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Una cultura vastísima no incompatible con el talento pedagógico y una pulsión revolucionaria no incompatible con la serenidad de carácter convierten a Yayo Herrero en una de las voces más imprescindibles de la intelectualidad progresista española del momento. Herrero es directora de la fundación ecologista FUHEM y habla desde la atalaya del ecofeminismo, un movimiento tan sugerente como desconocido que funde el ecologismo y el feminismo en una única escuela que entiende que la sobreexplotación de la naturaleza y el sometimiento de las mujeres tienen un mismo origen: una economía caníbal que funciona devorando cuerpos y territorios y que se sostiene en una concepción de la naturaleza como máquina y de la ciencia como instrumento de poder que acuñaron Bacon, Descartes y Newton en los inicios de la modernidad y superaron los físicos del siglo XX, pero que sigue vigente como difuso sentido común porque le es muy útil al sistema capitalista. En esta entrevista de una hora y media de duración que tiene lugar en Oviedo, adonde viene a impartir una conferencia en el marco de unas jornadas sobre luchas campesinas e indígenas convocadas por el grupo de género de la Coordinadora de ONGs del Principado de Asturias, Yayo Herrero desgrana para los lectores de ASTURIAS24 los puntos clave del diagnóstico y de las recetas de este movimiento, que sabe que no logrará sus aspiraciones en el marco de unos imposibles capitalismo verde o capitalismo de rostro humano, y que trata de advertir al mundo de la inminencia del colapso de un planeta sobrepasado en sus límites físicos recordando al mismo tiempo que el miedo sólo paraliza cuando no se sabe hacia dónde correr.

Comencemos por asentar conceptos. ¿Qué es el ecofeminismo?

El ecofeminismo es un movimiento social a la vez que una corriente de pensamiento que se basa, sobre todo, en el diálogo entre el movimiento feminista y el movimiento ecologista. Insisto en esto de diálogo porque es importante entender que es una relación en pie de igualdad, en la cual ninguno de los dos movimientos comprende o puede sustituir al otro. Lo que plantea básicamente el ecofeminismo, o lo que le da sentido, es que cuando uno analiza las causas de la degradación de la naturaleza y de la destrucción de los procesos naturales, e indaga también en algunas de las causas que se esconden detrás de la subordinación de las mujeres y de la persistencia del patriarcado, se encuentran bastantes lógicas comunes. Del mismo modo, cuando uno se plantea cómo construir un mundo ajustado a los límites físicos del planeta y de la naturaleza y que a la vez sitúe como prioritario el cuidado de la vida y el bienestar de las personas, que ha sido una de las preocupaciones fundamentales del feminismo, se encuentra también que las propuestas son bastante sinérgicas. Cuando los dos movimientos dialogan se produce una amplificación de la fuerza de los temas que cada uno de ellos aborda por separado. El ecofeminismo nos permite, por así decirlo, comprendernos mejor como especie; darle importancia material, política y simbólica a las relaciones del ser humano con la naturaleza y con el resto de seres humanos, que es la base de poder sostener la condición humana.

El ecofeminismo parte de una premisa que parece de Perogrullo, pero que no lo es tanto: el ser humano no puede existir en soledad, ni con respecto a otros seres humanos ni con respecto a la naturaleza.

Efectivamente, el ecofeminismo es absolutamente consciente de que existen dos conjuntos de relaciones que son profundamente materiales: las relaciones con la naturaleza y las relaciones con las demás personas. Yo insisto mucho en la materialidad porque a veces llevamos el tema sólo a los afectos o a lo simbólico, pero las relaciones con la naturaleza y con las demás personas son profundamente materiales. Y es verdad: parece de perogrullo, pero los instrumentos que ha desarrollado el modelo económico capitalista y los propios instrumentos políticos que hemos construido para desarrollar las sociedades del bienestar no lo tienen en cuenta. Parece como si las personas pudiéramos vivir emancipadas de la naturaleza y del resto de los seres vivos. Hay, se ha construido, una idea del individuo sobre el que pivotan los derechos, las obligaciones, la participación económica y política, etcétera, que no existe, que es una ficción. Ese individuo no es un ser aislado ni autónomo: depende de la naturaleza y del resto de los seres vivos, y la destrucción de la naturaleza y de los entornos comunitarios somete a las personas a una tremenda vulnerabilidad.

No hay un ecofeminismo, sino varios ecofeminismos; diferentes maneras de entender el ecofeminismo, pero sobre todo dos: la esencialista y la constructivista. Para los esencialistas, las mujeres están, por su condición de madres, esencialmente más conectadas con la naturaleza que los hombres, y para los segundos esa ligazón a la naturaleza, aun existiendo, se debe al hecho de vivir en sociedades patriarcales que asignan a las mujeres roles concretos diferentes de los de los hombres. Usted es constructivista, pero, ¿reconoce algún valor o razón a la vertiente esencialista?

Sí, naturalmente que sí. Yo creo firmemente que las mujeres no estamos más cerca o somos más naturales que los hombres, ni somos por esencia más capaces de de dar cariño o de cuidar la naturaleza. Creo que todos y todas estamos rodeados de hombres perfectamente capaces de tener relaciones tiernas, de ser afectuosos y de cuidar la vida y que lo que sucede es que la división sexual del trabajo hace que muchos hombres vivan muy bien en el sentido de poder desatender todas esas cosas que son de todos y todas. Pero sí que reconozco algunas aplicaciones de ese ecofeminismo esencialista que admiro enormemente, sobre todo las que vienen de otras cosmovisiones, como las asiáticas o las africanas. Por ejemplo, el ecofeminismo indio de Vandana Shiva tiene esos tintes esencialistas, pero ha organizado movimientos superfuertes de resistencia contra la comercialización de las semillas, la agricultura industrial o el mal desarrollo que son interesantísimos y con los que coincidiríamos muchas personas activistas aquí de forma clarísima. Desde esa mirada también se puede construir una resistencia anticapitalista y antidesarrollista en el mal sentido de la palabra desarrollista.

La crítica feminista al sistema patriarcal suele partir de la creencia en un matriarcado anterior, y en el ecologismo también palpita una aparente nostalgia de un hipotético edén de sostenibilidad perdido con la llegada de la industrialización y al que de alguna manera se busca regresar. ¿Une el ecofeminismo esas dos nostalgias? ¿Hay motivos para creer en ese ecomatriarcado previo, o forma parte más bien del terreno de lo mítico?

En el tipo de ecofeminismo que nosotras trabajamos no partimos de esa idea de la existencia de un matriarcado esencial y un paraíso natural previos. En las relaciones de la persona con la naturaleza siempre ha habido conflicto en mayor o menor grado y unas relaciones no necesariamente armónicas. Antes de la llegada de la sociedad industrial ya se habían producido los colapsos de algunas civilizaciones, procesos de desertificación, pérdidas de bosques, etcétera. Lo que pasa es que la intensidad de los daños y de los cambios que se podían producir no eran iguales a los que luego pudo producir la sociedad industrial. La industrialización, el desarrollo tecnológico y la necesidad de disponer de energía fósil dieron lugar a una capacidad mucho mayor de intervenir sobre el territorio y de modificarlo. En cuanto al matriarcado previo, Robert Graves, por ejemplo, defiende su existencia después de analizar toda la mitología griega, y también hay textos de alguna antropología, digamos, más basada en los datos prehistóricos que la defienden. Almudena Hernando, por ejemplo, lanza en su libro La fantasía de la individualidad una idea bastante interesante: la de que el hecho de que las mujeres permanecieran en los asentamientos en los que se vivía y fueran los hombres los que se alejaran de ellos creó en los hombres una especie de desapego de la comunidad y del cuidado que puede estar en parte en el origen de las relaciones patriarcales. En cualquier caso, más allá de estas aportaciones, la de ese ecomatriarcado previo es una idea bastante contestada. Yo no diría que existe la evidencia de un ecomatriarcado previo, y no defendería esa especie de paraíso al que volver, entre otras cosas porque los procesos históricos son irreversibles y nunca se puede volver a lo anterior. Creo que es más una cuestión de ajustarse a límites y de poner en el centro las relaciones.

