Al César lo que es del César es el título (traducido al castellano) del libro recientemente publicado por la editorial Intxorta Elkartea y versa sobre el relato de la violencia. El presente artículo es la traducción de algunas de las partes de uno de los capítulos del libro.

ETA se disolvió. Por desgracia, unas pocas armas se han silenciado mientras muchas otras continuarán produciéndose y utilizando; y una parte de la ciudadanía y gentes de la política vasca que tanto se tienen por pacifistas seguirán lucrándose a costa del negocio armamentístico (y de su transporte; tal y como hace el Puerto de Bilbao). Por supuesto, los fondos destinados a la policía y la armada seguirán creciendo y engordando. El gasto militar mundial en 2019 fue de 195 billones de dólares.

Dependiendo del año, de media mueren en torno a 50.000 personas en conflictos armados. Los últimos presupuestos aprobados por la Unión Europea aportan miles de millones de euros en ayuda a las industrias armamentísticas, sobre todo para producir y desplegar drones, robots y todo tipo de armas automatizadas. Y tampoco es baladí el presupuesto de defensa del Estado español (en 2020 se gastó 20.000 millones de euros); ni del Gobierno vasco para armamento de la Ertzaintza (899.998 euros en armamento y municiones en 2019 y 584.430 en pistolas Parabellum en 2018).

Las disputas en torno al relato continuarán; cada cual querrá llevar el agua a su molino. Por un lado, los constitucionalistas haciendo la siguiente lectura: el conflicto en cuestión ha sido una historia que se ha dado entre la democracia y una banda terrorista, en la que al final la democracia ha salido victoriosa. Por otro, la de quienes disentimos con esa tesis, entre otras la de la propia ETA. Si es que esto último es posible, porque tal y como preguntaba el periodista Mikel Asurmendi en Argia, “¿Cuántas ETA ha habido en 6 décadas?, ¿la ETA de hoy acaso ha hablado en nombre de todas las anteriores?”. Bien, pues mi respuesta es que no. Existe una versión ortodoxa, de aquellos que han favorecido la continuación de la organización armada, que no casa con ninguna de las anteriores. La mía sería una de esas versiones anteriores e intentaré argumentar contra las dos tesis hegemónicas.

Me gustaría remarcar que una cosa son mis deseos (poder realizar de una manera pacífica y democrática los cambios necesario y oportunos, tanto en el terreno político como social, medioambiental y de género) y otra muy distinta los del adversario. No debemos olvidar lo cruel y prepotente que es el adversario, ni el inmenso poder del que dispone para manipular y crear relatos. Se tiene por demócrata mientras le conviene, pero no duda en hacer uso de la violencia cuando lo necesita. A decir verdad, el sistema capitalista y los estados democrático-liberales (entre ellos el Estado español) usan la violencia a diario, ante los incidentes del día a día como método de imposición de su modelo. Como afirma Fernández Liria, “Es aterrador que a lo largo del siglo XX no podamos encontrar un solo ejemplo donde tras el triunfo anticapitalista en unas elecciones no se haya dado un golpe de estado o una interrupción violenta del orden democrático”.

No podemos olvidar la República española hundida militarmente por la ofensiva militar de fascistas españoles, italianos y alemanes. El golpe de Estado que abatió al presidente Salvador Allende. Los miles de policías de Margaret Thatcher que persiguieron el movimiento minero. Ciertamente, encontramos miles de ejemplos de proyectos transformadores contra los que las oligarquías han cargado brutalmente; ya fuera a través de boicots o presiones internacionales, o a través de golpes de Estado.

Freud ya advirtió que cuando de violencia social (y no la violencia individual) se trata “se está cometiendo un error de cálculo al olvidar que el derecho era, en un principio, la fuerza bruta y que todavía no puede abstenerse de recurrir a ella”. Y es que, al fin y al cabo, el Estado de derecho es un Estado burgués, al servicio de los intereses de una clase determinada. Un Estado en el que tras duras luchas se han conseguido importantes transformaciones (que no han alterado su naturaleza burguesa aunque sí la han atenuado mediante conquistas sociales), tanto a nivel social como político, económico y jurídico; las que pretenden acabar con el neoliberalismo, justamente.

