en que plantea un objetivo emancipador -la liberación del proletariado, del trabajo y de la humanidad en su conjunto de todas las condiciones indignas de la humanidad- como surgido del movimiento real de la sociedad y de la historia.

De las contradicciones internas del modo de producción capitalista, científicamente establecidas y atestiguadas por dos siglos de historia, contradicciones que ningún Estado, ninguna religión, ningún terror, ninguna sociedad de consumo puede eliminar, resulta, por una parte, una cadena de crisis sistémicas sucesivas en las esferas económica, social, cultural, política, militar, moral e ideológica, plenamente confirmada por el desarrollo histórico real. Por otro lado, existe una tendencia histórica hacia la organización del trabajo asalariado, uno de los presupuestos más importantes derivados del análisis marxista de la sociedad capitalista en particular. Sólo hay que buscar cuántas personas asalariadas estaban organizados en el mundo en 1847-48, cuántos en 1900, cuántos en 1948 y cuántos en la actualidad, para reconocer la exactitud de esta afirmación (¿quién sino Marx previó esto a mediados del siglo XIX?). No existe hoy ningún país en el mundo, ni siquiera la isla más pequeña del Pacífico, en las que exista el trabajo asalariado sin el resultado inevitable de una lucha de clases elemental entre el capital y el trabajo, sin que las y los asalariados intenten crear organizaciones elementales de autodefensa y de lucha.

La caída del capitalismo, la transición a una sociedad sin clases, la sustitución del régimen de coacción del trabajo por la libre asociación de las y los productores pueden ser los frutos de esta autoorganización y de esta ineludible y elemental lucha de clases del proletariado moderno. Así, el proyecto emancipador acoge, por primera vez en la historia, un sujeto revolucionario que posee las capacidades objetivas y subjetivas para hacerlo realidad. No es necesario insistir más en que se trata sólo de una posibilidad y no de algo inevitable. De lo contrario, la actividad de los socialistas en la educación, la organización, el estímulo de la conciencia de clase, la organización y la lucha de clases, que iniciaron los propios Marx y Engels, sería en gran medida inútil y en todo caso no sería fundamental.

El hundimiento del capitalismo es inevitable: ésta es la única certeza que se desprende del análisis marxiano de las contradicciones internas del sistema. Tras dos guerras mundiales, dos grandes crisis económicas, la de 1929-33 y la actual, nos parece una tendencia poco discutible. Pero este colapso puede conducir a dos resultados completamente opuestos: avanzar hacia el socialismo o retroceder a la barbarie. Tras la experiencia de Auschwitz e Hiroshima, en la era de la carrera armamentística nuclear y de la creciente amenaza para el ecosistema, no se trata de una fórmula propagandística, sino de un peligro real claramente definido.

La pertinencia del proletariado (y de la revolución proletaria) como sujeto revolucionario se basa en una serie de premisas de carácter científico igualmente confirmadas; la polarización de la sociedad entre la gente asalariada, por una parte, y un número cada vez menor de grandes, medianos y pequeños capitalistas que explotan el trabajo asalariado, por otra; la tendencia de los trabajadores y trabajadoras asalariadas a convertirse en la inmensa mayoría de la población trabajadora (ya más del 90% de la población trabajadora en EE UU, Gran Bretaña y Suecia); la tendencia a su homogeneidad interna en términos de ingresos, nivel de vida, condiciones de trabajo, el progreso de su organización sindical y el aumento de la amplitud de sus luchas de masas que se manifiestan al menos periódicamente.

Hasta aquí, el proyecto emancipador y los resultados del análisis científico de la evolución de la sociedad burguesa prácticamente se superponen a la perfección. A partir de este punto, pueden bifurcarse.

Si en lugar de una mayor maduración de las condiciones objetivas de la revolución socialista se produce una creciente putrefacción de estas condiciones; si se pone de manifiesto que a largo plazo (dejando a un lado los altibajos cíclicos), en la mayoría de los Estados capitalistas altamente industrializados, cuando no en todos, el número de personas asalariadas deja de crecer y disminuye, que su peso en la sociedad se reduce cada vez más, que su capacidad para paralizar eficazmente la economía y, por tanto, para tomarla bajo su dirección y gestionarla, disminuye constantemente, que el grado de organización retrocede (que, por ejemplo, en el año 2000 hay menos personas sindicadas que en 1948 o incluso que en 1900); que su capacidad de lucha disminuye y esto desde hace décadas, entonces debemos sacar la conclusión de que la construcción de una sociedad socialista sin clases se ha vuelto imposible. La recaída en la barbarie sería entonces inevitable. Porque nadie ha demostrado hasta ahora que exista en la sociedad actual un sujeto revolucionario distinto del proletariado que sea capaz, tanto desde el punto de vista de su poder objetivo como de sus intereses subjetivos y de su conciencia de clase, al menos potencial, de derrocar al capitalismo y construir una sociedad sin clases, sin propiedad privada, sin producción de mercancías, sin dinero, sin tendencias al enriquecimiento privado, sin competencia y sin Estado nacional soberano.