Ciencia y naturaleza

El objetivo básico de la ciencia, según lo formuló Bacon y sigue considerándose tácitamente hoy, es someter a la naturaleza, ponerla al servicio de los seres humanos. «El planeta debe estar al servicio del hombre», decía textualmente Ana Botella hace cinco años.

Sí…

En esa visión acuñada a principios de la modernidad, la ciencia no es sólo un instrumento de poder, sino también algo infalible, neutro y no sujeto a distorsiones fruto de ideologías o modas. El ecofeminismo se rebela, por supuesto, contra el abismo ontológico que se pretende interponer entre los seres humanos y el resto del mundo vivo, pero también contra esa visión baconiana, cartesiana, newtoniana, de la ciencia. La naturaleza, claman ustedes, no es una autómata fría y predecible, sino un gigantesco organismo vivo y en gran parte impredecible.

Sí. Efectivamente, con Bacon, Descartes y Newton se pasa a concebir la naturaleza como una autómata que funciona con unas determinadas leyes mecánicas. Bacon, Descartes y Newton son personas extremadamente religiosas, como es normal en la época, y pasan a concebir al ser humano cerca de Dios y distanciado de la naturaleza por tener una razón, una inteligencia, que le permiten alejarse de lo material y acercarse a ese dios. Conciben a Dios más bien como arquitecto o como diseñador de la naturaleza, no como un interventor constante, y al hombre como el depositario de esa máquina que está a su servicio.

Descartes llega a comparar los gritos de los animales viviseccionados con el chirrido de los goznes de una máquina en funcionamiento.

Sí, eso es. [Max] Weber acuñó el concepto de desencantamiento del mundo para resumir ese proceso por el cual se pasa de una visión medieval o preindustrial de la naturaleza como un receptáculo de magia que era impredecible y fuente de temor, y que por lo tanto había que cuidar o respetar, a esa otra nueva visión mecánica de la naturaleza en la que se reduce toda la complejidad de lo vivo a las relaciones causa-efecto y se pasa a creer que la misma acción siempre genera en la naturaleza el mismo efecto, cuando lo que sucede en los sistemas complejos, en los sistemas vivos, es que operan muchísimas más relaciones que las relaciones causa-efecto. Esas relaciones están presentes, desde luego, pero también lo están las sinergias, las realimentaciones positivas y negativas... La naturaleza es un entorno en el que interviene una infinidad de variables que no siempre responden de la misma manera.

La ciencia nos sirve para comprender la lógica de lo muerto, pero no la lógica de lo vivo, dice René Passet.

Lo dice en L"économique et le vivant, sí, y es algo que a mí también me llamó la atención un montón cuando lo leí. El mensaje es que en lo vivo hay cotas de incertidumbre y de impredecibilidad que no se pueden obviar. [Gregory] Bateson utilizaba una escena de Alicia en el país de las maravillas que refleja esto muy bien: la de cuando Alicia llega al campo de cróquet de la Reina de Corazones. Alicia conoce fenomenalmente las reglas del juego, sabe perfectamente cómo funciona un partido de cróquet, pero allí los aros son los soldados de la Reina de Corazones, el bastón que le dan a Alicia para golpear la pelota es un flamenco y la pelota es un erizo. En consecuencia, cuando Alicia intenta aplicar sus reglas al campo de la Reina de Corazones, el bastón se mueve y no le da a la bola con el pico, el erizo se mueve también y los soldados van cambiando la configuración de los aros, y las reglas que ella tiene no le sirven de mucho. Eso pasa a veces con la naturaleza. Hay determinados momentos en que se superan determinados efectos umbral y la naturaleza empieza a autoorganizarse y a dejar de funcionar como uno cree que tiene que funcionar. Y eso es ciencia, no es brujería. De hecho, dentro de la propia ciencia, ya a principios del siglo XX se empezó a contestar ese visión de ciencia mecánica y se empezó a poner de manifiesto que las leyes de la mecánica eran perfectas para un montón de procesos fabriles pero no servían para explicar la complejidad de lo vivo. La física, la termodinámica, la propia ecología, fueron poniendo de manifiesto que el mundo, el universo, la naturaleza, no funcionaban con esa lógica, y enfoques surgidos dentro de la propia ciencia, como la ciencia posnormal o el enfoque de sistemas, han ido haciendo propuestas alternativas. Ahora mismo ningún físico te diría que la naturaleza funciona de forma inequívocamente mecánica.

En cierta medida, la visión medieval de la naturaleza era, de una manera instintiva, más atinada que la moderna.

Sí. Efectivamente, lo que mostró la ciencia del siglo XX con la ecología y las leyes de la termodinámica es que la visión de la naturaleza que había en la época medieval, con esa parte de impredecibilidad, de incertidumbre, de misterio, era en cierto modo más cierta que la actual. Esa impredecibilidad, esa incertidumbre, eran reales más allá de que no lo fuera el lenguaje más propio de la magia o de la superstición que los hombres del Medievo utilizaban para aludir a ellas. No eran incompatibles con la ciencia.

Cuando esa visión de la ciencia y de la naturaleza comenzó a aparecer en el siglo XVI y XVIII se generaron resistencias muy curiosas y muy olvidadas.

Se produjeron resistencias bien interesantes, sí. Por ejemplo el romanticismo, que fue todo un movimiento de resistencia contra la visión ilustrada de la naturaleza. Condorcet, uno de los ilustrados, hablaba de la Tierra como «esta cruel madrastra a la que hemos sido arrojados». Frente a eso, el romanticismo se resiste a renunciar a la idea de la naturaleza como un espacio de vida y misterio e incluso advierte, de una forma realmente pionera, de los riesgos de la tecnología. El Frankenstein de Mary Shelley, por ejemplo, es un aviso muy claro de que cuando juegas con lo vivo las cosas te pueden salir mal. Otro fenómeno llamativo es el movimiento contra la vivisección de animales que se da en el siglo XVIII, que viene, sobre todo, de las mujeres ilustradas. Es un movimiento muy curioso, porque también hoy gran parte del movimiento animalista está constituido por mujeres. La presencia de mujeres en el animalismo es abrumadora.

Eso parece un argumento a favor del feminismo esencialista, ¿no?

Puede parecer que sí, pero lo que plantean muchas autoras es que desde la subalternidad, desde la subordinación, es más fácil ser sensible al sufrimiento y estar pendiente del otro sometido. No es tanto que sientas una conexión esencial mística con el animal como que tu propia subordinación te hace desarrollar más esa ética del cuidado, esa pulsión de hacerte cargo o de estar pendiente del otro. Por otro lado, también hay un proceso educativo por el cual se separan los roles. Las mujeres recibimos una educación que nos lleva a estar más pendientes del sufrimiento. Los niños y las niñas, de chiquitines, son mucho más capaces que los adultos de percibir incluso lo inanimado como vivo. Es la educación que reciben la que luego asigna a las mujeres el papel de cuidadoras e inocula en los hombres la pulsión capitalista de cada vez más, cada vez más, cada vez más.

Alcanzar una sociedad ecofeminista, ¿supondría pagar el precio de renunciar al progreso tecnológico y científico?

Supondría avanzar hacia otro modelo de progreso y en consecuencia probablemente hacia otra tecnología. La idea de progreso acuñada en la modernidad, ese sueño de vivir emancipados de la naturaleza y de las personas, tiene que ser completamente repensada para que los siete mil millones de personas que hay en este planeta sean capaces de construir una vida buena y equitativa ajustada a los límites que tenemos. Para mí, progresar sería caminar en esa línea, y en esa línea la tecnología hace falta, pero debe ser una tecnología diferente, que tenga como principal objetivo la conservación al máximo de la naturaleza y generar el mayor bienestar posible para las personas. Yo creo que muchos de los adelantos entre comillas que tenemos no pueden presumir ni de estar pensados y organizados para generar bienestar, justicia y equidad ni, desde luego, de preocuparse de cuidar que el planeta que nos acoge pueda seguir existiendo dentro de unos cientos de años.