En el caso de España, el uso de la violencia legal “está constitucionalmente reconocida y regulada” cuando dice que “la unidad de la nación y su orden interno le corresponde a la armada”.
Generalmente, el Estado ha actuado contra ETA aferrándose a la legalidad (legalidad y derecho no son lo mismo), pero no siempre. Aun así, aquellos que actúan dentro de la legalidad para mantener la unidad de la nación y los que violan la legalidad, tienen objetivos similares en lo que respecta al Estado. Recuerdo que durante la guerra de Argelia, cuando al general Massu, jefe de la armada colonizadora francesa, le criticaron por ejercer torturas a los prisioneros, respondió: “Señores, nosotros y ustedes, queremos una Argelia francesa, y para que siga siendo así, debemos ser capaces de utilizar cualquier medio, si no ¡la llevamos clara! ¡Argelia será independiente!”. Aquí hemos visto cómo lo gastan los constitucionalistas con el tema catalán.

Ante la violencia sistémica, ante la injusticia, ¿existen violencias necesarias? Muchos pacifistas, entre ellos Gandhi, se preguntaron si “era posible defender la no-violencia como única respuesta ante episodios de índole nazi”. La respuesta de Gandhi fue un no rotundo. La misma constitución de Estados Unidos defiende el derecho de la ciudadanía a levantarse contra la tiranía.

Francisco Fernández Buey lo explica de esta forma:

No hará falta aceptar la idea de que la violencia es la comadrona de la historia, ni insistir particularmente en la observación de que, por lo general, los derechos no se otorgan sino que se conquistan (frente a la violencia de quienes no quieren ceder sus privilegios a los cuales dan forma de ley), ni siquiera aceptar la idea, tan extendida, de que entre derechos iguales decide la violencia, para ponerse de acuerdo, en que existen circunstancias en las cuales la resistencia al mal social y la justicia obligan al desobediente y al resistente (¡y yo los soy, respecto a múltiples injusticias que emanan del mundo capitalista!) a ejercer ciertas formas de violencia defensiva (Buey, 2005) .

En ciertos momentos, el uso de la violencia por parte de los oprimidos, aparte de legítima, es necesaria. Cuándo y cómo se usa es harina de otro costal.
Como punto de partida quisiera remarcar que cuando el uso de la violencia es necesaria, también es imprescindible hacerlo de forma medida y con gran juicio, ya que el objetivo no puede llevarnos a contradicciones. Desde este punto de vista, y sobre todo atendiendo a la situación actual, nos parece más adecuado utilizar las poco desarrolladas vías pacíficas y la desobediencia civil por encima de la violencia medida.

Máxime cuando durante años, por parte de ETA, ha primado un uso de la violencia sin medida. Un ejemplo contrario es el proceso de Catalunya, donde han primado modos de contestación fundamentalmente no violentos. Los últimos brotes, pueden ser un síntoma de estancamiento y desorientación al respecto.

Respecto a ETA, hay que decir que no siempre fue como en sus años finales.

Hasta su final, ETA pasó por cambios de estrategia notables. La ETA originaria, a pesar de que en sus escritos se presentó a favor del modelo basado en la guerra-popular de Vietnam o Argelia, pronto la abandonó por impracticable y optó por una vía más modesta y pragmática que buscaba sobre todo potenciar la lucha popular mediante, “la famosa espiral acción-represión-acción, que duraría hasta casi el final de la dictadura”. Dentro de esa dialéctica entre ETA y el Estado, el pueblo sabría reconocer las diferencias entre ambas tendencias. Es decir, que existían dos tipos de violencia; la de unos, medida y la de otros, una violencia general que se dedicaba a golpear al pueblo. Sin embargo, durante la transición, ETA desarrolló una estrategia negociadora con el Estado, mostrando una gran capacidad ofensiva sin precedentes. Multiplicó el número de atentados sangrientos, limitándose –aunque con excepciones (algunas muy graves)–, a atacar los diferentes aparatos de represión (entre ellos, políticos y empresarios convertidos en objetivo, pero no de manera sistemática).

