La invasión rusa de Ucrania es una ruptura en la historia mundial. Mucha gente de izquierdas parece estar de acuerdo en esto. Pero los momentos históricos percibidos como rupturas también conllevan peligros. Los acontecimientos dramáticos hacen que casi toda la sabiduría de ayer parezca obsoleta. La noción de cambio de época, a menudo interpretada de manera mística, deja aparentemente poco espacio para un análisis sereno, en la medida en que no nos permite ver lo que precisamente apenas ha cambiado.

La “lucha contra el terrorismo” y sus consecuencias

Experimentamos algo similar con el 11 de septiembre de 2001, cuando terroristas fundamentalistas islamistas liderados por Osama bin Laden perpetraron ataques mortales contra el World Trade Center y el Pentágono. En aquel momento se decía que a partir de entonces todo era diferente porque el mundo libre estaba amenazado. Como hoy, la consigna era ondear la bandera y mostrar solidaridad ilimitada. El sufrimiento de las y los residentes de Manhattan se utilizaba a menudo para silenciar las voces que se referían al vínculo entre los ataques y la política imperial de los Estados Unidos en Oriente Próximo y Oriente Medio.

Tales perspectivas fueron acusadas de ser, en el mejor de los casos, ingenuas, en el peor de los casos, una justificación moral para el terrorismo islamista. Y no era raro que tales reproches fueran hechos por una parte de la izquierda contra otra, que fue acusada de cultivar un antiamericanismo anticuado y defender, con su crítica a la campaña de Afganistán que siguió, una oposición irrealista al intervencionismo humanitario.

Hoy, sin embargo, se ha establecido un consenso en torno a los siguientes elementos: Al-Qaeda fue un efecto secundario del apoyo a largo plazo dado a las fuerzas fundamentalistas durante la ocupación soviética de Afganistán, un efecto retroceso (blowback) de la política exterior de los Estados Unidos. El que los neoconservadores utilizaran los ataques como una oportunidad para garantizar el control estratégico de las materias primas, especialmente en Iraq, también es casi indiscutible.

De manera más discreta, muchos gobiernos de todo el mundo también utilizaron el discurso de la "lucha contra el terrorismo" en los años siguientes para resolver sus propios problemas de la manera más brutal: Israel en Palestina, la India en Cachemira, China contra los uigures y, sobre todo, la Rusia de Putin contra las aspiraciones de independencia de Chechenia. La "lucha contra el terrorismo" fue un crimen de lesa humanidad que se cobró la vida de cientos de miles de personas inocentes en Oriente Próximo y Oriente Medio, al tiempo que creó las condiciones para organizaciones aún más reaccionarias como el Estado Islámico (EI).

En resumen, el movimiento contra la guerra que luego se desarrolló en muchos países de Europa y América del Norte tenía razón; las y los apologistas liberales y de izquierdas de George W. Bush y Tony Blair se equivocaron.

Las malas lecciones de la guerra de Putin

Pero hoy en día, es precisamente la actitud contra la guerra, la que apunta a la responsabilidad de la clase dominante del propio país, la que está una vez más en el punto de mira de una crítica que se presenta como moderna y creíble. Así, algunos están redescubriendo la OTAN, apoyo histórico a las dictaduras fascistas en el sur de Europa, así como a los verdugos de la población kurda en Turquía, como una alianza de defensa anti-imperial. Las ridículas justificaciones de la invasión de Ucrania por Putin, comenzando con la negación de la existencia de una nación ucraniana, a menudo se aceptan como la causa de la guerra por excelencia, mientras que Rusia se erige como una potencia imperial de tipo zarista.

Digámoslo de inmediato: la invasión de Putin desacreditó la opinión generalizada entre muchas personas de izquierda de que la política exterior rusa es coherente con los principios del derecho internacional. Si estas personas confundieron a la Rusia actual con la antigua Unión Soviética o si tenían simpatía por Putin es de importancia secundaria aquí.

