Resumen: En este trabajo se aspira a presentar una visión de las relaciones actuales entre las grandes potencias así como de las mismas respecto a actores no estatales que han ido emergiendo en el último período, con especial atención al caso de la Unión Europea y sus perspectivas después de los referendos ya celebrados sobre el Tratado Constitucional Europeo.


Introducción

El marco general en el que voy a tratar de proponer esta reflexión se sitúa dentro de lo que he intentado caracterizar como “una nueva encrucijada histórica en la que la tendencia a un ‘nuevo desorden global/" parece acentuarse como consecuencia tanto de la ‘globalización/" neoliberal y de la crisis de legitimidad y eficacia que atraviesa ésta como del alcance del proyecto ‘transformacionalista/" que, al menos en los ‘Balcanes euroasiáticos/", sigue asumiendo el ‘gendarme/" político-militar estadounidense (...). Se abre ahora el interrogante sobre si asistiremos a la clásica crisis de sobreextensión geoestratégica, que ha afectado a todo imperio cuando quiere intervenir y controlar más zonas de las que su infraestructura económica, social y política puede soportar; o, por el contrario, si se va a producir ese paso gradual hacia un ‘liderazgo consensual/", que permitiera atenuar el desgaste de esta superpotencia a cambio de una gestión compartida con otras potencias del control de zonas como la del ‘Gran Oriente Medio/", tal como parece apuntarse desde la propia Unión Europea” (Pastor: 2005).
Parto, por consiguiente, de la tesis de que se ha producido el final de la “globalización feliz” (Fernández Durán: 2003) y, con ella, de que nos encontramos en medio de una transición histórica hacia un nuevo ciclo que no parece que se vaya a poder basar ya en la hegemonía estadounidense, como ha ocurrido durante el siglo pasado (Arrighi: 2005). No obstante, las dificultades de las otras grandes potencias del ámbito europeo y asiático para tomar el relevo a EE UU siguen siendo notables a corto y medio plazo, lo cual refuerza la hipótesis de una mayor inestabilidad geopolítica global. Esos desequilibrios en las relaciones de fuerzas entre los polos de la tríada son muy patentes en el caso de la UE, ya que ésta “constituye ciertamente una potencia hegemónica regional, pero su potencialidad para desafiar a EE UU se ve actualmente confinada a las esferas de la producción y de las finanzas” (Harvey: 2003).
En ese contexto adquieren relevancia los distintos tipos de movimientos que han ido emergiendo contra las consecuencias negativas de la “globalización” neoliberal (ahora aún más patentes no sólo en el ámbito social y político sino también en el ecológico y energético, como estamos viendo con el desastre del Katrina) y de la “guerra global permanente” desencadenada tras el 11-S de 2001, así como las redes de grupos transnacionales de ideología integrista que practican una guerra asimétrica contra “Occidente”.

1. La UE ante los nuevos desafíos

A la hora de analizar la reubicación de la UE en el marco global conviene recordar que su crisis actual es en realidad el resultado de la convergencia que se ha ido dando en ella de tres factores clave que han influido en el proceso de su construcción a partir de comienzos del decenio de los 90:

- el primero es sin duda el efecto que tiene en ella el hundimiento de los países de “despotismo burocrático” del Este, puesto que le plantea el reto de una ampliación que, a su vez, abre nuevos interrogantes sobre cuáles sean la identidad, las fronteras y los límites de la propia UE en ese nuevo contexto.

- el segundo tiene que ver con la aceleración del proceso de “globalización” neoliberal y las exigencias que esto supone para una UE que no cuenta con un capital europeo unificado capaz de estar en mejores condiciones para competir a escala global.

- el tercero, en fin, deriva del nuevo desafío estadounidense como “única superpotencia” en el plano geopolítico y militar tras el fin de la “guerra fría”, acentuado tras el 11-S de 2001 mediante una opción reforzada a favor de la búsqueda de primacía global mediante la “guerra permanente contra el terrorismo”; la guerra de Iraq supone la expresión más clara de ese proyecto y de las divisiones que crea dentro de la UE en proceso de ampliación.

