Espero no pecar de optimismo, pero considero que el ciclo político de la última década y la renovación del marxismo han contribuido a resituar la clase como una posición todavía vigente. Sin embargo, reflexionar sobre el sujeto de clase en la actualidad implica un esfuerzo por reordenar ciertas problemáticas: ¿Qué relación tiene la clase con las opresiones? ¿Cómo superar la fragmentación? ¿Qué es una política de clase? ¿Cuál es el lugar de la clase en un proyecto emancipador? 

La clase, dos definiciones y un mismo destino
Antes de abordar estos y otros interrogantes creo conveniente introducir una definición de la clase que sirva de preliminar. Si pensamos la situación actual podemos defender sin titubeos que la clase trabajadora hoy es más extensa que nunca y al mismo tiempo es extremadamente débil. Esta paradoja encierra dos maneras de definir la clase que a mi parecer deben convivir. 

En primer lugar, hoy hay más personas que nunca en el capitalismo que no tienen control sobre los medios para sobrevivir y por lo tanto hay más personas que nunca que se ven forzadas a vender su fuerza de trabajo. En ese sentido, la clase es definida por su relación con los medios de (re)producción. Podríamos tildar esta definición de estructural, clásica o sociológica. Sin embargo, sin esta definición corremos el riesgo de caer en una concepción extremadamente volátil donde la clase es intercambiable por otra categoría social cualquiera. Por supuesto, existe una degeneración de esta definición en el marxismo encarnada por el economicismo. Por ello, he señalado los medios de (re)producción, para introducir la idea que el capitalismo penetra en la reproducción social y proletariza, en cierto sentido, también ese terreno. 

En segundo lugar, cuando planteamos que la clase hoy se encuentra extremadamente debilitada, la clase aquí es definida por su acción, por las instituciones que construye, por los avances y retrocesos en la lucha. Este plano permite acercarnos a la clase concreta e histórica, a su realidad heterogénea, en definitiva, a su formación social. Si extirpamos este plano subjetivo de la clase, extirpamos el terreno de la política. La clase no es sólo un cruce de relaciones en el capitalismo, es el resultado de las luchas que gana y de las luchas que pierde, y son éstas las que construyen las relaciones de clase. 

Hubo un tiempo en que el marxismo creyó que la expansión del capitalismo, y por ende de la clase trabajadora, a cada vez más capas de la población llevaría necesariamente al fortalecimiento del proletariado e incluso al socialismo. Pero la expansión capitalista ha extendido la explotación, opresión y represión a escala mundial por medio del imperialismo y el neocolonialismo. Del mismo modo, ha mercantilizado terrenos sociales, privados y reproductivos insospechados hace 50 años. La expansión capitalista de las últimas décadas ha generado antagonismos de clase en nuevos frentes. La mercantilización en la esfera reproductiva, como la vivienda, los cuidados o los servicios públicos; la depredación de los ecosistemas, de los recursos energéticos, del territorio y de la gente que los trabaja; o las formas violentas racistas y machistas de imponer un régimen autoritario y ultraliberal, todos ellos son elementos centrales para pensar la clase trabajadora hoy. Las formas de acumulación de capital contemporáneas, combinadas con la derrota histórica del fin de siglo, han moldeado la formación de clase realmente existente que conocemos.

¿Cómo se relacionan la opresión y la clase?
Si bien los debates actuales en la izquierda parecen haber resituado la clase como una posición todavía vigente, no es tan obvia su relación con las opresiones de género, sexuales o raciales. ¿Cómo se relacionan la opresión y la clase? Es una de las preguntas más fecundas en el campo del marxismo en los últimos años. Voy a permitirme ahorrar el resumen histórico de esta discusión para abordar algunos debates recientes.

Por ejemplo, entendemos que en la migración latina feminizada y su inserción en sectores laborales informales de cuidados están funcionando al mismo tiempo el neocolonialismo, la discriminación de género y la explotación de clase. Sin embargo, si intentamos ir más allá de este consenso aparecen los problemas.

Disciplina racista y machista de la fuerza de trabajo

A menudo la forma en la que se entiende la relación entre la clase y la opresión es la de ejes que se encuentran. Existe el racismo y existe la explotación e interseccionan sobre un cuerpo. Esta concepción reproduce una imagen en la que la clase y la opresión viven de forma separada y coyunturalmente se encuentran. Además, suele construir un imaginario en el que las opresiones atraviesan cuerpos individualizados. A mi juicio esta es una forma errónea de imaginar el problema.