Aún no se ha aportado la prueba científica de que el socialismo sea imposible. Esta hipótesis no está avalada por la historia. Los datos empíricos no la confirmarían hasta dentro de muchas décadas. Pero, incluso si se corroborara esta hipótesis, no conduciría en absoluto a la extinción de las aspiraciones de emancipación. Hace dos mil años, los esclavos se sublevaban periódicamente contra la esclavitud, aunque en las condiciones de la época esto no podía conducir a la construcción duradera de una sociedad de hombres libres. Si en el futuro volvemos a caer en una sociedad bárbara, volverán a producirse revueltas contra la esclavitud y todas las demás condiciones inhumanas. Entonces sería el deber elemental de los marxistas luchar codo con codo con la ente esclava, clarificar sus objetivos de lucha, estructurar sus formas de lucha de la manera más eficaz posible, endurecer su voluntad de lucha, convertir en llama toda chispa de rebelión contra el envilecimiento, la degradación, la opresión, la explotación, la tortura... y esta revuelta es inevitable. Esto es lo que nos enseña toda la historia de la humanidad. Incluso si la ciencia demostrara que el socialismo científico, en su objetivo de lucha, ha conducido a una utopía y a un proyecto inalcanzable, seguiría fertilizando y estimulando las luchas elementales por la emancipación parcial y temporal de la humanidad explotada y oprimida. Incluso en este caso extremo -que creemos que no se realizará- Marx no habría pensado, buscado, descubierto y luchado en vano.

En un conocido pasaje de su prefacio a El capital financiero, Rudolf Hilferding llevó hasta la paradoja la tesis de la separación entre ciencia y compromiso socialista. Karl Korsch le respondió muy duramente en este sentido, en lo fundamental con razón, si bien en parte torció demasiado el palo en la otra dirección[6].

No hay nada que merezca la definición de ciencia proletaria. Sólo hay ciencia, que obedece únicamente a sus propias leyes, al margen de cualquier determinación directa de clase. ¿Qué otra cosa sería la ciencia en una sociedad sin clases? Sin duda, especialmente en las ciencias sociales (mejor: en las humanidades, en todas las ciencias que tratan aspectos de la existencia humana, incluidas la psicología y la medicina), los hombres y mujeres que realizan trabajos científicos en una sociedad de clases son hombres y mujeres socialmente determinados. Su pensamiento no sólo tiene una fuente científica pura, sino que se basa en presupuestos condicionados por la sociedad de clases. Por lo tanto, a menudo llevan anteojeras condicionadas por la sociedad en la que trabajan[7]. En la medida en que éste sea el caso (es decir, si puede demostrarse empírica y prácticamente; si no, se trata también de un prejuicio ideológico que refleja una falsa conciencia), sus pensamientos no son plenamente científicos, sino sólo parcialmente, y la o el investigador científico tiene que separar el grano científico de la paja ideológica. En otras palabras: no existe una ciencia burguesa. Hay científicos y científicas que son al mismo tiempo ideólogos burgueses. En la medida en que su actividad es científica, no es burguesa. En la medida en que es burguesa, no es científica.

Sería cuando menos problemático suponer que una persona científica atrapada en la ideología burguesa en la que está enredada, atrapada en el universo de pensamiento burgués, en los valores y prejuicios burgueses, hubiera sido capaz de elaborar una teoría completa y rigurosamente científica de la plusvalía, de las clases y del Estado. No se trata más que de un objeto de especulación abstracta. La historia ha demostrado que no ha sido así. La experiencia empírica demuestra que sólo la ruptura total con la sociedad burguesa, su ideología, sus valores y sus formas de pensamiento, hizo que Marx y Engels pudieran tomar una posición clara y total a favor del proletariado. Y sólo a partir de este compromiso con el proletariado, y sobre la base de la experiencia de la lucha de clases real del proletariado, fueron capaces de desarrollar una teoría rigurosamente científica de la plusvalía, las clases y el Estado.