En esas circunstancias desde el Tratado de Maastricht hemos asistido a un proyecto tendente a abordar respuestas consensuadas dentro de la UE ante esos retos, reflejadas en la adopción de una moneda única –el euro- por la mayoría de sus miembros, en la elaboración y desarrollo de la “Estrategia de Lisboa” –con el objetivo de ser “la economía más competitiva del mundo en 2010”- y, finalmente, en la aprobación de un Tratado Constitucional que pretendía reforzar su capacidad geoeconómica, geopolítica y militar para poder actuar en mejores condiciones como gran potencia.
Sin embargo, la profundización del “déficit democrático” a lo largo de todos estos años, unida al malestar popular creciente frente a un proyecto que ha sido percibido desde abajo como una impugnación por parte de las propias elites de la UE del “modelo social europeo”, a lo que se suman de forma desigual según los países las tensiones entre la construcción de una identidad europea, la persistencia de las existentes dentro de cada Estado-nación y los efectos contradictorios de la presencia creciente de migraciones “no comunitarias”, han venido a confluir en el resultado negativo de los referendos francés y holandés sobre el TCE. La crisis de legitimidad del proyecto de la UE ha saltado así al primer plano, acentuada por los conflictos internos en torno a las Perspectivas Económicas Financieras para el próximo decenio (reveladores, en realidad, de la diversidad de intereses geoeconómicos y electorales de los distintos sectores económicos y los gobiernos), abriendo así muchos interrogantes sobre la posibilidad de que la UE avance realmente en sus objetivos marcados desde Maastricht y Lisboa. Todo ello en medio de un intento de reacomodo de las relaciones con EE UU tras la reelección de Bush y pese al desgaste derivado de la ocupación militar de Iraq.
Es en ese clima general donde tiene sentido introducir la reflexión que Etienne Balibar (2005) nos ofrece retomando los distintos “modelos” de conflicto de “espacios políticos” que afectan directamente a la representación de las fronteras europeas:

- el del “choque de civilizaciones”
- el de la red global
- el de centro-periferia
- el transversal