Pongamos un ejemplo concreto. En esa sociedad ecofeminista, ¿habría lugar a enviar una sonda a hacer fotos de Plutón? ¿Deberíamos renunciar a algo tan fascinante como la exploración del espacio por ese principio de no poner en marcha tecnologías que no tengan una repercusión directa en el bienestar de las personas?

En esa sociedad tendríamos que pensar si el gasto energético y el consumo de minerales que comporta construir y enviar a Plutón esa sonda no se necesitan para transitar hacia un modelo basado en las energías renovables que dé cobertura a todas las personas del planeta. En un momento como éste en que el asunto de los límites físicos del planeta ya está tan degradado que cualquier uso material que queramos hacer compite con otros usos, debemos pensar si mandar la sonda a Plutón está o no en contradicción con las necesidades que hay que cubrir para todas las personas teniendo en cuenta, además, que el planeta tiene que seguir regenerándose. Por cierto, ahora mismo tenemos el planeta rodeado de chatarra que cae de vez en cuando en los campos de Albacete (risas). Hace poco leí en un artículo que de una buena parte de todo lo que se manda al espacio el mayor coste es recubrirlo para que, si choca con cualquiera de los trastos que hemos mandado al espacio, pueda mantenerse. Estamos convirtiendo el planeta en una especie de cárcel por tener una ciencia y una tecnología al servicio de un capitalismo cuyo propósito máximo es la obtención de beneficios y no una ciencia y una tecnología al servicio del conjunto de la vida.

La visión mecanicista de la ciencia acuñada por Bacon no sólo era un error, sino también una superestructura muy útil al capitalismo, lo cual explica su pervivencia mucho después de ser desacreditada por la propia ciencia.

Le fue muy funcional al capitalismo y al proceso industrial en su nacimiento, claro. Y pervive aunque esté ya contestada por la física porque esa funcionalidad le dio una enorme legitimidad social y porque, al consolidarse la idea de que cuando uno aplica el método científico puede interpretar de una forma objetiva el mundo, se convirtió a la propia ciencia en algo incuestionable.

En una especie de religión.

Claro. De hecho, yo creo que el capitalismo, sobre todo en su dimensión y profundización neoliberal, es una religión: toda una concepción de vida con una serie de principios sagrados —la competencia, la propiedad— que ahora mismo te encuentras inoculados no ya sólo en el mercado, sino en la política e incluso en las formas que tenemos las personas de relacionarnos. Es decir, la propia lógica capitalista de organización de la economía se convierte en una antropología; termina fabricando un tipo de persona que le es muy funcional igual que fabrica la ciencia que le es funcional. Ojo, a mí me parece que la ciencia es absolutamente necesaria. Desde la ciencia es desde donde podemos saber que existe un cambio climático y desde la ciencia es desde donde sabemos cuáles son las tasas de retorno de las fuentes energéticas que tenemos. Es decir, a mí me parece que la ciencia es absolutamente esencial, pero que hay que acompañarla de esa otra visión que entienda que la naturaleza no es una máquina.

Repatriarcalización

Saltando a la mitad feminista del ecofeminismo, ustedes sostienen que a la vez que ese proceso de sometimiento de la naturaleza se dio otro de sometimiento de las mujeres; que el sometimiento de las mujeres no es un fenómeno inmemorial sino uno de implantación relativamente reciente que se llevó a cabo de manera violenta y que encontró, como el sometimiento de la naturaleza, resistencias diversas.

Yo no diría que el sometimiento de las mujeres aparece en la Edad Moderna: si uno lee la literatura antigua, empezando por la Biblia o los textos de Platón y Aristóteles, ve que el patriarcado ya existía entonces, y existía desde hacía muchísimo tiempo. Lo que sí es cierto, y lo ves en textos sobre antropología de la familia, como los de Martine Segalen, es que en el modo de producción preindustrial, aunque hubiera división sexual del trabajo, no existía una concepción tan absolutamente desvalorizada de la parte del trabajo que hacían las mujeres. Es decir, la casa, el ámbito doméstico como entorno de producción, desarrollaba tareas diferentes pero igualmente tenidas por importantes para obtener y cubrir los bienes y servicios necesarios para mantener la vida. No había una separación tan estricta entre lo que hoy llamamos productivo y lo que hoy llamamos reproductivo, siendo productivo aquello que tiene reflejo en el mercado. No existía una diferencia tan grande, y lo que también señalan autoras como Silvia Federici y algunos estudios de medievalistas es que a lo largo del Medievo se dieron ciertos procesos en los que algunas mujeres cobraron una fuerza importante: mujeres, muchas veces, viudas o solas, a veces protegidas en conventos o contextos de convivencia parecidos, que basaron en buena medida esa fuerza, esa independencia, en el conocimiento de la naturaleza, y que alcanzaron ciertas cotas de control de la propia reproducción mediante prácticas abortivas o contraceptivas.

Silvia Federici interpreta las cazas de brujas de finales del Medievo y principios de la Modernidad como un ataque estructural a esa independencia.

Sí. Silvia Federici señala que la revolución industrial y los primeros nacimientos de la ciencia moderna son coincidentes con el período en que más brujas se quemaron en Europa. Es un proceso que siempre hemos vivido como religioso, pero la mayoría de estos juicios eran juicios civiles. Fueron quemadas montones de mujeres solas, viudas, fuertes, acusadas de brujería, y lo que viene a señalar Silvia Federici es que no es casual que el nacimiento de la ciencia y de la industrialización, que necesitaba una cantidad ingente de mano de obra, coincidiera con eso y que eso coincidiera con un momento en que había muy poquita población en Europa debido a las grandes pestes y en que muchas mujeres que habían visto morir en estas grandes epidemias a todos los hijos que habían parido sentían un rechazo enorme a seguir pariendo hijos para verlos morir.

Aquellas mujeres abortaban los hijos que el capitalismo naciente necesitaba para llenar sus flamantes factorías.

Claro. Y lo que hace entonces el capitalismo es criminalizar a esas mujeres acusándolas de brujas secuestradoras de niños; estigmatizar a las que, como parteras, ayudaban a parir, pero también a abortar, y medicalizar el embarazo y el parto para controlarlos directamente. Lo que Silvia Federici viene a defender es que aquel momento de acumulación originaria fue el proceso de cercamiento y proletarización de las personas que describió Marx, pero también un proceso de sometimiento y violencia contra las mujeres. Y defiende también que ese proceso lo ha visto repetido cada vez que se han producido nuevos procesos de acumulación originaria, lo que [David] Harvey llama ahora acumulación por desposesión. Lo estamos viendo en el Estado español en este momento de políticas de ajuste estructural, que nosotros hemos llamado de austericidio y que Rajoy llama horriblemente de austeridad.

Una palabra hermosa, porque es el nombre de una virtud esencial, puesta al servicio de un fin execrable.

Claro, la austeridad es un valor moral importante en un mundo con límites físicos, pero aquello a lo que Rajoy llama austeridad es resignarse ante el expolio. Pues bien, esas políticas se han acompañado, porque siempre se acompañan, de un rebrote de ese sometimiento y esa criminalización de las mujeres. En un momento en que se están intentando regenerar las tasas de ganancia del capital, y en que la famosa recuperación no es más que un proceso de extractivismo social donde se extrae hasta la última gotita de recursos públicos existentes para ponerlos al servicio de esa tasa de recuperación del capital, toda la labor de cuidado y reproducción de la vida que no se puede dejar de hacer pero ya no se cubre con dinero público, toda esa precariedad que se ha generado en los procesos de exclusión, con millones de personas en situación de desempleo e incluso trabajadores y trabajadoras que tienen salario pero que no dejan de ser pobres, porque ya las propias condiciones laborales son generadoras de pobreza y exclusión, toda esa precariedad vital, digo, se deja caer en las casas, en la familia, que es un poco la gran corporación del patriarcado, porque dentro de la familia las relaciones no son para nada equitativas. Son mayoritariamente las mujeres las que están asumiendo con trabajo una buena parte de lo que antes se cubría con servicios públicos. No sé en Asturias, pero en Madrid hay mucha gente que está sacando a los abuelos de las residencias porque les hace falta la pensión para la economía doméstica.