En este sentido, existe un vínculo dialéctico indestructible entre ciencia y emancipación y, por tanto, también entre emancipación y ciencia, al menos en la sociedad de clases. Las ciencias sociales pueden empezar a desarrollarse independientemente de cualquier proyecto emancipador. Pero hasta ahora sólo el marxismo, unificando la ciencia social y el proyecto de emancipación, ha sido capaz de desarrollar una ciencia coherente que cuestione radicalmente todas las condiciones sociales inhumanas, explicando sus orígenes, su naturaleza profunda, su evolución y las condiciones de su decadencia.

Realpolitik y eficacia revolucionaria
En cierto sentido, las Tesis sobre Feuerbach de Marx, que aparecen como conclusión de La ideología alemana, representan el nacimiento del marxismo. Culminan con la famosa fórmula: "Los filósofos sólo han interpretado el mundo de diferentes maneras; lo que importa es transformarlo". Con esta fórmula, el pensamiento de Marx pasa de un proyecto de emancipación vagamente determinado antropológicamente a un compromiso práctico y político con la realización de tareas históricas precisas. El mundo sólo puede cambiar mediante la acción de hombres y mujeres concretos, tal como existen realmente: hombres y mujeres condicionados por su existencia social, ligados en la sociedad burguesa (como en cualquier otra sociedad de clases) a clases sociales específicas. La tarea práctica de abolir la esclavitud de la humanidad se transforma así en la tarea práctica de la política de clases: definir las condiciones en las que una o varias clases sociales pueden hacer efectiva la emancipación de la humanidad.

Así, mientras que la emancipación puede separarse marginalmente de la ciencia -es decir, seguiría siendo un proyecto aunque la ciencia demostrara que no es plena y sosteniblemente realizable- nunca puede, para Marx o para un marxista, separarse de la política, como tampoco puede separarse la política de ella, al menos si utilizamos el concepto de política en el sentido más amplio: cualquier actividad que desemboque en una acción colectiva para un cambio en el Estado y la sociedad hasta la realización de la sociedad sin clases y la desaparición total del Estado. Porque cualquier actividad emancipadora no política es sólo siempre una actividad emancipadora de individuos o de pequeños grupos, que por lo tanto sigue siendo elitista y niega en la práctica la posibilidad de la autoemancipación de las amplias masas, aunque se base en la propaganda a través de la acción.

La experiencia histórica ha demostrado que sólo la actividad revolucionaria de las amplias masas, en situaciones prerrevolucionarias o revolucionarias, permite a los hombres y mujeres eliminar radicalmente todas las situaciones de sometimiento y, al hacerlo, transformarse radicalmente a sí mismos[8]. Esta es la actividad de la política revolucionaria, que debe prepararse sistemáticamente y a largo plazo mediante una acción continua y, por tanto, mediante una organización continua, incluso en tiempos no revolucionarios. Y todo lo que va más allá de las aspiraciones de emancipación individual o de pequeños grupos (que, en la sociedad burguesa, están en cualquier caso condenados al fracaso), todo lo que concierne a la emancipación colectiva, es política emancipadora, socialista, revolucionaria.

En general, el criterio de la praxis se presenta como un medio para juzgar la naturaleza socialista de la política, la política que se desprende del socialismo científico. Este criterio es válido porque sólo la praxis puede decidir si una actividad política determinada ("estrategia y táctica", por utilizar estos conceptos bastante manidos) y sus supuestos científicos subyacentes ("análisis y perspectiva") nos acercan al objetivo, es decir, son eficaces. No hay otra forma de juzgar una política determinada que examinar sus resultados. El criterio de la praxis se basa, pues, en el criterio de la eficacia orientada al objetivo.

Pero, ¿cuál es este objetivo y con qué criterio debe medirse la eficacia? Aquí ya nos enfrentamos a grandes dificultades conceptuales y analíticas. ¿Es el objetivo simplemente el siguiente paso adelante? Pero, ¿y si este siguiente paso, una vez logrado, resulta ser un obstáculo mayor en el camino hacia el siguiente paso de lo que se suponía?