No podemos entender la formación de la clase obrera británica sin comprender la xenofobia contra los irlandeses. La clase trabajadora rural actual en Andalucía o Catalunya está formada por la migración subsahariana y sus condiciones de vida están directamente marcadas por el racismo. Las condiciones de explotación, los bajos salarios y la falta de derechos en el empleo doméstico están ligadas a la alta feminización y migración del sector. Incluso el chovinismo blanco puede configurar una formación de clases dividida que boicotee la posibilidad de un movimiento obrero de masas, como ha sucedido históricamente en Estados Unidos.

No existen formas neutras de explotación porque la clase y la opresión no interseccionan, sino que se forman y reproducen conjuntamente. El racismo pervive, se transforma y se reproduce gracias a las formas de explotación y desposesión del capitalismo. Y precisamente por ello, la fuerza de trabajo se constituye, se transforma y reproduce de manera racista, machista y discriminatoria hacia las disidencias sexuales y de género. El racismo o el machismo no son fenómenos exógenos a la clase, sino constitutivos de la misma. Son el modo en el que se ha moldeado la fuerza de trabajo y por ello son también parte de la lucha y subjetivación política de la clase.

Opresión y lucha de clases

Asad Haider en su ensayo Identidades mal entendidas (2020) escribe: “el movimiento por los derechos civiles fue en realidad el equivalente estadounidense más cercano a los movimientos de masas de trabajadores en la Europa de posguerra”. En 2018 Cinzia Arruzza declaraba en un artículo en esta misma revista: “Estas huelgas [feministas], como la transnacional del 8 de marzo y, en particular, las huelgas en Argentina y España, son lucha de clases feminista”. Salvando las distancias, ambos fragmentos transmiten una aproximación hacia la lucha de clases mucho más abierta que aquellos que esperan un retorno de un proletariado mítico. Se trata de una mirada más abierta no sólo en el terreno teórico o analítico, sino y sobre todo en el terreno político. 

Esta concepción de la lucha de clases permite relacionarnos con los estallidos sociales y las formas de protesta rastreando las vetas, el potencial y las contradicciones que se pueden generar en el orden capitalista. En vez de juzgar por insuficiente e impura toda contestación social, alimenta una cultura militante abierta a los acontecimientos realmente existentes. Esto no significa que toda contestación sea necesariamente anticapitalista o revolucionaria, pero sí plantea la posibilidad de desarrollar una política de clase en el seno de la lucha contra las opresiones. Siguiendo el ejemplo de Arruzza, las huelgas feministas de los últimos años expresaron una serie de contradicciones para el orden actual: la insostenibilidad de la austeridad capitalista y el mandato feminizado de sostener la reproducción social. Y, además, la pelea contra las violencias machistas se convirtió en una pelea política contra el auge de la extrema derecha y los fundamentalismos religiosos (Polonia, Brasil, India, Italia o EE UU). 

Sin embargo, el movimiento feminista, las luchas LGTBI+ o el antirracismo son tan susceptibles de ser cooptados como los sindicatos o los partidos de izquierdas. Algo que a menudo se olvida es que las derrotas se comparten. La cooptación e institucionalización del sindicalismo mayoritario al final de la transición en el Estado español fue también una derrota para las feministas y antirracistas que hoy carecemos de una organización sindical combativa de masas. El avance de la ideología reaccionaria tránsfoba, misógina y racista es un avance en las políticas de control social de manera generalizada para el conjunto de la población. Las victorias, pero también las derrotas, se contagian de lucha en lucha. En ese sentido, es interesante la aproximación de Holly Lewis, en su ensayo La política de todes (2020), quien plantea que el academicismo y la retirada de las calles de los movimientos de liberación sexual y de género en los años noventa son fruto de una derrota histórica: “Las personas queer de clase trabajadora no abandonaron las calles solo por lo que algunos académicos estuvieran diciendo”, sino por el golpe contra la solidaridad de clase, la privatización del espacio público y en general la victoria neoliberal del fin del siglo XX. 

¿Identidades?

El debate sobre las identidades ha germinado en un magma de suspicacias. Toda expresión de la diversidad es leída como parte de una conspiración neoliberal; toda primacía de la clase es leída como colaboradora del orden dominante eurocéntrico y machista. Crecen las amenazas y difícilmente maduran las alianzas. Ambos enfoques son el resultado de una misma derrota: la creencia en la diferencia irreductible, el individualismo paranoico y su obsesión por la autenticidad. 