En Asturias también, sí.

Es terrible. Bueno, pues todo eso pasa a hacerse dentro de la casa y, aparte de que se empiece a convertir muchas casas en un polvorín de relaciones tensas con los resultados que conocemos, hay un aumento de presión tremendo en tiempo de trabajo y en angustia para las mujeres. Y eso sucede a la vez que aparecen esos discursos esencializadores que dan palmaditas en el hombro a las mujeres; esos: «Uf, es que en una casa en la que hay una mujer, o en la que hay un ama de casa, ya sabemos que siempre se va a mirar por los hijos y por los mayores». Ese discurso, esa lógica del deber o de la imposición del amor, del cuidado, como signo de vida, actúa simbólicamente como un mecanismo opresor que cae a plomo. Y por otro lado se criminaliza a quienes se rebelan y no quieren asumir esa carga en soledad: aparece la Conferencia Episcopal, con Rouco Varela al frente, hablando de la ideología de género como si fuera la ideología de las nuevas brujas o se habla de feminazis cuando salen mujeres diciendo que quieren decidir, que quieren ser soberanas de su propia reproducción.

¿Se está dando a su juicio, entonces, un proceso de resometimiento, de repatriarcalización?

Yo no diría que se está dando ese proceso, pero sí que creo que se están dando intentos. Lo que pasa es hay una tremenda resistencia por parte de las mujeres. Yo creo que, en los últimos años, uno de los movimientos que más se ha rejuvenecido y fortalecido como movimiento social es el feminista. Creo que, de todos los movimientos clásicos, el feminismo ha sido el más capaz de regenerarse y de incorporar personas jóvenes. Pero sí, sí que se están dando intentos.

Los trabajos de cuidado y sostén cotidiano de la vida que las mujeres desempeñaban antes de su salida del hogar gracias a las conquistas del movimiento feminista, y que son absolutamente fundamentales, no pasaron a ser ni repartidos entre toda la sociedad ni remunerados, sino que en gran medida dejaron simplemente de hacerse por falta de tiempo.

Claro. El asunto es que, sí, en el mundo occidental las mujeres hemos salido con todo el derecho al espacio que te reconoce derechos sociales y económicos, que es el del empleo remunerado, pero eso ha hecho que haya menos tiempo para hacer lo otro.

Para complicar aún más las cosas, el envejecimiento de la población y los avances médicos hacen que haya más personas vulnerables y lo sean por más tiempo. Es decir, hay menos tiempo para más cuidados.

Sí. La pirámide de población se ha invertido y hay personas que llegan a situaciones de enorme, enorme, enorme vulnerabilidad. Yo le diría a cualquiera que se pase por una residencia de ancianos. En algunos casos es tremendo: plantas enteras llenas de personas que no pueden hacer ni lo más mínimo por ellas mismas. Y hay más cosas: el propio modelo de ciudad que tenemos, por ejemplo, en el que vivimos en una punta, trabajamos en otra y la casa de los padres a los que tenemos que acercarnos a cuidar está en otra. Dedicamos muchísimo tiempo a ir de un lado para otro. Yo creo que nos vamos a encontrar con un problema importante dentro de no demasiado tiempo. Si tú miras, en el Estado español, la cantidad de personas desempleadas que hay y a qué se está llamando recuperación económica, unos pocos empleos en los que se está pagando a la gente seiscientos y setecientos euros, no puedes evitar preguntarte cómo con estas bases de cotización vamos a poder sostener de forma pública y colectiva y solidaria el cuidado de todas estas personas. Además, antes, en la generación de nuestros padres, se tenían más hijos y no era infrecuente que hubiera seis o siete hermanos para ocuparse de unos padres, aunque se ocuparan más las hermanas, pero en nuestra generación quien tiene hijos tiene uno o dos y además los modelos de familia han cambiado totalmente: padres que se separan, que tienen nuevas parejas, etcétera. Por otro lado, también hay procesos de emancipación y rebeldía de mujeres que, con toda legitimidad, se niegan a llevar a cabo esos cuidados en solitario. El resultado es que, por diversos factores, estamos ante un problema estructural de un calado impresionante. Hay que repensar completamente el modelo de sostén público para que siga siendo viable.

Hay dos figuras curiosas que han aparecido como consecuencia de ese abandono por falta de tiempo de los cuidados y las tareas domésticas: la de los abuelos esclavos y la de las empleadas domésticas, casi siempre mujeres, casi siempre inmigrantes de países pobres y casi siempre mal pagadas. Al final, la liberación de las mujeres consistió en liberar a unas a costa de esclavizar a otras.

Claro. Básicamente, el asunto es que de forma mayoritaria los hombres no han asumido la reciprocidad en la tarea del cuidado, con lo cual esa tarea sigue descansando mayoritariamente sobre los hombros de las mujeres. Por eso, igual que se hablaba de la deuda ecológica como la deuda contraída con los países de la periferia por el desigual uso de los recursos, por la desigual destrucción y por la desigual generación de residuos, podría hablarse también —en términos de metáfora, porque es difícil de contabilizar— de una especie de deuda civilizadora o de cuidados que tiene contraída la mayor parte de los hombres con las mujeres por la enorme desigualdad en la contribución a esa tarea que es básica. El caso es que hay mujeres que disponen de familia que las puede ayudar y entonces se da un proceso que existió siempre: el reparto del cuidado. La diferencia es que antes ese reparto se hacía en unas redes comunitarias, vecinales o de familia extensa en que era más fácil organizarlo. Ahora el modelo de familia nuclear dificulta ese reparto un montón, y en consecuencia ha aparecido el síndrome de las abuelas esclavas. Y sí, luego hay otro mecanismo de reparto que tiene más que ver con la clase y que consiste en que unas mujeres paguen a otras para que hagan esas tareas. También es algo viejo: el trabajo doméstico pagado siempre fue un trabajo emigrante, que primero desempeñaron las mujeres que emigraban de los pueblos a las ciudades y posteriormente pasó a ser cubierto por la emigración transnacional. Pero no deja de ser curioso que si tú miras los lugares de los que vienen las materias primas que sostienen el metabolismo económico en el Estado español o en cualquier país enriquecido, y miras después los lugares de los que vienen las mujeres que cuidan, te encuentras con que son exactamente los mismos.

Absorbemos a las mujeres bolivianas como absorbemos los recursos bolivianos. Las mujeres son un recurso extraíble más.

Exacto. Hay una transferencia absolutamente desigual en términos tanto de ecodependencia como de interdependencia.

¿Se puede decir que el sistema anterior de división de esferas entre hombres y mujeres, aunque evidentemente injusto, era más armónico, y que el actual, más allá de las apariencias, es menos armónico sin haber pasado a ser más justo?

A ver, claro, el anterior era injusto, pero lo que tenía era que funcionaba. Era injusto porque funcionaba sobre el sometimiento de las mujeres, pero permitía reproducir la existencia cotidiana, por así decirlo. Lo que sucede en el momento actual es que, sí, hemos tocado ya los límites y la existencia cotidiana no se puede reproducir, por lo que el sistema sigue siendo igual de injusto pero además no funciona.

¿Qué vías hay para alcanzar un sistema que sea ambas cosas: justo para las mujeres y armónico para todos?