Y, por último, a medida que las posibilidades de negociación disminuían se conculcaron límites (éticos, políticos y operativos), teorizados como socialización del sufrimiento. Así se pasó al uso casi indiscriminado de coches bomba. Fin de la ventaja moral frente al Estado, la acción de ETA ya no entendía de líneas rojas. Queriendo o sin querer, cualquiera podía ser víctima de su actividad.

En ese largo camino de casi 30 años, el cambio en el ámbito ético y a nivel subjetivo fue casi cualitativo. Qué lejos quedaban aquellas primeras dudas y vacilaciones sobre el uso de la violencia, cuando la mayor preocupación era el cómo confluir los objetivos y los métodos. Por ejemplo, los mismos militantes que colocaron la bomba frente a la sede de El Correo Español de Eibar, cuando supieron que un trabajador todavía se encontraba dentro, intentaron desactivarla sufriendo graves consecuencias.

Es significativo el gran estupor y desazón que generó, tanto en la organización como en la sociedad, el hecho de que un militante herido durante la caída de Artekale [Bilbao, 1969], en plena huida, matara a un taxista. Ninguno de nosotros podía creer que hubiera matado a un trabajador, a no ser que hubiera sido un accidente. La organización negó la versión policial, haciendo uso del siguiente estribillo la verdad siempre es revolucionaria. Pero la verdad era otra, cruda y desagradable. Era cierto, al verse a sí mismo en peligro, Makaguen había matado al taxista llamado Monasterio. Si era justificable o no, era discutible, pero no gratuito. El hecho de que por primera vez ETA hubiera matado un trabajador creó gran revuelo, y eso es lo importante. Otro ejemplo: el equipo que debía atracar en La Naval tenía unas órdenes claras; pase lo que pase, amenazas sí, pero sin disparar a ningún trabajador. Y por eso atraparon aquel día a la única mujer del comando, la Argentina. Los trabajadores la rodearon, seguramente por el hecho de ser una mujer, pero la militante no les respondió a tiros.

Lo de Carrero trajo mucha alegría al pueblo, así como la aceptación de la mayoría de los partidos; pero queriendo o sin querer, el atentado de la calle Correo [Cafetería Rolando], que mató a varios ciudadanos de a pie, tuvo graves consecuencias incluso en la propia ETA. Supuso un salto, que creó confusión y turbación por la masacre perpetuada. El explosivo estalló dejando 13 muertos y 74 heridos entre funcionarios y clientes. La policía no tardó en responsabilizar a ETA del atentado; pero la organización, en silencio absoluto, no aclaró nada públicamente. Imposible justificar, a propósito, o sin querer, lo acontecido. Todavía se creía que existía una parte ética en el uso de la violencia; una que el pueblo diferenciaría perfectamente. El Estado era mucho más fuerte militarmente hablando: pero no a nivel ético. Ese era el punto de partida.

El secuestro del empresario jeltzale Berazadi y los asesinatos posteriores, también generaron un gran estupor, pero no tanto. Poco a poco, conscientemente, o debido a la inercia, las cosas fueron cambiando en la propia ETA. Aun así, cuando los Comandos Autónomos asesinara al senador del PSOE Casas, Herri Batasuna no solo se desmarcó sino que condenó la acción. Aquella sería la última vez que condenara una acción armada, a pesar de que cada vez fueran más atroces y crueles. Ante aquel cambio, dentro de la extrema izquierda, a pesar de ser muchas veces señalados como traidores y cagados, todos no nos quedamos callados. ¡No señor! No fue plato de buen gusto. De hecho, la clave era cómo tomar distancia de ETA sin caer atrapado en la dialéctica del Estado y el sistema.