La identidad vivida como algo individual que emerge de la intimidad es una construcción histórica vinculada a la atomización del mercado capitalista y el culto a la personalidad. Bensaïd (2006) diría que “participa pues del triunfo del individualismo posesivo y del desencanto narcisista” y no de las estructuras comunitarias y obreras que cobijaron las identidades de lucha del pasado. Por ejemplo, la identidad negra afroamericana era un vínculo material con las comunidades y sus prácticas de apoyo mutuo y subsistencia. Con ello no pretendo cancelar la vivencia actual de la identidad, sino comprenderla como un fenómeno histórico complejo. En particular, me planteo hasta qué punto la vivencia de las identidades subalternas depende enteramente del grado de desarrollo de las instituciones de clase y populares del movimiento obrero y de los movimientos de liberación. Hoy esas instituciones son prácticamente inexistentes y, en cambio, el grado de mercantilización y atomización impuesto por el mercado capitalista ha permeado hasta la asfixia. 

Entonces, las identidades en la actualidad… ¿son una expresión de radicalidad subalterna o son un modo individualista y liberal de canalizar descontentos? ¿Son una forma de activismo licuado donde no existe la acción de masas o, por el contrario, son la expresión de una comunidad viva? Me temo que las identidades por sí mismas no responden a estas preguntas. 

Levantar otra cultura militante que no pida pedigrí a nadie y que pelee por las nada de hoy

Las políticas de la identidad en el marco estadounidense han sido una herramienta del neoliberalismo político para construir un imaginario postclasista, donde las desigualdades estructurales se resolvían en una representación armoniosa, un crisol neoliberal, en el terreno estatal y del mercado. Sin embargo, la crisis capitalista, su recrudecimiento económico y represivo, el auge de la extrema derecha y los ataques racistas, misóginos, tránsfobos y contra toda disidencia sexual y de género desvelan la fragilidad neoliberal y colocan la identidad en un terreno defensivo. “El pluralismo liberal está comprometido con la diferencia, sólo mientras la diferencia no sea antagonista” (Lewis, 2020). Las identidades subalternas, atacadas por las fuerzas reaccionarias, pueden germinar en una política antagonista, construir comunidades vivas y, mediante la acción colectiva, incidir en las contradicciones del orden social y económico. 

Sin embargo, sería un error encerrar la salida política, de nuevo, en el terreno de las políticas de la identidad entendidas en el marco de la representación institucional, el exitismo profesional, el consumo de mercado o el culto a la personalidad y sus repliegues. Precisamente, porque la respuesta al problema de las identidades no está en la radicalidad de tal o cual identidad, la solución no es construir una identidad de clase o algo semejante, sino convencer de la necesidad de la acción de masas, de la agitación paciente y de la solidaridad indiscriminada. En definitiva, levantar otra cultura militante que no pida pedigrí a nadie y que pelee por las nada de hoy.

¿Cómo se resuelve la tensión entre autonomía y totalidad?
La clase trabajadora abarca hoy más población que nunca antes en la historia; sin embargo, parece que las experiencias vividas sean cada día más dispares. Los proyectos de vida circulan en paralelo sin apenas tocarse. Construimos nuestra idea de la realidad y de la actualidad por medio de burbujas informativas. Las referencias culturales se especializan. El credo de la autenticidad, el individualismo, la competitividad son un cemento ideológico en este magma. Esta trayectoria configura una clase abigarrada, invertebrada, dispersa, y que además recela de cualquier comunión. En el terreno social y político, sigue revelándose una tensión entre lo particular y lo universal, entre la autonomía y la totalidad, que está lejos de encontrar una síntesis virtuosa. “¿Cómo volver a juntar los pedazos, cómo hacer de los fragmentos dispersos un mosaico recompuesto?”; para Bensaïd (2010) la respuesta se encuentra en la lucha de clases.

Testarudez de clase 

La importancia y la centralidad de la cuestión de clase para un pensamiento estratégico no debe confundirse con un fetiche, aunque quizás sí con cierta testarudez. La izquierda radical o reformista se ha visto tentada a cometer dos errores en ese terreno. 

En primer lugar, una parte de la izquierda orienta su política hacia una concepción fosilizada de la clase. Se reproduce una imagen de la fracción obrera industrial con altas tasas de sindicación, plantillas muy numerosas y un peso importante en las economías nacionales de posguerra. Se trata de una fracción de la clase históricamente muy importante, pero en claro declive en los últimos cuarenta años. El hecho de que esta fracción cada vez es menos representativa de las condiciones generales de la clase ha dejado a esos sectores fuera de juego. Muchos de los conflictos sociales y sindicales de la última década han emergido en tensión con estas fracciones de la clase: repartidores, limpiadoras, cuidadoras domésticas, luchas por la vivienda, luchas contra subcontrataciones, las luchas de manteros y vendedores ambulantes, las huelgas feministas, las revueltas antirracistas contra la violencia policial, etc.