Desde el colapso de la Unión Soviética, fueron principalmente Rusia, debilitada, y la floreciente China quienes habían inscrito el derecho internacional en las banderas de su política exterior. Son, por otro lado, los EE UU, más fuertes, y sus aliados los que han vaciado de todo sentido las nociones de derecho internacional y soberanía. Ya sea en Yugoslavia en 1999, Afganistán en 2001, Irak en 2003 o Libia en 2011, Occidente ha demostrado que los nobles conceptos de guerra justa e intervención humanitaria son solo pretextos para imponer sin el menor escrúpulo sus intereses económicos y su poder. Y estos intereses, como sabemos, han dejado en los países en cuestión un montón de ruinas, un hecho que debe olvidarse lo más rápidamente posible en el actual clima de indignación ante la agresión rusa contra Ucrania.

Con su campaña, Putin muestra que Rusia ahora también está abandonando definitivamente las reglas del juego violadas repetidamente por los EE UU. Al igual que se hablaba anteriormente de "lucha contra el islamofascismo", "armas de destrucción masiva iraquíes" y la prevención de un "nuevo Auschwitz", Putin mencionó poco antes del inicio de la guerra la "desnazificación", los "laboratorios ucranianos de armas biológicas" y un "genocidio contra la población de Donbass".

Pero este hecho revela menos una subestimación ingenua por parte de la izquierda de la voluntad rusa de recurrir a la violencia que una relación problemática de una gran parte de la izquierda con el concepto de derecho internacional. Esto se explica por varias razones históricamente comprensibles. Las guerras de agresión contrarias al derecho internacional eran la característica esencial de la política exterior nazi. Y la Ostpolitik de Willy Brandt, no menos determinada por intereses económicos y de poder, que incluía un acuerdo con Moscú, sirvió como un mito movilizador en el momento de la fundación del partido Die Linke para muchas personas que dieron la espalda a Los Verdes debido a su ruptura con el pacifismo durante la guerra de Kosovo.

Sin embargo, la invocación del derecho internacional, que, en su forma actual, es de hecho la codificación jurídica de la bipolaridad y del no alineamiento durante la Guerra Fría, fue un mal sustituto de un análisis en profundidad del imperialismo. El derecho internacional tuvo que reconciliar las numerosas percepciones, a veces contradictorias, del orden interestatal mundial posterior a 1989 en el seno de la izquierda alemana en plena recomposición. Algunos consideraron entonces que el término imperialismo estaba desactualizado, otros lo utilizaban como un simple sinónimo de la búsqueda militarizada de intereses económicos y llegaron a la conclusión de que Rusia y China no eran imperialistas. Se ha dicho demasiado poco sobre el imperialismo en el sentido leninista original, como un sistema de competencia interestatal que involucra a todos los Estados capitalistas, tanto los fuertes como los débiles.

Esta confusión, alimentada por el respeto a las tradiciones y el pragmatismo de la realpolitik - la aspiración de Die Linke a una futura participación en el gobierno (junto con los socialdemócratas y los Verdes)- también se reflejó en el programa del partido. Así, Die Linke no reivindica el objetivo políticamente tangible de una salida de la República Federal Alemana de la OTAN, sino el objetivo completamente utópico de "disolver la OTAN y el establecimiento de un sistema de seguridad colectiva que incluya a Rusia".

En esta mezcla a menudo confusa, la invasión de Ucrania marca efectivamente una ruptura. Sin embargo, ésta se refiere más a los puntos ciegos analíticos de la izquierda alemana que a las causas estructurales reales de la guerra actual. Estas radican, por un lado, en la continuación de la ampliación hacia el este de la OTAN imperialista, fortalecida y dirigida por los Estados Unidos, y, por otro lado, en la reacción del debilitado imperialismo ruso.

Dentro de Die Linke, el mantra de que las posiciones de política exterior del partido simplemente ya no son audibles se escucha aún más fuerte hoy que después de la última debacle electoral. Caren Lay, en su petición de una actualización de la política exterior de Die Linke, expresa este estado de ánimo. Cita muchos puntos correctos, como el hecho de que "la política de izquierda no debe aplicar un doble rasero". En efecto, no debe hacerlo, y no solo en el caso de la política rusa en Ucrania o Siria, sino también en la política israelí de ocupación y privación de derechos de la población palestina, sobre la que muchas personas dentro de Die Linke lamentablemente reaccionan con argumentos que se parecen mucho a aquellos que quieren ser "comprensivos con Rusia".