El primero, introducido por Bernard Lewis y popularizado por Samuel Huntington, ya ha sido ampliamente abordado y discutido desde distintos puntos de vista, habiéndose comprobado su función de “profecía autocumplida” al servicio de la construcción de un nuevo “enemigo” tras el fin de la “Guerra Fría”. El problema que tiene esta tesis es que dentro de Europa se reproduciría también este “choque” haciéndose así imposible la delimitación territorial de fronteras entre presuntas “civilizaciones” distintas. Por eso tampoco tiene sentido una propuesta de “alianza de civilizaciones” como alternativa, ya que ello implicaría reconocer su existencia netamente diferenciada cultural, religiosa y geográficamente.
El segundo tiene que ver con la lucha dentro del virtual espacio de la red global de las comunicaciones electrónicas, el cual va mucho más allá de las fronteras europeas prefigurando así una idea de ciudadanía global. En ese espacio también estaríamos viendo una tendencia a la confrontación entre la utilización que del mismo hacen las elites globales, por un lado, y la procedente de los movimientos “altermundialistas” y las propias redes de solidaridad con/entre migraciones, por otra.
El tercero se refleja en la tendencia a crearse, sobre todo tras la ampliación al Este, tres círculos concéntricos dentro de Europa, configurándose un centro (en torno al euro), una semiperiferia (los países que no quieren o no pueden entrar en el primero) y una periferia, asociada a los anteriores por razones económicas o de seguridad, pese a que en más de un caso (Turquía, Balcanes) entre en contradicción con la presunta “civilización” occidental. Parece probable que ese “modelo” se refuerce en los próximos tiempos, acompañado por la reaparición de “proteccionismos” internos entre las economías del propio “centro”.
El cuarto, en fin, sería el caracterizado por tres espacios superpuestos: euroatlántico, euromediterráneo y euroasiático que se cruzarían en el territorio europeo y conteniendo cada región a todos ellos. Esto crea, como sugiere Balibar, “un potencial para conflictos étnicos o religiosos pero también para la hibridez y la invención cultural”.
Obviamente, es este último el “modelo” que más nos interesa destacar aquí, ya que tiene que ver con el reconocimiento de que “es imposible representar la historia de Europa como una historia de identidades puras, corriendo el riesgo de verse alienadas, en lugar de verla en términos de identidades construidas, dependientes de una serie de sucesivos encuentros entre ‘civilizaciones/", que siguen ocupando lugar dentro y fuera del espacio europeo, incluyendo poblaciones y pautas culturales de todo el mundo. Del mismo modo que es necesario reconocer que en cada una de sus ‘regiones/" Europa sigue siendo heterogénea y difiere de sí misma tanto como difiere de otras. Esa diferencia es irreductible. Lo cual lleva a la conclusión política de que la heterogeneidad de Europa puede ser políticamente mediada pero no puede ser eliminada. En ese sentido sólo una visión ‘federal/" de Europa, preservando sus diferencias culturales y solidaridades, puede proporcionar un proyecto histórico viable para una esfera pública ‘supranacional/"” (Balibar: 2005).
Partiendo de este repaso a los enfoques predominantes de las relaciones entre espacios geopolíticos y culturales, la política exterior e interior de la Unión Europea podría ser abordada dentro de ese modelo transversal, ajeno sobre todo al de un “choque de civilizaciones” –dirigido a oponer un presuntamente homogéneo, y superior, “Occidente” frente al resto - y contrario a la tendencia a concebir los problemas de la “seguridad” en términos meramente policiales y militares. Sin embargo, atentados mortales indiscriminados como los cometidos el 11-M de 2004 en Madrid y el 7-J de 2005 en Londres han venido a servir de argumento para reforzar un discurso y un modelo de conflicto que tienden a converger con el procedente de la administración estadounidense.
Conviene por eso mismo detenerse en la dimensión euroatlántica y en la evolución de las relaciones entre la UE y EE UU. A este respecto compartimos la interpretación que Peter Gowan ha ido haciendo de su evolución desde la formación de un “caucus” eurooccidental en los tiempos de la “Guerra Fría” hasta el salto dado con el Acta Unica de 1986 y, luego, el Tratado de Maastricht de 1992hacia la unión económica y, sobre todo, monetaria, ya que ésta última “suponía la transformación de Europa Occidental en un concierto organizado de capitalismos y tenía obvias implicaciones políticas, puesto que la unión monetaria requiere unos niveles mínimos de coordinación política sobre temas internos y externos cruciales” (Gowan: 2005). Se empezó a diseñar así lo que el mismo autor define como “seguidismo subversivo” del núcleo central de la UE en el plano geopolítico y militar, ante el cual fueron respondiendo tanto Bush padre como Clinton con discursos y tácticas sólo parcialmente diferentes. Pero el 11-S de 2001 se convierte en un “punto de inflexión” que permite a Bush hijo aplicar el proyecto de primacía global, planteando así un nuevo reto a la UE.
Así, dentro de un consenso común sobre la necesidad de una “guerra permanente contra el terrorismo” vemos cómo mientras que la guerra de Afganistán no provoca desgarros en las relaciones transatlánticas, la de Iraq –tanto por su importancia geopolítica y las ventajas geoestratégicas que podría obtener de ello EE UU como por el problema de legitimación que suscita ante la opinión pública internacional- sí provoca un desacuerdo simbólicamente significativo entre EE UU y el núcleo central de la UE que ha terminado debilitando a ambos. Porque, efectivamente, si bien es cierto que Bush no logró la legitimación de su iniciativa por el Consejo de Seguridad de la ONU, también se puso de relieve la división en el seno de la UE, con un bloque de Estados pro-EE UU hegemonizado por Gran Bretaña y basado fundamentalmente en los nuevos países miembros frente a Francia, Alemania y otras potencias de segundo orden.