La reorganización de los tiempos de las personas. Igual que se hacen políticas económicas, deberíamos hacer políticas del territorio y políticas de los tiempos que pasen por repensar todo el tiempo del empleo remunerado: reducción de jornadas, reorganización de los permisos, de las posibilidades de excedencia… Incluso ser un poco expeditivos en el sentido de: a ver, permisos de paternidad obligatorios. Que no te puedas escaquear, por así decir, del tema. Y luego a mí me parece básico, básico, básico, la existencia de servicios públicos y sociocomunitarios que posiblemente tengan que ser repensados también, porque yo no sé si los que tenemos ahora son los más adecuados, pero que son fundamentales para no dejar el tema del reparto del trabajo y de los cuidados a la lógica de lo que quiera hacer la familia, donde las relaciones de poder son absolutamente desiguales y no tenemos la garantía de que dejen de serlo por muchas declaraciones que hagamos. El derecho a ser cuidado cuando uno está en una situación de vulnerabilidad es un derecho básico, pero también lo es el derecho a no cuidar a una persona determinada. Tú tienes que contribuir al cuidado en términos de reciprocidad porque tú mismo no puedes vivir sin él, pero lo que la lógica familiar plantea a las mujeres es la obligación de cuidar en el propio entorno, y a veces las relaciones familiares son muy complicadas. Te puedes ver teniendo que cuidar a tu agresor o a las personas que te han machacado la vida.

Producción y reproducción

El capitalismo, además de promover una nueva concepción de la ciencia, transformó también a su conveniencia el concepto de trabajo. Ha ido ya dando pinceladas, pero, ¿qué es el trabajo para el sistema actual y qué es el trabajo para un ecofeminista?

Ahí el ecofeminismo bebe y se ha nutrido de lo que ha planteado el movimiento feminista toda la vida. A ver, dentro del modelo capitalista el trabajo es lo que se hace a cambio de un salario, es decir, lo que tiene reflejo en las cuentas monetarias del sistema, del Estado. Eso da lugar a paradojas curiosas: cantar porque te encanta cantar con tu coro de barrio no es trabajo, pero cuando eso lo haces pagado en un escenario, en una gala, es trabajo. Un futbolista trabaja, pero si tú haces exactamente la misma actividad jugando con tus colegas un fin de semana, eso no es trabajo. Más paradójico aún: si tú eres empleada doméstica y vas cada día a cuidar a un viejito a una casa estás trabajando, pero las personas que hacen eso mismo dentro del hogar estando disponibles veinticuatro horas al día, siete días a la semana, trescientos sesenta y cinco días al año, son consideradas personas inactivas por la Encuesta de Población Activa. Cuando en una asamblea de barrio estamos organizándonos para mejorar o para crear un centro social que proporcione actividades culturales al barrio, eso no es considerado trabajo. Si lo que hay es una empresa privada que media y organiza actividades culturales en un centro público, eso sí es trabajo.

Sucede algo parecido con el concepto de producción.

Sí, se llama producción a lo que tiene lugar en el mercado y a lo otro, considerado como totalmente separado, se le llama reproducción. De la misma forma, llamamos trabajo exclusivamente al empleo y lo otro, que es toda esa cantidad ingente de trabajo que supone el cuidado cotidiano de la vida, pasa a no tener ni nombre, no tiene valor. Ojo, no estoy diciendo que a ese cuidado cotidiano de la vida se le tenga que reconocer su valor en términos monetarios. Lo que decimos es que tiene que haber otra serie de indicadores multicriterio además de los económicos para valorar esas aportaciones; que se tiene que abandonar esa manera ultracontable y ultracapitalista de entender la vida.

En una conferencia impartida hace dos años, usted ponía un ejemplo aún más elocuente que ésos que mencionaba antes de qué entiende el sistema capitalista por trabajo: aquello del amianto.

Es un ejemplo bastante curioso, sí. Hubo una serie de denuncias de trabajadores que enfermaron en fábricas en las que se trabajaba con amianto a sus empresas y en el Estado español se ganaron en primera instancia todas las sentencias menos una: la de unas mujeres que habían enfermado también lavando la ropa de sus maridos. El marido salía con toda la ropa llena de polvo y las mujeres la sacudían en casa, inhalaban todo ese polvo y enfermaban también. Esa denuncia se perdió porque, claro, no había vinculación, digamos, laboral entre la mujer y el marido. En segunda instancia sí se ganó el juicio y se reconoció también la responsabilidad en el sentido de que la empresa hubiera debido tener un servicio de lavandería que se hiciera cargo de esos restos en lugar de hacer lo que hacen siempre las empresas: delegar ese trabajo, esa parte del cierre del ciclo productivo, en los hogares; desentenderse de todo lo que es necesario para que el trabajador se regenere y vuelva al día siguiente al trabajo en las mismas condiciones.

Del mismo modo que concibe a la naturaleza como una autómata fría y predecible, el sistema también considera a los trabajadores, a los seres humanos en general, como autómatas, como seres biorrítmicamente monocordes que brotan cada día en su puesto de trabajo lavados y planchados.

Claro. En los albores de la industrialización, igual que se maquiniza la naturaleza se maquiniza el cuerpo, concebido como la parte natural del ser humano, opuesta a la mente o la razón; y al proceso industrial, con su horas, sus pautas, sus horarios, sus ciclos, sus máquinas, esa maquinización del cuerpo le viene muy bien. En esa organización que se decía científica del trabajo, tú entras, tú sales y yo utilizo en términos de máquina viva este tiempo de trabajo que tú desempeñas como si fueras una máquina, pero el resto de tu vida no cuenta. Todo lo que es necesario para que vuelvas al día siguiente nuevo y regenerado no cuenta aunque sea parte de mi propio proceso productivo. Se produce una especie de vivisección, como si el ser humano estuviera partido entre una dimensión que es la que trabaja, que es a lo que llamamos mano de obra, y otra dimensión completamente desgajada de la otra que es la que se ocupa del tiempo de la vida. Yo creo que esto está muy presente en nuestra sociedad, donde hay tantísima gente que curra en cosas que no le interesan absolutamente nada y para la cual su vida es lo que hace fuera del trabajo y el trabajo esas horas de alienación a las que no ve sentido pero que le proporcionan la renta que necesita para vivir.

Esa vivisección genera unos desajustes psicológicos tremendos.

Tremendos. Lo explica muy bien en La gran transformación un autor que yo creo que tiene una vigencia enorme, que es [Karl] Polanyi: el proceso industrial generó dos nuevos mercados que antes, en el modo de producción doméstico, no existían. Ojo, no estoy intentando esencializar en ningún sentido los modos de producción antiguos; lo que quiero decir es que en el modo de producción industrial, en su momento inicial, las tremendas inversiones que se hacían en maquinaria generaban réditos y beneficios para los capitalistas que invertían siempre y cuando se estuviera produciendo de forma constante, y para producir de forma constante se necesitaban dos entradas, dos inputs, básicos: materias primas y mano de obra. Esos mercados, dice Polanyi, no existían antes, o sí existían, pero al fin y al cabo las materias primas no son más que naturaleza y la mano de obra no es más que personas, y por más que las materias primas se miren como algo desgajado de la naturaleza o que la mano de obra se mire como algo desgajado del conjunto de las personas, las materias primas y la mano de obra no dejan de ser parte de la naturaleza y de la vida humana respectivamente. Sin embargo, en la industrialización pasan a concebirse como mercancías. En términos marxistas, mercancía es aquello que ha sido fabricado para ser comprado o vendido, pero la naturaleza no ha sido fabricada, no es producida, y los seres humanos desde luego no han sido producidos para ser comprados o vendidos. Polanyi habla de una mutación antropológica en la propia consideración de la vida humana y de la naturaleza y anuncia en La gran transformación que esa mutación a a tener con el tiempo efectos más devastadores que los de cualquier fundamentalismo religioso.

¿Se puede decir que el ecofeminismo, además de reaccionar contra el capitalismo y el neoliberalismo, lo hace también en cierta medida contra el marxismo y la izquierda histórica, que beben de esa misma consideración de la naturaleza y de la ciencia que hemos abordado antes?

Yo no diría tanto. Al menos yo no vivo el ecofeminismo como una reacción de oposición al marxismo: yo me siento muy deudora de todo el análisis marxista y me parece que hay muchas partes de él que tienen absoluta vigencia. Lo que sí que creo es que el ecofeminismo reforma o complementa al marxismo, e incluso contradice muchos de los postulados de Marx. Marx no deja de ser un hombre de su tiempo, imbuido por la lógica patriarcal y fascinado por el desarrollo de unas fuerzas productivas y de una tecnología que se creían que iban a llegar a permitir al ser humano vivir sin trabajar. Es preso de ese optimismo tecnológico imperante y que forma parte del conocimiento ilustrado.