Pero algunos otros puntos, como el apoyo a sanciones selectivas o la afirmación de que la "cooperación económica y de seguridad con una Rusia democrática" solo sería "posible en una nueva era después de Putin", revelan una sorprendente poca sintonía con la realidad del orden mundial actual. Incluso si un cambio de poder democrático en el Kremlin fuera bienvenido, hay que constatar al mismo tiempo que la esperanza de la rápida caída de Putin como clave para la paz paneuropea no solo es ilusoria, sino también, en ciertas circunstancias, extremadamente peligrosa.

Dicho análisis pasa por alto dos hechos importantes. En primer lugar, el mundo ha evolucionado mucho desde el momento unipolar de principios de la década de 1990. Rusia no está completamente aislada. Potencias emergentes como China, India o Sudáfrica no comparten la indignación moral de Occidente por el comportamiento de Putin y consideran los acontecimientos en Ucrania como un asunto intraeuropeo. La obvia brecha entre la solidaridad estatal a escala europea hacia los refugiados ucranianos con pelo rubio y ojos azules y el hecho de dejar que los refugiados africanos y de Oriente Medio mueran en las fronteras de Europa ilustra para muchas personas en el Sur global el doble rasero de Occidente y su pretensión universalista, por medio de la cual justifica ideológicamente su política en la guerra en Ucrania.

En segundo lugar, las sanciones, ya sean selectivas o no, son un arma ineficaz que no derrocará al régimen de Putin. No derrocaron al régimen de Sadam en Irak en la década de 1990, ni ahora conducen al derrocamiento de la dinastía Kim en Corea del Norte. Los aparatos estatales tienen una autonomía relativa y no se dejan conducir tan fácilmente por consideraciones económicas como pretenden el liberalismo en la disciplina de las relaciones internacionales o incluso un economicismo marxista vulgar. En su discurso, Die Linke debería buscar soluciones a esta situación explosiva en lugar de apoyar las sanciones como alternativa pacífica al rearme. La comparación de los dos medios es altamente ficticia, porque ambos forman parte en última instancia de la misma espiral de escalada política. Y cuando, como de costumbre, las sanciones siguen siendo ineficaces, las voces que piden una intervención militar ocupan un primer plano.

Prisionero del mundo creado por Fukuyama

Hace veinte años, cuando, con sus planes de invadir Irak, los Estados Unidos y sus aliados demostraron claramente que su campaña antiterrorista tenía poco que ver con los ataques del 11 de septiembre, se formó un amplio movimiento contra la guerra en muchos países. Tal movimiento sería aún más urgente hoy en día; basta con pensar en el potencial de escalada nuclear de la guerra en Ucrania. En Rusia, un movimiento contra la guerra está actuando en condiciones particularmente difíciles. En Occidente, por otro lado, hay una mezcla de llamamientos a la paz, con los que se mezclan llamamientos a más armas e incluso a una zona de exclusión aérea, que son cualquier cosa menos demandas pacíficas. En este clima social, algunas personas de izquierda buscan actualmente ser escuchadas a nivel electoral. ¿Cómo es que la oposición de la izquierda en sentido amplio sigue siendo tan esporádica ante el drástico aumento del presupuesto militar alemán? Parte de la respuesta puede estar en el último gran levantamiento contra la guerra del siglo XXI.

El movimiento contra la amenaza de guerra en Iraq hace dos décadas entró en juego utilizando el marco de interpretación forjado por las críticas a la globalización que se habían extendido ampliamente en años anteriores. Al destacar el déficit de justicia global de la era neoliberal, esta crítica fue una respuesta directa al infame diagnóstico de Francis Fukuyama del "fin de la historia", una era post-ideológica de prosperidad ilimitada, guiada por la mano invisible del mercado y apoyada por la fuerza militar de la única superpotencia que que quedaba.