Dentro de ese nuevo panorama el Informe “Una Europa segura en un mundo mejor”, aprobado en la Conferencia de Tesalónica en junio de 2004, y el Tratado Constitucional Europeo aparecen como expresiones de la voluntad de reconstruir la unidad interna entre las elites políticas tras las divisiones suscitadas dentro de la UE por la guerra de Iraq y pese a la desafección ciudadana manifestada en el elevado grado de abstención en las elecciones al Parlamento Europeo en junio de 2004. Ambos documentos aspiran a avanzar hacia un nuevo consenso interno y con EE UU sobre las “nuevas amenazas” y apuntan hacia la necesidad de ir dotando de una relativa capacidad de actuación militar autónoma a la UE, siempre de forma compatible con las obligaciones derivadas de la pertenencia a la OTAN.
En el mencionado Informe se definen como “principales amenazas” el terrorismo, la proliferación de armas de destrucción masiva, los conflictos regionales, la “descomposición del Estado” por el “mal gobierno” y la delincuencia organizada. En cuanto a los espacios geopolíticos en donde se encontrarían esas amenazas la UE asume una visión cada vez más amplia: “En esta época de globalización las amenazas lejanas pueden ser tan inquietantes como las cercanas. Tanto las actividades de Corea del Norte como los riesgos nucleares del sur de Asia y la proliferación de armamento en Oriente Próximo son motivos de preocupación para Europa”. A continuación se asume también una versión de la “guerra preventiva” cuando se afirma que “con las nuevas amenazas la primera línea de defensa estará a menudo en el extranjero” para más adelante proponer que “tenemos que desarrollar una estrategia que favorezca la intervención temprana, rápida y, en caso necesario, contundente. Una Unión de 25 miembros, cuyo gasto en defensa superará los 160.000 millones de euros, debería poder realizar varias operaciones simultáneamente. Podemos aportar un valor añadido especial, llevando a cabo operaciones en las que intervengan capacidades tanto militares como civiles”. Todo ello se inserta explícitamente dentro de la preservación de las relaciones transatlánticas en la OTAN y mediante una “asociación eficaz y equilibrada con Estados Unidos”, respetando de esta forma los criterios establecidos hace tiempo ya por la Secretaria de Estado de Clinton, Madeleine Albright: “no decoupling, no duplication, no discrimination” (Serfati: 2004).
En cuanto al “terrorismo”, la cláusula de solidaridad que frente a ataques terroristas aparece en el Tratado Constitucional Europeo, en su artículo I-43, compromete a movilizar “todos los instrumentos de que disponga, incluidos los medios militares puestos a su disposición por los estados miembros” para “prevenir la amenaza del terrorismo en los estados miembros”. El desarrollo que de ese artículo se hace en el III-329 del mismo Tratado permite una interpretación extensiva tal de los ataques que pudiera sufrir un estado miembro que conduce a la conclusión de que la UE también podría acabar compartiendo la estrategia de guerra contra el terrorismo adoptada por Bush hijo tras el 11-S de 2001 (Ramón: 2004; Pedrol y Pisarello: 2005).
El corolario de esta estrategia es el desarrollo de una política interna que, favorecida por los atentados ya mencionados, tiende a privilegiar una concepción policial-militar de la “seguridad” en detrimento de la preservación de derechos y libertades fundamentales (Portilla: 2005). El hecho de que esas acciones sean asumidas por grupos de ideología integrista islámica conduce además a extender la categoría de “sospechosos” a sectores crecientes de la población trabajadora de origen no “comunitario” residente en la UE, convirtiendo así a ésta en “sujetos y objetos de miedo” (Balibar: 2005) y reviviendo una interpretación de la historia europea como una construcción de su unidad frente a la “amenaza musulmana”, a pesar de que el islam ha sido también una parte constitutiva de la civilización europea (Kuman: 2003).
Resumiendo, podríamos deducir de lo expuesto que la UE opta abiertamente por reforzar el espacio "euroatlántico”, en detrimento del “euromediterráneo” y “euroasiático”, considerando que éstos últimos, debido a la relación entre migraciones, “civilizaciones” y “terrorismo”, son “espacios de riesgo” y favoreciendo así la tendencia a consolidar dentro de la propia Europa categorías inferiores a la de la ciudadanía y zonas de “apartheid” interno y fronterizo, incluso en países vecinos a la UE (Naïr: 2005).
Esa propensión a convertir en norma las restricciones de derechos y libertades fundamentales parece generalizarse también dentro de la UE hasta el punto de llegar a proponer abiertamente, como se ha hecho recientemente desde el gobierno Blair, la modificación de documentos de referencia básicos como la Convención Europea de Derechos Humanos con el fin de que, en caso de conflicto, los jueces del Tribunal de Estrasburgo garanticen que la búsqueda de la “seguridad” prevalezca frente a la “libertad”. De confirmarse estas propuestas, la dimensión de “estado de excepción” en el seno de la UE, derivada cada vez más de la “guerra global permanente”, podría consolidarse en los próximos años.