El problema ético tomó cada vez mas peso debido al incremento de las acciones indiscriminadas. Lo que en un principio eran excepciones, casi se convirtió en ley. El rechazo a ese tipo de acciones ruines no podía limitarse a la incongruencia política, también debía poner su legitimidad en tela de juicio. Lo de Hipercor, junto a lo de Blanco y otros casos parecidos, fueron el límite y la prueba de que ETA se dirigía hacia un precipicio. Y lo peor de todo, cada vez veíamos más claro que aquella deriva inaceptable dañaba brutalmente a la Izquierda Abertzale. Cuando teorizaron y reivindicaron la denominada socialización del sufrimiento, en un intento de justificar ese tipo de lucha, nuestro desacuerdo fue total y absoluto por los siguientes motivos:

1. De hecho, una organización revolucionaria puede ganar o perder. Puede seguir adelante o desaparecer (debido a sus contradicciones, por ser el adversario más fuerte, o porque, tras conseguir su objetivo, decida desaparecer); pero lo que nunca puede perder por el camino es la ética revolucionaria que le corresponde. Si no, se acabó; antes de alcanzar la victoria, la habremos perdido para la revolución. Con esto no solo pretendo señalar un posible peligro, sino un problema repetido tantas veces. A pesar de que dentro de los muchos movimientos revolucionarios siempre ha existido la degeneración por problemas materiales, a menudo se ha abandonado la idea de ligar los objetivos a los medios.

2. Tengo claro que no existe una ética general y abstracta que sirva como aspirina contra toda enfermedad y que, muchas veces, no es más que una triquiñuela envenenada del enemigo para debilitar nuestra ética. Así, cuando el oprimido lucha contra la opresión, debe tomar como base y principio atenuar el sufrimiento de otros oprimidos y hacerlo sin provocaciones desproporcionadas. Esta tendencia solo traerá beneficios y fuerza al movimiento revolucionario; mientras que otras, le debilitarán y le alejarán del pueblo.

3. A pesar de que políticamente, y en términos de efectividad, el uso de coches-bomba y cartas-bombas es cuestionable (discrepo con quienes afirman que ese tipo de métodos son avances o pasos cualitativos, porque a mi parecer, más que fuerza, muestran una incapacidad para desarrollar otro tipo de vías), en lo que a ética respecta son completamente rechazables. Casi todos los grupos revolucionarios han ido abandonando, poco a poco o de repente, este tipo de métodos; ¿pero por qué no lo hizo ETA? (En esta afirmación no incluyo los métodos de grupos fundamentalistas o algunas armadas del Líbano, ya que no son revolucionarias).

4. ¿Cómo justificar las víctimas indiscriminadas, consecuencia de coches-bomba, y al mismo tiempo alabar valores humanistas? ¿Cómo pedir solidaridad internacionalista a la revolución catalana, pidiendo que no tengan en cuenta los graves problemas que les generan este tipo de acciones?

5. Entre otras cosas, si queremos abrir camino a la lucha por la libertad, no podemos usar los mismos métodos que utiliza el enemigo. A mi parecer, el uso de coches-bomba y cartas-bomba perjudicaron demasiado a ETA, principalmente a la hora de confluir objetivos y medios. Se equivocan quienes piensan que el abandono de este tipo de técnicas significa un debilitamiento de la lucha armada; es más, el uso de esos métodos la debilita y son síntoma de que algo va mal, ya sea en lo que respecta a objetivos táctico o estratégicos.

Se perdió la oportunidad de cambiar de estrategia durante la Transición; igual que se perdió la oportunidad de Argelia, Lizarra-Garazi o Loyola. Veíamos una ETA más enrocada que nunca. Mientras, en el mundo y en Euskal Herria se daban cambios políticos, ideológicos, culturales y de valores (y con ellos la percepción social de la violencia). Sin olvidar el cansancio generado por la duración del conflicto y las ganas de que acabara.

Deberemos acertar en las decisiones sobre cómo avanzar, pero difícilmente avanzaremos sin hablar de lo aprendido durante tantos años; dentro del abertzalismo, las dos principales estrategias (el Estatuto de Gernika y la de la lucha armada), cada una por diferentes razones, fracasaron. Es tiempo de dar paso a un nuevo rumbo, a una solución que sin que see calco de Catalunya tendrá características similares: basada en un movimiento social fuerte y autónomo a favor de una República Vasca; impulsada desde las calles y las instituciones (los que estamos y los que vendrán); y que, tarde o temprano, tenga que confrontar con el Estado.

¡Que así sea!

10/03/2021

 

Referencias:

Fernández Buey, Francisco (2005), Desobediencia  civil, p. 31. Disponible en: https://www.fuhem.es/media/cdv/file/biblioteca/Libros/desobediencia_F_F_BUEY.pdf

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