Pero algunas corrientes de crítica a la globalización han reproducido involuntariamente algunas de las premisas de Fukuyama. El libro de Antonio Negri y Michael Hardt Empire fue emblemático en este sentido. Al igual que Fukuyama, Negri y Hardt explican el fin de la competencia entre los estados-nación. A medida que éstos se han vuelto cada vez menos relevantes en la era de la globalización, el concepto marxista del imperialismo también ha perdido su sustancia. Una estructura de poder sin fronteras, interconectada, desterritorializada e impulsada por los intereses de las multinacionales, que Negri y Hardt han calificado de "imperio", ha reemplazado a los Estados soberanos en competencia entre sí. Acontecimientos como la guerra en Irak serían así solo "operaciones policiales" del Imperio. Las conclusiones políticas de Negri y Hardt eran fundamentalmente reformistas. Así, en 2005, Negri apoyó públicamente el proyecto de Constitución Europea [TCE], así como el proceso de profundización de la integración europea, porque lo veía como un contrapeso postnacional y supuestamente más democrático al Imperio.

Sin embargo, en los siguientes veinte años, el mundo ha evolucionado en una dirección completamente diferente a la predicha por Hardt y Negri. Como sabemos, la operación policial en Iraq se ha vuelto contra los EE UU. El resultado no ha sido la desaparición de la competencia entre los Estados, sino el fortalecimiento de potencias regionales como Brasil, Sudáfrica, los Estados del Golfo, Irán, Turquía y otros. Rusia se recuperó gracias a los altos precios de las materias primas a principios de siglo y se rearmó; China confió en un ambicioso programa para modernizar sus fuerzas armadas. Los intereses económicos se han fusionado de nuevo con la geopolítica.

Pero muchas personas de izquierda siguen insistiendo en la hipótesis fundamental del libro de Negri y Hardt y, por lo tanto, todavía quieren vivir en el mundo que Fukuyama proclamó hace treinta años. Los Estados-nación y sus intereses son una anomalía en tal visión del mundo, porque no debería existir en el siglo XXI. Cuando países como China y Rusia practican la realpolitik clásica, fieles a sus intereses nacionales, la reacción predecible de esta izquierda es pedir el fortalecimiento de instituciones multilaterales como la ONU y sanciones de la comunidad internacional. Entonces se olvida que las instituciones multilaterales de Occidente -la Unión Europea y la OTAN- no encarnan la superación de los intereses nacionales, sino su imposición por otros medios.

Esta ceguera a veces conduce a posiciones abstrusas. Así, el periodista británico de izquierda Paul Mason, un destacado partidario del Partido Laborista, reconoce en la actual guerra en Ucrania una lucha entre las -no tan malas- democracias postimperialistas occidentales, por un lado y, por el otro, el malvado imperialismo ruso. Por razones similares, abogó en 2019 (contrariamente a la posición de Jeremy Corbyn) por el mantenimiento del arsenal nuclear británico en la plataforma electoral del Partido Laborista, una posición bastante extraña teniendo en cuenta que la izquierda ahora debería luchar por la abolición de todas las armas nucleares.

Según este estado de ánimo, se establece una separación completa entre las posiciones políticas y las conclusiones prácticas. En otras palabras, el postulado de Karl Liebknecht de que "el principal enemigo está en su propio país" también se considera obsoleto, al igual que el concepto marxista del imperialismo. También explica esto por qué muchas personas de izquierda son tan sensibles, en el debate actual, a las acusaciones moralizadoras de "Westplaining" lanzadas por "cartas abiertas" de personas de ideas afines en Ucrania.

Se trata aquí de la presunta tendencia de una izquierda occidental construida de manera esencialista a considerar todos los acontecimientos mundiales como el resultado exclusivo de la política de intereses occidentales. Sin embargo, Rusia es, de hecho, una potencia imperialista que considera el espacio postsoviético, incluida Ucrania, como su patio trasero. Incluso durante años de estrechos vínculos con Occidente, bajo Boris Yeltsin, Moscú intervino en muchos conflictos - Transnistria, Abjasia, Osetia, Nagorno-Karabaj, Tayikistán - con el pretexto de "mantenimiento de la paz", mientras que a menudo reemplazaba a los líderes hostiles por líderes fieles.

No hay duda de que la izquierda no debe estar ciega a la política de poder rusa. Pero este hecho tampoco puede borrar ciertas realidades. El presupuesto militar combinado de los países de la OTAN es significativamente mayor que los presupuestos militares combinados de todos los demás países. En un mundo todavía marcado por la dominación militar absoluta y la dominación económica relativa de Occidente, muchas acciones de Rusia, China u otros Estados deben considerarse necesariamente como una reacción a esta dominación.