2. Crisis de legitimidad y de proyecto de la UE

Pese a los resultados negativos de los referendos francés y holandés y a la crisis profunda de identidad que afecta a la UE, reconocida por sus propias elites (Giddens: 2005), no parece que vaya a producirse un paso atrás en esos proyectos; pero el déficit de legitimidad que afecta a los mismos puede ser recordado por sectores significativos de la opinión pública en caso de mayor implicación de la UE en determinados conflictos bélicos, especialmente si esto ocurreen regiones como las de Oriente Medio y Asia central, como ya es el caso en algunos países; o ante la sucesión de “errores” en la preservación de la “seguridad” interna, como se ha podido comprobar ya con la muerte del inmigrante brasileño De Menezes en Londres.
El discurso del primer ministro británico Blair ante el Parlamento Europeo el 23 de junio de 2005, en vísperas del inicio de su presidencia del Consejo Europeo, es revelador de lo expuesto hasta ahora. Así, reconoce que “la Unión Europea se encuentra en medio de una crisis profunda”, que ésta es de naturaleza política y que “los ciudadanos de Europa nos plantean preguntas difíciles. Se inquietan de la globalización, de la seguridad en el empleo, de las pensiones y del nivel de vida. No ven sólo que la economía está cambiando a sus ojos sino que también lo hace la sociedad”. Tras este diagnóstico propone “optimizar nuestra aptitud para apoyar la competencia y ayudar a nuestros conciudadanos a adaptarse a la globalización”, pero en el plano de la política exterior y defensa se reafirma en la necesidad de “dotarnos de las capacidades militares necesarias para poder intervenir rápidamente y de manera eficaz para resolver un conflicto, en el marco de la OTAN o independientemente, cuando la Alianza no considere que deba implicarse” con el fin de reforzar el peso de Europa, ya que “el día en que Europa sea fuerte, será un actor principal en la escena internacional, naturalmente en partenariado con Estados Unidos, pero será también apta para demostrar que puede hacer avanzar las cosas y pesar en los asuntos del mundo”. Hay que indicar que no hubo ningún cuestionamiento de este eje de su discurso por parte de los jefes de Estado o de gobierno de países como Francia, Alemania o España, en el pasado discrepantes respecto a la posición de Gran Bretaña en torno a la guerra de Iraq.
La conclusión que puede extraerse de las diferencias y coincidencias en las relaciones transatlánticas es, por tanto, que, pese a la innegable importancia de las primeras en el plano comercial y monetario, la interdependencia y la convergencia de intereses frente a “terceros” (ya sean otras grandes potencias, “terroristas” o movimientos sociales) siguen obrando a favor del refuerzo de la “solidaridad transatlántica”. No obstante, ello podría ser compatible con una redefinición europea de su pretendido “seguidismo subversivo”, basado más en el “soft power” que en el “hard power”, que permitiera a la UE –o, al menos, a Francia, Alemania- jugar un papel distinto en determinados conflictos, como el palestino-israelí, o en determinadas regiones, como América Latina.
Sin embargo, la coincidencia del final de la “globalización feliz” con la deslegitimación sufrida por el proyecto constitucional de la UE en Francia y Holanda y la crisis abierta en torno a las Perspectivas Financieras Comunitarias parece estar conduciendo a diferencias y tensiones entre las elites europeas, viéndose tentadas algunas de ellas a reforzar un “neoproteccionismo” económico y a marcar un límite en la apertura de la UE a nuevos miembros (con Turquía como test fundamental) con la esperanza de poder neutralizar así el malestar social, democrático e identitario interno y afrontar en mejores condiciones las futuras confrontaciones electorales. Esta tendencia debilitaría de nuevo la capacidad de la UE para dar pasos adelante en la adopción de una política exterior y de defensa común, con lo cual se impondría como única vía la de una “geometría variable” a practicar por las principales potencias de la UE (Alemania, Francia, Gran Bretaña) junto con parte de las demás en función de los conflictos y materias que debieran abordar; en todo caso, son Francia y Gran Bretaña, con su mayor capacidad militar y nuclear, los países clave para que las intervenciones fuera de zona tengan una operatividad real.
Pero el problema central que a medio plazo se plantea es que si efectivamente, como sostiene con fuerza argumental Arrighi, la hegemonía estadounidense está llegando a su fin con el desgaste –político, social y económico- sufrido por la continuación de su presencia en Iraq (Mesa y González: 2005) y sus efectos en la sociedad norteamericana –acentuados al extremo ahora con el desastre socio-ecológico y humano del “Katrina”- cabe pensar en una crisis del proyecto “transformacionalista” neoconservador que obligue a un reajuste de la solidaridad transatlántica; con mayor razón cuando en el plano geopolítico existe la necesidad común de un apoyo mutuo para marcar unos límites a las aspiraciones tanto de China, la gran potencia ascendente que aparece en el horizonte, como de Rusia, obligada a reconstruir una hegemonía regional.