La idea del hombre nuevo, del homo sovieticus.

Sí. Marx es preso de ese optimismo y el marxismo que él funda también es en sus inicios y en su continuidad preso de esa idea de progreso ilimitado, de la vida como una especie de hilo de continuidad que va siempre hacia delante y que permitirá llegar a una meta en la que todas estas utopías —para Marx el hombre nuevo, pero para Nietzsche el superhombre y para otros otras cosas— se harán finalmente realidad en un estado de cuasiperfección de los seres humanos. La termodinámica, la idea de irreversibilidad, el principio de incertidumbre de Heisenberg e incluso la propia idea de evolución no como un proceso con una finalidad sino como un proceso sin más en el que se dan muchas cotas de incertidumbre han ido cambiando esa idea. De hecho, ha habido marxistas posteriores, como Manuel Sacristán, que han hecho aportaciones importantísimas para incorporar toda esta mirada al análisis marxista. Esa mirada y el marxismo no son incompatibles y yo creo más en el diálogo con el marxismo que en la oposición a él. Silvia Federici, por ejemplo, no cuestiona, en la crítica propia que hace al marxismo, el planteamiento del análisis de la acumulación originaria, sino que critica la invisibilidad de ese otro proceso que se estaba dando a la vez.

Una noción clave en el pensamiento ecologista, y en consecuencia también en el feminista, es la de bien común. ¿Qué es el bien común?

A esto le estamos dando últimamente bastantes vueltas, porque es un elemento que forma parte del cambio de análisis que muchos movimientos sociales están llevando a cabo ahora. Básicamente, un bien común es un recurso que… Bueno, no un recurso. Recurso es una palabra demasiado antropocéntrica. Empiezo otra vez: básicamente, un bien común es una fuente de vida, algo necesario para sostener la vida y en torno a lo cual existe una comunidad que se organiza para administrarlo y cuidarlo. Este matiz es importante, porque yo no creo que existan bienes comunes per se: el agua es un bien común o no dependiendo de cómo esté instituido ese bien. Si el agua es privatizada, embotellada, vendida y comprada, por mucho que nos parezca éticamente que es un bien, no lo es. No sé si soy capaz de explicar el matiz bien.

El bien común no es el agua, sino el agua más las prácticas comunitarias establecidas en torno a ella.

Efectivamente. El agua es parte de ese bien común tanto como todo el sistema organizativo tanto cultural como político que hay alrededor para que le llegue a todo el mundo. Los bienes pasan a ser comunes en el momento en que existe una comunidad que se organiza para garantizar que estén bien repartidos y que elabora unas normas y un sistema de sanciones. ¿A qué nos lleva esto? A una idea que a veces genera tensiones incluso en el seno de los movimientos alternativos y de izquierdas, que es la idea de la norma. Aquello que es necesario para que todo el mundo esté vivo y sin embargo es limitado no puede tener un uso irrestricto, y lo que hace el capital para evitar que el uso sea irrestricto es que esté mediado por el dinero. Quien tiene dinero accede al bien, quien no tiene dinero no accede y así es como se reparte y organiza. Cuando hablamos desde la lógica del común, el planteamiento es otro y es básicamente que tiene que existir una comunidad que colectivamente defina cómo se organiza ese recurso para que le llegue a todo el mundo y cómo se sanciona a quienes pretendan consumir mucho más de lo que les corresponde.

Lo que siendo absolutamente necesario para la vida es limitado tiene que ser comúnmente gestionado.

Exacto. Comúnmente gestionado y no repartido en el sentido de que a cada uno le corresponda un trocito de agua que pase a ser su propiedad individual, sino en el sentido de que cada uno tenga la posibilidad de acceder al agua. Por cierto, en relación con esto hay algo muy curioso de Silvia Federici. Silvia Federici dice que, si te fijas, las mujeres han sido utilizadas como si fueran un bien común para satisfacer los cuidados necesarios para que pueda existir la vida. Las mujeres son apropiadas por los hombres y todo el sistema de reglas que hace que ese bien llegue a todo el mundo son las reglas del patriarcado. Claro, ella lo plantea en clave de denuncia. El bien común es la capacidad de cuidar y debe ser repartido de otra manera.

Otra noción clave: el decrecimiento. Más allá de una enmienda a un sistema que no conoce límites en un planeta físico que sí los tiene, y que necesita el crecimiento permanente en un universo que no lo permite, ¿qué es el decrecimiento? ¿Cómo se podría poner en práctica?

Antes que nada hay que hacer una puntualización: cuando nosotros hablamos de decrecimiento hablamos de decrecimiento de la esfera material de la economía. Es decir, lo que tiene que decrecer es la extracción de materiales, de fuentes de energía finitas, la destrucción de suelo fértil, etcétera. La economía debe decrecer sólo en ese sentido. Digo esto porque algunas veces hemos cometido en algunos sectores el error de hablar de decrecimiento del PIB, de decrecimiento económico sin más, cuando la crítica que hacemos es que no es tan importante que suba o que baje el PIB como a costa de qué sube o baja el producto interior bruto. Es decir, si de repente pusiéramos en el centro la atención y el desarrollo de los bienes relacionales, el cuidado, la transición a un modelo basado en renovables, etcétera, que eso generara un incremento en el PIB no sería preocupante. El crecimiento del PIB sólo es preocupante cuando se produce a costa de la fabricación de automóviles, del consumo cada vez mayor de petróleo, de la guerra… Lo que nosotros decimos es que debe decrecer la esfera material de la economía. Y no es que deba decrecer, es que es inevitable que decrezca. No es algo que busquemos los ecologistas, es una imposición de los límites físicos de la naturaleza.

Se decrecerá seguro y si no es pacífica y progresivamente será brusca y violentamente.

Claro. El decrecimiento no es una opción, es sí o sí. Ya está ahí y lo que sí es una opción es que ese decrecimiento de la esfera material de la economía, es decir, que globalmente nos manejemos con menos energía o menos materiales, se haga de una manera fascista, y digo fascista porque al final cada persona o cada colectivo que vive con muchos más recursos que los que le proporciona su propio territorio lo hace siempre con cargo a otros territorios, desproveyendo a esos territorios de esos bienes o a esas personas de esas posibilidades de construir vida. Cuando Hitler decía que la raza aria necesitaba un determinado espacio vital y que si no lo tenía en sus fronteras tendría que invadir otros países para conseguirlo, o cuando Bush al bombardear Iraq o Afganistán decía: «Nuestro estilo de vida no se negocia», lo que había detrás de ambas frases era el planteamiento de que algunas personas merecen tener un determinado estilo de vida aunque se construya a costa de otros. Eso es fascismo, y a eso mismo es a lo que nos encaminamos si no conseguimos crear un movimiento o una corriente de opinión lo suficientemente grande como para forzar ese necesario e inevitable decrecimiento de la esfera material de la economía en los lugares más se consume. Hay que conseguir un metabolismo económico que se pueda ajustar a los límites de lo que hay y hay que conseguirlo ya, porque nuestro planeta ya está sobrepasado en una buena parte de sus dimensiones materiales.

La punta del iceberg

Usted suele comparar el sistema capitalista con un iceberg.