En segundo lugar, cierta izquierda radical cree que la importancia de la clase es algo dado, algo que sólo debe proclamarse, decretarse o tuitearse. Sin embargo, la centralidad de la clase es una cuestión de hegemonía. Si en el último ciclo las feministas han tenido una posición hegemónica es porque han encarnado una serie de problemáticas globales para el conjunto de la clase. Las condiciones de subcontratación, parcialidad en el trabajo, insostenibilidad en la conciliación, la miseria en las pensiones, las consecuencias de la austeridad social, la baja sindicación o los derechos menguantes, ya no son algo exclusivamente femenino, sino que se han extendido hacia el conjunto de la clase.

Holly Lewis defiende así la importancia y la centralidad de la clase trabajadora para una política anticapitalista: 

El trabajo no es el punto central del marxismo porque Marx se sintiera más indignado por el destino de los trabajadores que por otros grupos de personas pobres, ni el marxismo es un argumento moral de que los proletarios son una gente honorable y valiente, moralmente superior a las clases medias y altas. 

Añadirá en otro momento de su ensayo para definir qué es una política de clase: 

Es simplemente una actividad política basada en la idea de que los desafíos importantes al capital dependen de la colaboración entre las diversas personas que producen y mantienen la circulación rentable de las mercancías (Lewis, 2020). 

A lo largo del artículo he intentado mostrar los distintos antagonismos que dibuja ese producir y mantener la circulación rentable para no confundir la testarudez con el fetiche. Hay que ser perseverante en la importancia de la cuestión del trabajo (en toda su amplitud), porque las revolucionarias creemos que es el eslabón más potente para hacer madurar las contradicciones del sistema capitalista, y al mismo tiempo evitar las derivas sectarias hacia la clase realmente existente.

Apuntes de la relación entre clase y partido

“En realidad, las clases son heterogéneas, desgarradas por antagonismos interiores, y sólo llegan a sus fines comunes por la lucha de las tendencias, de los grupos y de los partidos.” Esta cita de Trotsky (2001), ampliamente usada para hablar del pluralismo de partidos, condensa algunas consideraciones también de la relación de la clase con la organización. Pensar esta relación es entrar de lleno en la discusión sobre el partido, que excede la intención de este artículo, por lo que sólo voy a introducir algunas reflexiones que ayuden a acotar la discusión del sujeto de clase. 

Trotsky, en el fragmento que sigue a la cita, plantea de qué modo la clase no es equivalente al partido y menos en el catecismo del Partido Único. Podemos entender que la formación de la clase pasa por formas partidarias, pero también las rebasa. Podemos imaginar una órbita de instituciones a través de las cuales la clase se forma y se reproduce. Las revolucionarias defendemos el papel estratégico del partido para la formación de la clase, pero la historia del movimiento obrero es mucho más compleja, más imaginativa que algunos marxistas y además ha dado formas partidarias muy diversas. 

Por otro lado, para Trotsky, como recuperaría Bensaïd y su lectura leninista, la clase llega a sus “fines comunes por la lucha”. La lucha política permite un proceso de unificación, no necesariamente en un sentido uniforme, sino en madurar aquellos intereses comunes. También la burguesía necesita de esa unificación. Para Gramsci, el Estado es el instrumento de unificación política donde los intereses en competencia son trascendidos en el Estado como instrumento que asegura la acumulación. Por ello, una crisis en el bloque capitalista puede precipitar una crisis del Estado. Siguiendo la lectura de Gramsci propuesta por Modonesi (2022), también la forma estatal unifica la clase trabajadora en su rol hegemónico. La secuencia gramsciana para el desarrollo político de la clase trabajadora sería la de subalternidad-autonomía-hegemonía. En esa secuencia, el Estado que resulta es otro, es el Estado que emerge de la autonomía de la clase trabajadora frente al Estado capitalista.

Estos ejemplos coinciden en resolver la fragmentación y los desgarros internos en el terreno del conflicto político. La totalidad o la universalidad no es un apriorismo que deba imponerse, sino el resultado de una lucha común. Como señala el Manifiesto de un feminismo para el 99% (Arruzza, Bhattacharya, Fraser, 2019), las feministas de la segunda ola se equivocaron “al considerar que la sororidad universal es el punto de partida”, la solidaridad es en realidad el objetivo.