En este nuevo contexto las reflexiones y propuestas de Brzezinski (2005) pueden adquirir mayor audiencia en el “stablishment” estadounidense con el fin de que, apoyándose en las debilidades de sus competidores, EE UU pudiera pasar de la aspiración neoconservadora a una “dominación global” a otra basada en una nueva idea de “liderazgo” global que necesariamente debería ser negociada, al menos, con la UE, Japón y China. No obstante, la continuidad de la inestabilidad global y el aumento constante de los atentados, los conflictos y los “Estados fallidos”, unidos a la agravación de la crisis energética y a la proliferación de armas de destrucción masiva, no parece que vayan a frenar una mayor militarización y nuclearización de EE UU (Golub, 2005) y, aunque a gran distancia, de las otras grandes potencias e incluso una nueva fase de competencia entre todas ellas por el control de zonas clave como el Golfo Pérsico-Arábigo y Asia Central. Las hipótesis de escalada en esos conflictos no pueden ser descartadas y es en ese marco en el que el papel de la Unión Europea podría ser decisivo, aunque probablemente –si no se produce un cambio de orientación diferente a la expuesta anteriormente- se inclinaría por buscar ese “ultraimperialismo” colegiado por el que apuestan sus elites. Queda la incógnita sobre si esa gestión del “nuevo desorden global” se hará principalmente en el marco de la OTAN o si, dadas las dificultades de una voz única desde la UE, asistiremos a nuevas versiones de “coaliciones voluntarias” o ad hoc con EE UU en función de los distintos conflictos que se vayan produciendo.
El riesgo de que se produzca una escalada que conduzca al uso de armas nucleares por parte de EE UU no parece descartado tampoco, según se desprende del documento del Pentágono, titulado “Doctrina de Operaciones Nucleares Conjuntas”, de marzo de 2005. En él se indica que “la continua proliferación de armas de destrucción masiva y los medios para emplearlas aumenta la posibilidad de que algún día sean usadas por un Estado o un terrorista (...). En estos casos puede fallar hasta la disuasión basada en la amenaza de destrucción masiva, por lo que EE UU debe estar dispuesto a usar armas nucleares si es necesario”. Ante una hipótesis semejante, es evidente que los riesgos de que se plantee la transición a una nueva estructura hegemónica a través de una catástrofe, como especula Harvey (2005), no deberían ser subestimados.
En medio de estos procesos de cambio de las relaciones de fuerzas las miradas en el plano geopolítico, ante la crisis difícilmente reversible de la hegemonía estadounidense y las debilidades de la Unión Europea, se vuelven cada vez más hacia la gran potencia emergente china. Pero aquí también es fácil comprobar la enorme distancia todavía existente entre su creciente peso económico y comercial como “factoría global” del capitalismo, por un lado, y sus limitaciones para jugar un papel geopolítico expansivo, por otro, dadas además sus dificultades para reducir a corto plazo sus limitaciones en el control geoestratégico de recursos básicos como el petróleo (Bustelo: 2005). De todo esto parece ser consciente la propia elite dirigente de ese país, la cual, a través de su presidente Hu Jintao, formuló en abril de 2004 sus “cuatro no” (“No a la hegemonía; no a la política de la fuerza; no a la política de bloques; no a la carrera armamentista”), reveladores de cuáles pretenden ser sus principios directivos en política exterior y de defensa y su práctica de una “diplomacia asimétrica” (Bulard: 2005). Pero los pasos en la militarización de ese país, sus nuevas relaciones con India y sus intentos de teorizar un “panasianismo” que neutralizara a Japón no permiten descartar que en esa región se pudiera configurar un polo dispuesto a frenar también las ansias de “dominio global” de la actual administración estadounidense. Frente a esa tendencia el proceso de remilitarización de Japón, estimulado por EE UU (que sigue pensando en ese país como “la Gran Bretaña de Extremo Oriente”), iría en sentido opuesto a esas intenciones, al menos mientras persista el “Estado canalla” nuclearizado de Corea del Norte y no se resuelva el conflicto en torno a Taiwan. (McCormack: 2004).
En este marco general es en el que deberíamos tener en cuenta la ampliación del campo de actuación de la OTAN a otras regiones y, más concretamente, la Iniciativa en discusión entre EE UU y la UE en relación con el “Gran Oriente Medio” (Khader: 2005; Bustos y Ferrero: 2005). Dada la importancia geoestratégica de esa extensa zona, las diferencias existentes dentro de las relaciones transatlánticas podrían verse atenuadas por la necesidad común de apoyarse mutuamente (militar y financieramente) para asegurarse el control de la misma frente a Rusia y China y a los denominados “Estados canallas” (Irán, Siria...) allí presentes.