Sí. Es una metáfora que no es mía, sino que a ella llegaron en diferentes momentos —fíjate, es curioso— la economía ecológica y la economía feminista. Ambos paradigmas de la economía crítica utilizaron por separado la misma metáfora, que lo que viene a decir es que el sistema capitalista puede ser explicado con la imagen de un iceberg. En un iceberg, la parte que flota por encima del agua, la visible, es la parte más pequeña, y hay una parte enorme que no se ve. Del mismo modo, en el modelo capitalista, en el modelo neoliberal, hay una parte pequeña que tiene reflejo en las cuentas económicas, que es la del empleo, lo que se compra, lo que se vende, la deuda, la prima de riesgo, las acciones, etcétera, pero hay otra que es necesaria para que exista y flote la de arriba y que es una masa enorme. En nuestro caso, esa parte sería la extracción de materiales finitos de la corteza terrestre, la utilización hasta haberlos alterado completamente de los ciclos de la naturaleza que permiten reproducir la vida y la incautación de una cantidad enorme de horas de trabajo que se realiza dentro de los hogares. La producción de vida, tanto de vida humana como de naturaleza, es una precondición para que pueda existir la producción capitalista, que necesita materias primas y mano de obra. Es decir, de no existir esa producción de vida previa… Es como la infraestructura de la infraestructura: de no existir esa producción de vida previa sería imposible que existiera la producción capitalista, y lo que sucede es que el capital no podría de ninguna de las maneras pagar esa producción de vida con su propia lógica, porque ni la puede producir —no se puede producir tecnológicamente— ni sería asumible en términos económicos pagar lo que cuesta reproducir generacionalmente la mano de obra.

Es una especie de plusvalía, en realidad.

Claro, se genera una especie de plusvalía en forma de tiempo libre que muchos hombres y algunas mujeres se apropian para ponerlo al servicio del mercado. Silvia Federici dice que esa apropiación del trabajo dentro del hogar no deja de ser una forma específica de lucha de clases, porque esa plusvalía es adueñada para ponerla al servicio del capital.

Remunerar el trabajo doméstico, como creo que se hace en algunos países escandinavos, ¿no es una opción para el ecofeminismo? ¿Sería, de alguna manera, alimentar al monstruo?

A mí no me parece que sea una opción. De hecho, cuando el tema de la ley de Dependencia, desde el feminismo se hicieron críticas a la posibilidad de pagar a las mujeres que cuidan en casa. Evidentemente, eso puede ser muy bueno en el caso de algunas personas, pero yo creo que la clave está sobre todo en que las mujeres que no quieran cuidar en casa dispongan de servicios públicos y de formas de no verse obligadas a cuidar en casa. Probablemente tendríamos que ir a una combinación de pago en algunos casos y buenos servicios públicos. De hecho, en Guipúzcoa la Diputación gobernada por EH Bildu puso en marcha, en la legislatura anterior, un plan de igualdad que manejaba esos dos elementos: unas rentas a las mujeres que cuidaban en casa y el mantenimiento de unos servicios públicos y una atención externa para liberar a aquellas mujeres que no quisieran cuidar en casa, contemplando además que las remuneraciones que recibieran las mujeres que cobraran por hacerlo fueran unas remuneraciones razonables y decentes y no el trabajo hiperexplotado que es en la mayor parte de los casos. Ahora ya no está EH Bildu y veremos a ver qué queda de ese plan, pero a mí me pareció una iniciativa bastante puntera y pionera en el tema de la dependencia. En general yo creo que es muy importante que avancemos hacia sistemas de valoración económica que no estén solamente basados en la vara del dinero, porque eso tiene muchas limitaciones. Por mucho que queramos expresar en términos monetarios el funcionamiento de la naturaleza, los recursos naturales o el trabajo de cuidados, esa forma de medir siempre va a ser absolutamente limitante, siempre nos va a impedir considerar montones de matices que tienen que ver con la vida de la gente pero que no son mecánicos. Por eso desde las visiones heterodoxas de la economía, desde la economía feminista y la economía ecológica, se plantea que habría que reformular los sistemas contables nacionales para incorporar a la contabilidad instrumentos nuevos y diferentes que permitan contabilizar en otras unidades: la comunicación ecológica, el requerimiento total de materiales, la apropiación humana de producción primaria neta, los tiempos de trabajo, la cualidad, una dimensión cualitativa de los tiempos de trabajo… Esto, siempre que lo hablas con personas de la economía más convencional, te dicen que es muy difícil, pero se han desarrollado instrumentos económicos que son hipercomplejos dentro de la economía convencional: entender toda la lógica de los instrumentos financieros o de los indicadores es verdaderamente complejo, pero esos instrumentos están ahí. Yo creo que si se pone la cabeza a funcionar en estos términos se encontrarán cosas quizás no perfectas pero desde luego más perfectas e integrales que las que tenemos.

Otro término tan afortunado como el de economía iceberg que usted suele emplear: economía caníbal.

Sí, eso se lo copié a Santi Alba Rico. Lo dice en el libro El naufragio del hombre, que escribe junto con Carlos Fernández Liria, y se refiere a que nuestro modelo de vida es un modelo que ha generado una economía caníbal en el sentido de que se sostiene devorando otros cuerpos y otros territorios. En los países occidentales, la economía capitalista ha dilapidado todos los recursos que quedaban dentro del propio territorio y lleva ya mucho tiempo sosteniéndose gracias a inmensos flujos de energía y materiales y a la expulsión de residuos a otros lugares, pero también gracias a la captación de personas que vienen a trabajar desde esos mismos lugares. A mí me toca mogollón la moral, me remueve la conciencia, cada vez que se habla del tema de la valla de Melilla. Les ponemos a los africanos que intentan pasar esa valla con concertinas, y los ves que se dejan literalmente la piel intentando saltarla, y cada día entran toneladas de materiales que vienen de África para sostener la economía. Si se pusiera esa misma valla a esos materiales y a esa energía, duraba la economía occidental quince días. Es en ese sentido en el que se habla de economía caníbal: un proceso económico donde la economía y lo que se considera además mayoritariamente deseable crece con la lógica de un tumor, destruyendo lo que hay alrededor.

Mencionaba antes la cuestión de las ciudades como entes organizados de una manera que no favorece la prestación de cuidados necesaria para la reproducción de la vida. En el pensamiento ecofeminista parece latir una reivindicación de lo rural, de una cierta vuelta, no sé si total o sólo parcial, a lo rural. ¿Qué es, qué debe ser, una ciudad para un ecofeminista? Las ciudades, ¿deben ser abandonadas o sólo racionalizadas?

Yo no diría que en el pensamiento ecofeminista subyace lo rural, aunque es cierto que hay algunas visiones que, simplemente por pura supervivencia, hablan de la vuelta al campo, y yo creo que generar un tejido rural vivo es básico desde el punto de vista de la sostenibilidad. En las últimas décadas se ha venido produciendo, y se sigue produciendo, un proceso de despoblamiento del mundo rural tremendo. Hay montones de pueblos vacíos y digamos que la propia propaganda del sistema contribuye a ese despoblamiento generando una idea, que en el Estado español está muy presente, del mundo rural como un espacio de atraso, del trabajo campesino como un trabajo que ningún campesino querría para sus hijos. Hay un enorme desprestigio de la vida rural que por otro lado se ha visto reforzado en el momento en que se han recortado montones de servicios públicos en el mundo rural. También es un espacio, el rural, fuertemente patriarcalizado: las primeras que han abandonado los pueblos han sido las mujeres jóvenes, porque son espacios que tienen enormes ventajas en cuanto a solidaridad y cuidado de la gente pero también son espacios de enorme control social. Lo que quiero decir es que desde un planteamiento ecologista y ecofeminista la dinamización y revitalización del campo es central, pero eso no quiere decir que no haya también un ecofeminismo de ciudad. Ahora mismo las ciudades tienen una importancia central, porque son los principales sumideros de energía y materiales y los principales generadores de insostenibilidad. La mitad de la población del planeta vive hacinada en grandes ciudades y por lo tanto lo que pase dentro de ellas es importantísimo de cara al futuro. En este sentido, entre los planteamientos del urbanismo feminista y el urbanismo ecologista hay importantes coincidencias.

¿Qué coincidencias?