¿Es la meta simplemente el cambio de circunstancias o, simultáneamente, la automodificación del sujeto revolucionario, con el fin de escapar a la contradicción entre el materialismo mecanicista y el voluntarismo subrayada por la tercera tesis sobre Feuerbach? ¿Debe situarse el siguiente paso adelante al mismo nivel que la realización del objetivo final, o debe subordinarse a él? Esto plantea el complejo problema de la reforma y la revolución, del programa mínimo y máximo y de las categorías mediadoras de la transición, de los objetivos de transición (soluciones, programa de transición). Como sabemos, el movimiento obrero internacional lleva casi un siglo dividido sobre las respuestas a este problema. No parece que, hasta ahora, la praxis política haya llegado a una conclusión decisiva para poner fin a esta controversia de una vez por todas.

Hasta ahora, la política marxista siempre ha considerado irrealista e inviable el rechazo total de las maniobras, las tácticas, los compromisos y las retiradas temporales. Significaría enfrentarse con las manos desnudas a un adversario poderosamente armado. Pero lo contrario también es cierto. Las tácticas ilimitadas, las tendencias ilimitadas al compromiso, las maniobras sin principios, las retiradas prolongadas, la acomodación fatalista a la relación de fuerzas (que siempre parece desfavorable), el abandono total de la autoactividad, de la iniciativa, de la propia acción de clase, no conducen a ninguna parte, es decir, no nos acercan ni un milímetro a la meta y producen derrotas duras y duraderas.

La política marxista tiene poco en común con el maquiavelismo puro, es decir, con la Realpolitik vulgar, aunque sólo sea porque el objetivo de la emancipación no es un objetivo limitado, sino radical: derrocar todas las relaciones en las que se encuentra el ser humano como ser disminuido, alienado. Lenin, Trotsky, Rosa Luxemburg y muchos otros políticos marxistas han planteado, de manera estricta y precisa, la tesis de que sólo conducen a la meta aquellos medios, tácticas, compromisos, maniobras, que no disminuyen, sino que elevan, el nivel general de la conciencia de clase del proletariado, su espíritu revolucionario, su voluntad de lucha, la confianza en sí mismo y su capacidad de vencer[9].

Desde este punto de vista, la fórmula utilizada por muchos marxistas de la unidad de fines y medios es, cuando menos, imprecisa y, por tanto, errónea. Presupone una unidad mecánica cuando se trata de una unidad de contrarios que debe juzgarse por los resultados en un plazo variable. Algunos medios pueden no conducir al objetivo histórico porque lo contradicen (porque, citando de nuevo la fórmula leninista, rebajan la conciencia de clase media o general de los trabajadores, aunque logren un objetivo coyuntural). Otros medios, que conducen a éxitos parciales y coyunturales, tienen repercusiones a largo plazo tan desastrosas que nadie habría recurrido a ellos de haberlos conocido antes (por ejemplo, las repercusiones a largo plazo de la colectivización forzosa de la agricultura por Stalin en el comportamiento social del campesinado ruso que, a día de hoy, es decir, medio siglo después, aún no se han superado).

La mayoría de las veces, lo que se esconde tras los atajos pseudo realistas de los políticos que se proclaman marxistas no es sólo una pronunciada ceguera ante determinados problemas, sino también una asombrosa incapacidad para llevar a cabo un análisis científico crítico. Cuando, por ejemplo, Rudolf Hanke escribe que la industrialización acelerada de Rusia a finales de los años veinte sólo fue posible gracias a la burocracia (cf. Correspondencia Brandler-Deutscher, en Unabhängige Kommunisten, Berlín, 1981), se trata de una mera declaración de principios: en absoluto de un juicio científico bien fundado, a menos que se caiga en el historicismo apologético según el cual todo lo que sucedió estaba destinado a suceder (según la misma lógica, Hitler habría sido la única salida posible de la crisis de la República de Weimar o de la crisis económica alemana de 1930-33).

El marxismo, por el contrario, ve la historia, en la mayoría de las situaciones, como un abanico limitado de posibilidades. Cambios relativamente menores en las relaciones de poder económicas, sociales, políticas y organizativas entre las diferentes clases, capas sociales y fuerzas políticas pueden producir resultados totalmente diferentes. De lo contrario, repitámoslo, la política revolucionaria carecería de sentido y sería en gran medida una pérdida de tiempo.