Un pedazo de solidaridad obrera

Años setenta, estado de Nueva York, un pícnic organizado por el sindicato reúne a la plantilla de una fábrica. Hay tensión en el partido de béisbol. El equipo del encargado, con su secuaz racista y machista, y el resto de hombres, se enfrenta al equipo de las butches, las obreras de la fábrica.

“Duffy caminaba de un lado para otro.

—Esto es un error, murmuró.

—¿Sí?, le pregunté enfadada. ¿A quién apoyas tú?

—Al sindicato, me soltó.

—Entonces mejor que gane nuestro equipo y no el de Jack y Boney” 

Esta escena de la novela Stone Butch Blues (Feinberg, 2021) plantea un dilema de primer orden en la actualidad: ¿Sobre qué sectores queremos que se desarrolle el movimiento obrero de nuestro tiempo? ¿Aquellos sectores chovinistas que alimentan la guerra entre pobres, o bien los sectores que sufren las formas de opresión contemporáneas y quedan en la periferia? Como en el béisbol, si ganan las butches, gana el sindicato. 

Lejos de un acercamiento naif, la solidaridad debería convertirse en una práctica y en una trinchera común

La solidaridad ha sido sustraída de la tradición del movimiento obrero para caer en manos de las ONG, del mercado de consumo y de las formas secularizadas de la caridad. Sin embargo, la solidaridad sigue siendo una cuestión fundamental que debemos disputar. Argumenta Haider (2020): “Mientras la solidaridad racial entre blancos sea más poderosa que la solidaridad de clase entre razas, tanto el capitalismo como la blanquitud seguirán existiendo”. Y en la misma línea concluye la tesis central de Lewis (2020), para quien la solidaridad es “el reconocimiento político de que nuestros futuros están vinculados”. Así que, lejos de un acercamiento naif, la solidaridad debería convertirse en una práctica y en una trinchera común.

En la escena de Stone Butch Blues hay una premisa fundamental que hace esa solidaridad posible: existe un lugar de encuentro desde el que construir y disputar. Las butches podrían haber decidido no asistir al pícnic del sindicato. El conjunto de los sindicalistas hombres cis podrían haber prohibido su asistencia. En cambio, Leslie Feinberg opta por ofrecernos un pedazo de solidaridad obrera y una narrativa potente para reflexionar sobre el sujeto de clase y sus obstáculos, pero también sus condiciones de posibilidad.

La clase no es un todo homogéneo y fácilmente afloran las suspicacias. Vivimos una fase donde no hay apenas continuidad orgánica de las luchas. La acumulación profunda y amplia de las experiencias escasea. Los estallidos, las puntas de lanza, las eclosiones, las revueltas no van acompañadas de un desarrollo organizativo que tenga continuidad en el tiempo y genere un poso común. Sin poder acumular confianza mutua no es de extrañar que maduren los agravios entre distintas fracciones de la clase. Dicho de otro modo: para avanzar en la construcción de un sujeto de clase hay que construir un patrimonio común de prácticas, organizaciones y reivindicaciones que cobijen ese sujeto y le den a la clase un lugar en el que habitar.

Laia Facet forma parte de la redacción de viento sur, es activista feminista y militante de Anticapitalistas

Referencias

Arruzza, Cinzia (2018) “De la huelga de las mujeres a un nuevo movimiento de clase”, viento sur, 161, pp. 54-61. 

Arruzza, Cinzia; Bhattacharya, Tithi; Fraser, Nancy (2019) Manifiesto de un feminismo para el 99%. Barcelona: Herder.

Bensaïd, Daniel (2010) Fragmentos descreídos. Sobre mitos identitarios y república imaginaria. Barcelona: Icaria.

Feinberg, Leslie (2021) Stone Butch Blues. Barcelona: Antipersona.

Lewis, Holly (2020) La política de todes. Feminismo, teoría queer y marxismo en la intersección. Manresa: Bellaterra.

Haider, Asad (2020) Identidades mal entendidas. Raza y clase en el retorno del supremacismo blanco. Madrid: Traficantes de Sueños.

Modonesi, Massimo (2022) “Lenin, Luxemburg, Trotsky y Gramsci, entre el estado y la revolución”. En el seminario de viento sur y Jacobin América Latina, Marxismo, estado y revolución. Disponible en: https://youtu.be/-sJ1g5SYGn8 

Trotsky, León (2001) La revolución traicionada. Madrid: Fundación Federico Engels. Disponible en: https://www.fundacionfedericoengels.net/images/PDF/La%20revolucion%20traicionada.pdf

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