Lo primero, limitar el crecimiento de las ciudades de forma clara, es decir, hacer moratorias para impedir que aquéllas que siguen teniendo un tamaño medio sigan ampliándose y acometer procesos de transformación urbana en grandes ciudades como Madrid, que es un sumidero, un mamotreto que absorbe el área de influencia de varias provincias alrededor. Hay que ir a ciudades más policéntricas en las que no haya un único centro que te obligue a enormes desplazamientos. También hay que favorecer todos los procesos que creen cercanía y desde luego todos los que disminuyan el uso de energía y la generación de huella ecológica. Y es muy importante ver cómo generar incluso procesos de agricultura urbana, que parece que son imposibles pero no lo son: en Detroit, como resultado de la evolución sufrida a raíz del desmantelamiento de la industria del automóvil, se ha llegado a generar el treinta por ciento de la alimentación con agricultura dentro de la propia ciudad.

Otra dimensión importante del movimiento ecofeminista, resultante de esa noción de la naturaleza y la relación del ser humano con ella que usted exponía antes, es el trato dispensado a los animales. ¿Qué es y qué no puede ser un animal para un ecofeminista? ¿Se puede ser ecofeminista y no ser vegano, por ejemplo? ¿Cuál debe ser la relación del ser humano con los animales?

Debe ser una relación, desde luego, de respeto y de valoración intrínseca de la vida. Los animales no son máquinas, son seres vivos, y como tales seres vivos tienen valor en sí mismos porque están vivos. Yo estudié en una escuela de agronomía, y lo primero que me sensibilizó con el tema ecologista allí —yo ya participaba en algunos movimientos de solidaridad sobre todo con África, pero cuando entré en la Universidad no tenía una especial sensibilidad ecologista— fue ir a una granja de producción de huevos. Yo flipé en colores. Aquello me dio la vuelta. «¿Cómo es posible —me preguntaba yo— que los seres humanos tengamos que hacer esto para comer?». No me entraba en la cabeza, y eso se complementó cuando fui a una granja de cerdos y a una granja industrial de vacas. Allí vi claramente cómo a cada animal por separado como si fuera una especie de fábrica. Yo estudié cómo calcular la ración exacta que le tenías que dar al animal para gastar lo menos posible en comida y obtener la mayor cantidad de huevos, plumas, lana, leche o lo que fuera. Cada animal era una máquina y además una máquina no para generar la alimentación más sana para todas las personas, sino para generar beneficios. A mí aquello me removió de arriba abajo. Desde luego, creo que una dieta básicamente vegetariana es una opción ética básica. En primer lugar, porque en términos estrictamente antropocéntricos la disponibilidad de territorio que hace falta para que se alimente a la población con una dieta básicamente basada en la proteína animal se multiplica de una forma impresionante con respecto a la que se necesita para una dieta basada en proteína vegetal. Hace falta una cantidad enorme de territorio para alimentar al ganado y ese ganado a su vez alimenta y proporciona una base de proteína animal a muy poca gente, y desde un criterio digamos de reparto o de acceso a la riqueza en un mundo cuyos límites están sobrepasados, a mí me parece que una dieta básicamente vegetariana es básica.

Pero sólo básicamente vegetariana.

Sí. La obligación ética del vegetarianismo, yo creo que ya es más cuestionable. Yo entiendo perfectamente a las personas vegetarianas que no quieren comer animales, me parecen posiciones éticas absolutamente respetables, pero yo no me atrevería a criminalizar a una persona que come pollo pero come poco pollo y además lo come producido o mejor dicho criado en una granja con criterios no industriales. Las sociedades campesinas que más han cuidado la naturaleza han sido pueblos que han sabido combinar muy bien todo ese cierre de ciclos en los procesos productivos y yo no me atrevería a decir que éticamente son personas peores por tomar proteína animal. Independientemente de esto, repito: el modelo de producción industrial de proteína animal me parece ecológicamente insostenible y éticamente inaceptable.

¿Otro mundo es posible? ¿Hay alternativa? ¿La hay en el seno del capitalismo ¿Ha lugar a un capitalismo verde o a un capitalismo de rostro humano?

No, no lo creo. Creo que, efectivamente, hay alternativa, hay posibilidades de construir el mundo con una lógica distinta, pero no dentro de la lógica capitalista. Yo creo que el capitalismo ni puede tener rostro humano ni puede ser verde, porque su propia esencia y su propia lógica estructural se oponen a las bases naturales. Debe crecer ilimitadamente y además se basa en la explotación del trabajo humano. Esa idea de que puede existir un Estado del bienestar en un capitalismo suave de resultas de un pacto keynesiano viene de momentos excepcionales en la historia del capitalismo, como los treinta gloriosos en los que se construyó el Estado del bienestar en Europa. Pero es que ese proceso ha sido un pestañeo, una excepción en la historia del capitalismo que se construyó fundamentalmente porque había un tremendo antagonismo de clase, con una clase obrera superorganizada y un tremendo miedo a que se expandiera lo que había pasado a partir de 1917 en los países socialistas del este de Europa, y una excepción que ha durado treinta años y ha afectado a una parte pequeñísima de la población mundial: la del marco europeo, fundamentalmente. Por otro lado, se dispuso de una cantidad ingente de materiales y de energía que permitió alimentar el proceso productivo europeo a costa de esquilmar a otros países, que es lo que pasa ahora. Ahora que los límites físicos del planeta ya están sobrepasados, ese momento que se pudo mantener en Europa excepcionalmente no se va a poder reproducir. Así que sí, creo que hay alternativa pero que la alternativa pasa por asumir que las lógicas tienen que ser radicalmente diferentes, es decir, tiene que haber una tasa de decrecimiento de la esfera material de la economía sí o sí y tenemos que avanzar hacia un sistema en que la distribución y el reparto de la riqueza sea un elemento central.

Parece difícil hacerlo pacíficamente.

Esto parece difícil hacerlo de buen rollo con quienes sobreconsumen y sobreacaparan mucho más que lo que les corresponde, sí. Por eso a mí me parece que la lógica de reorganización pasa por asumir el conflicto y por asumir una disputa de las hegemonías económica, política y sobre todo cultural. Yo creo que el gran problema que tenemos ahora es que estructuralmente tenemos una situación complicadísima delante: el IPCC, todos los estudios alrededor del cambio climático de la situación energética, hablan no ya de que afrontemos un riesgo de colapso, sino de que podríamos estar empezando a colapsar ya. Sin embargo, mayoritariamente la gente no es consciente de la situación de riesgo que afrontamos. En mi experiencia, cuando te mueves y cuando tienes posibilidad de compartir con las personas y hablar de este tipo de cosas, se ve de forma rápida. Además, es un mensaje que muchas veces quienes optan a gobernar o a asaltar las instituciones no se atreven a dar, porque va contra la lógica de que basta cambiar unos gobernantes corruptos por otros que no lo son para que todo vaya de otra manera. ¡No va a ir de otra manera! Hace falta un cambio estructural brutal y el miedo a plantear estas cosas con claridad a la ciudadanía es una cosa que ha tenido el movimiento ecologista siempre. Lo debatíamos entre nosotros mismos, ¿eh? Te decían: «Jolín, es que es muy catastrofista el mensaje y puedes crear una sensación de miedo que paralice». Yo lo que creo es lo que decía Naomi Klein en su libro El capitalismo contra el clima: el miedo sólo paraliza si no sabes hacia dónde hay que correr. El miedo es una respuesta racional ante situaciones de peligro, pero si tienes una idea clara de hacia dónde debes ir, no te paralizará.

El colapso terráqueo que se avecina tiene que dar miedo.

Claro. Yo creo que, ahora mismo, tener miedo de lo que nos puede esperar si no metemos mano es señal de que los seres humanos todavía tienen posibilidades de salir adelante. A mí lo que me da mas miedo es no hacer nada.

Yayo Herrero. Activista ecofeminista. Directora de FUHEM. Ex miembro de la coordinación de Ecologistas en Acción. Licenciada en Antropología Social y Cultural, Educadora Social e Ingeniera Técnica Agrícola. Profesora de la Cátedra Unesco de Educación Ambiental de la UNED.

22/11/2015

http://mas.asturias24.es/secciones/entrevistas-en-el-toma-3/noticias/el-decrecimiento-no-es-una-opcion-lo-es-llegar-a-el-de-manera-fascista-o-justa/1448120172

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