Nadie ha dado hasta ahora pruebas de que una acumulación socialista primitiva extendida a lo largo de la década 1923-1933, (en lugar de concentrarse en los años 1928-1932) como proponía la Oposición de Izquierda con sus grandes expertos económicos Preobrazhensky y Pyatakov, hubiera sido imposible o no hubiera conducido a resultados totalmente diferentes. Tal variante de la acumulación socialista primitiva podría haberse realizado sin colectivización forzosa y sin terror contra el campesinado (con sólo una tributación soportable para el campesinado rico y los comerciantes privados) y, sobre todo, sin disminución del nivel de vida de los trabajadores y trabajadoras, es decir, sin las terribles tensiones sociales de los años 1930-33 que condujeron al terror de masas y a la Jezhovshchina. Una industrialización de este tipo se habría apoyado, desde un punto de vista sociopolítico, en la masa trabajadora y no en la burocracia. Habría podido conducir a una reactivación de la democracia de los consejos y no a la dictadura totalitaria de la burocracia.

El problema de las variantes políticas no sólo conduce a la comprensión del necesario pluralismo político en el movimiento obrero, precisamente porque sólo la praxis puede demostrar quién tiene razón y quién se equivoca (ni el partido, ni el comité central, ni el presidente, ni el secretario general tienen "siempre razón; sólo el pluralismo garantiza una rápida corrección de los inevitables errores), es decir, conduce a la comprensión del vínculo orgánico entre la democracia socialista proletaria y la construcción del socialismo, que no representa una obligación ética sino eminentemente política. También culmina en la famosa frase de Friedrich Engels, en una carta a August Bebel: "El partido necesita la ciencia socialista, y la ciencia socialista no puede vivir sin libertad de movimiento".

En otras palabras: la autonomía de la ciencia, la libertad de la ciencia para exponer brutalmente las contradicciones de una situación dada y sus desarrollos, sin embellecer ni glosar nada que no convenga al partido, basándose en criterios de verdad firmemente científicos y en contenidos estrictamente científicos, no es un lujo para tiempos mejores. Es la condición previa absoluta para una política verdaderamente socialista. Esto no debe entenderse en el sentido de que las personas cultas y competentes deban dictar la política socialista a las masas incultas. Por el contrario, debe entenderse en el sentido de proporcionar a estas últimas todos los elementos de análisis indispensables para el proceso de toma de decisiones por las propias masas[10].

Toda esta problemática vuelve así, en última instancia, al tema de la emancipación. La naturaleza particular de la revolución socialista y de la sociedad sin clases, que sólo puede realizarse como un proyecto consciente y no como un desarrollo puramente orgánico de la sociedad burguesa; la naturaleza particular del propio proletariado que, por primera vez en la historia, tiene que cambiar la sociedad partiendo de una situación de clase económicamente dominada, y no de una clase ya dominada económicamente (y que para ello tiene que conquistar el poder político): todo esto significa que este objetivo sólo puede alcanzarse mediante la autoorganización y la autoactividad de las amplias masas proletarias.

Esto no contradice el plan leninista de un partido de vanguardia, hecho necesario por la diferenciación social del proletariado y su conciencia, así como por la discontinuidad de la actividad de las masas. Pero esto implica, como dijo Lenin en 1909, que tal plan sólo puede realizarse en el contexto concreto de una clase social efectivamente revolucionaria, ganada en su mayoría (y no forzada administrativamente) a un programa determinado, a una estrategia determinada, a una política determinada.

Emancipación, ciencia y política se combinan así en todos los niveles del marxismo: en el nivel de la teoría pura; en el nivel de la teoría aplicada; y en el nivel de la praxis política cotidiana. Sólo esta política corresponde a los criterios marxistas y se basa en la elevación de la conciencia de clase, la autoconfianza y la capacidad de acción de las amplias masas. El espíritu del marxismo se resume mejor en la segunda estrofa de la Internacional: "No hay salvador supremo, Ni Dios, ni César, ni Tribuno, Productores, salvémonos a nosotros mismos, Decretemos la salvación común".

Actuel 1983

Al’encontre

Traducción: viento sur

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Notas:

[1] Dos citas bastarán: "Tan pronto como el trabajo en su forma inmediata ha dejado de ser la gran fuente de riqueza, el tiempo de trabajo deja necesariamente de ser su medida y, en consecuencia, el valor de cambio deja de ser la medida del valor de uso. El sobretrabajo de la masa ha dejado de ser la condición para el desarrollo de la riqueza general, del mismo modo que el no-trabajo de unos pocos ha dejado de ser la condición para el desarrollo de los poderes universales del cerebro humano. Esto significa que el flujo de producción basado en el valor de cambio y el propio proceso de producción material inmediato pierden la forma de escasez y contradicción. Es el libre desarrollo de las individualidades, donde el tiempo de trabajo necesario no se reduce a poseer trabajo excedente, sino donde el trabajo necesario de la sociedad se reduce a un mínimo, al que corresponde la formación artística, científica, etc., de los individuos a través del tiempo liberado y de los medios creados para todos ellos" (Manuscritos de 1857-58 (Grundrisse), París, Ed. Soc, Como fanático de la valorización del valor, él (el capitalista) obliga sin piedad a la humanidad a la producción por la producción y, por tanto, al desarrollo de las fuerzas productivas sociales y a la creación de las condiciones materiales de producción que son las únicas que pueden constituir la base real de una forma social superior, cuyo principio fundamental es el desarrollo completo y libre de cada individuo" (Das Kapital, Band I, p. 618, Marx-Engels Werke, traducción ligeramente abreviada en El Capital, Libro 1, volumen 3, p. 32, París, Editions Sociales, 1950 - subrayado de E.M). Qué absurda parece, a la luz de estas citas de innumerables pasajes similares, la manida afirmación de que Marx, los marxistas, los socialistas o los comunistas, querrían transformar a la humanidad en un "hormiguero gris de esclavos del trabajo"...

[2] El mejor ejemplo es Karl POPPER, The Open Society and its Enemies, Londres, 1945.

[3] Por supuesto, esto no significa que Marx y Engels nunca se equivocaran en la cuestión de la emancipación extendida a otros sectores que no fueran la clase obrera. La negativa de Engels a reconocer el derecho a la autodeterminación nacional y a la existencia nacional de los pequeños pueblos eslavos no resiste una crítica objetiva (cf. Roman ROSDOLSKY, El problema de los pueblos sin historia). Esto también se aplica al juicio de Marx de que la pérdida de California por los mexicanos perezoso" fue un paso adelante.

[4] Es interesante observar que los ideólogos reaccionarios antisocialistas, como el disidente ruso Igor Chafarevich (Le Phénomène socialiste, París, 1977), no comprenden la posición marxista a favor de todas las luchas de liberación de las clases sociales explotadas en el curso de la historia, independientemente de que estas luchas tengan o no alguna posibilidad de éxito inmediato. Afirman basarse en principios morales. Pero no parecen comprender que para un marxista sería profundamente inmoral proclamarse neutral ante el levantamiento de los esclavos contra la esclavitud. Pues tal neutralidad implicaría una aceptación de facto de la esclavitud al igual que la negativa a condenar el Gulag implica una aceptación de facto del Gulag.

[5] Podríamos citar a innumerables autores. Baste mencionar a John Strachey, El capitalismo contemporáneo (1956); Ehrenberg, Zwischen Markt und Marx (1974); y Baran y Sweezy, Le capitalisme monopoliste, París, Maspero, 1968. Véase, a contrario, Ernest Mandel, El capitalismo tardío (1972).

[6] "Mostrar cómo se determina la voluntad de clase es, según la concepción marxista, la tarea de la política científica, es decir, de la política que describe las relaciones causales. Al igual que su teoría, la política del marxismo no implica juicios de valor". Y más adelante: "Pero la comprensión de la necesidad del socialismo, no es en absoluto el producto de juicios de valor, ni una incitación a una determinada conducta. (...) Se puede estar perfectamente convencido de la victoria final del socialismo y ponerse al servicio de quienes lo combaten" (El Capital financiero); véase también K. Korsch, Marxismo y filosofía.

[7] El mejor ejemplo es el de uno de los más grandes pensadores de todos los tiempos, Aristóteles, que no pudo liberarse de la ideología de la "no humanidad" de los esclavos (¿deberíamos decir, como los nazis, su "infrahumanidad"?) destilada por la sociedad esclavista en la que vivió.

[8] “Que, tanto para engendrar en masa esta conciencia comunista como para llevar adelante la cosa misma, es necesaria una trans- formación en masa de los hombres, que sólo podrá conseguir- se mediante un movimiento práctico, mediante una revolución; y que, por consiguiente, la revolución no sólo es necesaria porque la clase dominante no puede ser derrocada de otro modo, sino también porque únicamente por medio de una revolución logrará la clase que derriba salir del cieno en que está hundida y volverse capaz de fundar la sociedad sobre nuevas bases (Marz y Engels, La ideología alemana, op. cit. p. 82).

[9] Véase V. I. Lenin, La enfermedad infantil del comunismo, el izquierdismo.

[10] Evidentemente, somos conscientes de que estas fórmulas no bastan para resolver todos los problemas de la táctica política a la luz del marxismo. Pero son indispensables para establecer el marco general en el que se elaboran esas soluciones.

 

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