Desde un punto de vista moral, esta constatación no relativiza en modo alguno la política de estos Estados, que se guía por sus intereses, que también está marcada por violaciones de los derechos humanos y que a menudo está legitimada por elementos ideológicos reaccionarios. Simplemente representa un reconocimiento sobrio de que el orden mundial en 2022 no parece un plano sin problemas, sino que a menudo está marcado por correlaciones de fuerza altamente asimétricas entre diversos estados capitalistas competidores.

Por una desescalada inmediata y un nuevo movimiento contra la guerra

Esta observación está en el corazón de la crítica marxista al imperialismo, desarrollada por marxistas clásicos como Lenin, Rosa Luxemburgo, Rudolf Hilferding, Nikolai Bujarin y otros. Por supuesto, y como era perfectamente predecible, la interacción entre el poder económico y el poder geopolítico ha evolucionado drásticamente en los últimos cien años. Los Estados no son meros secuaces de sus multinacionales, actúan de acuerdo con consideraciones económicas, estratégicas e ideológicas.

Sin embargo, muchas cosas apenas han cambiado. El capitalismo sigue siendo un sistema global que, debido a su desarrollo geográficamente desigual, promueve la competencia entre diferentes Estados. Y, como al comienzo de la Primera Guerra Mundial, cada Estado, o asociación de Estados, justifica su política de poder en la guerra actual por una reivindicación de universalismo (la de los estados de la OTAN) o por un particularismo vinculado a una especificidad y (supuesta) superioridad de civilización (Rusia).

La tarea principal de la izquierda es hacer todo lo posible para poner fin de inmediato a esta guerra. En Alemania y otros países de la OTAN, esto significa analizar y señalar la responsabilidad de nuestros propios gobiernos. Porque estos están listos para sangrar a la población civil ucraniana en beneficio del derecho retóricamente intangible de Ucrania a unirse a la OTAN, que de todos modos nunca tendrá lugar.

Es alarmante ver lo poco que se trata de la desescalada hoy en día. En lugar de rearmar, entregar armas o imponer sanciones, el gobierno federal debería seguir apoyando las negociaciones de paz entre Ucrania y Rusia. El fin inmediato de la guerra beneficiaría principalmente a la población ucraniana y, al mismo tiempo, al menos en parte, eliminaría cualquier legitimidad para el cierre de espacios democráticos en Rusia. En cambio, los países de la OTAN depositan sus esperanzas en un desgaste militar de Rusia que se asemeja a un peligroso juego con fuego.

Por último, es ilusorio creer que las demandas socioeconómicas de Die Linke se pueden conciliar con una actitud que atribuye exclusivamente la responsabilidad a Rusia por el desastre actual mientras coquetea con la idea de la OTAN como un instrumento democratizable de seguridad colectiva. Tales tendencias ocultan la responsabilidad de la OTAN y de algunos de sus Estados miembros en las guerras de drones moralmente censurables que tienen lugar actualmente en Oriente Medio y África. Lo mismo se aplica al apoyo occidental a las guerras de agresión, como la campaña saudí en Yemen, que allanó el camino para el genocidio. La guerra en Ucrania amenaza la seguridad alimentaria de muchos países del Sur, y ya proporciona una excusa en el Norte para atacar el nivel de vida de la mayoría de los trabajadores.

Las preocupantes explosiones de racismo antirruso, así como el descuido del peligro que sigue siendo agudo del cambio climático, muestran que nada detiene la actual espiral de escalada geopolítica. El socialista irlandés James Connolly describió una vez la Primera Guerra Mundial como un "carnaval de reacción". Lo que estamos experimentando hoy sigue una dinámica similar. Lo que necesitamos actualmente es un movimiento contra la guerra guiado por una visión política clara del estado actual del orden mundial y que no practique el doble rasero. Pero tal movimiento también debe poner de relieve los vínculos directos entre el posicionamiento teórico y la acción práctica, aquí y ahora.

https://www.contretemps.eu/guerre-ukraine-critique-imperialisme-gauche-allemande/

Traducción viento sur

* Leandros Fischer es profesor asistente de estudios internacionales en la Universidad de Aalborg (Dinamarca).

 

Texto publicado el 25 de marzo de 2022 en el sitio web de Jacobin-Alemania.

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