3-¿Hacia un “contra-credo” geopolítico?

En su última obra publicada Brzezinski llama la atención ante la posibilidad de que se vaya desarrollando lo que define como un “contracredo que es, simultáneamente, antiglobalista (opuesto, en realidad, a la primacía política estadounidense) y antiglobalización (crítico con los efectos económicos y culturales de la globalización como tal)”. Aun constatando la diversidad de puntos de vista que se encuentran dentro de ese “contracredo” este conocido “think tank” no descarta que, de seguir empeorando el rumbo actual de la globalización, “el contracredo podría llegar a ser un poderoso instrumento de movilización política de masas a escala mundial”. Pues bien, creemos que hoy ese pronóstico se está verificando acertado ya que, además de lo que resaltan fundamentalmente los grandes medios de comunicación -el papel protagonista que están adquiriendo redes transnacionales armadas que practican atentados mortales indiscriminados dirigidos tanto a expresar su rechazo a “Occidente” como a provocar la crisis de regímenes árabes pro-estadounidenses-, un dato relevante es el hecho de que los movimientos “antiglobalización” estarían también construyendo nuevos espacios geopolíticos de resistencia a los de las grandes potencias.
En un trabajo relativamente reciente Amin y Thrift (2005) definían esos espacios a partir del análisis de los cambios que estaba provocando la “globalización” neoliberal en muy distintos ámbitos: frente a la tendencia a la privatización de todo lo vivo, la apuesta por formas de propiedad cooperativa y socializada; contra la destrucción ambiental, el impulso de diversas formas de justicia ecológica; ante el oligopolio informativo de las grandes multinacionales de la comunicación, una política de libertad informativa y de contrainformación; frente a la geopolítica de la guerra, la de la paz y del “buen gobierno” desde abajo; frente a los intentos de control de las redes cibernéticas, su conversión en foros de discusión e interacción horizontales; contra el fomento publicitario del consumismo, la apuesta por una política alternativa de consumo; y, en fin, ante la tendencia a establecer nuevos “confines” entre identidades y culturas, la potenciación de espacios políticos híbridos. Se trata sin duda de una lista que podría ampliarse y matizarse en más de un sentido pero que permitiría ofrecer ejemplos concretos muy diversos en prácticamente todos los países.
En realidad, esta redefinición de los espacios públicos a través de los cuales se estaría diseñando una geopolítica de las resistencias confluye en muchos aspectos con la que desde otro enfoque ofrece David Harvey (2005). Partiendo de la distinción entre los movimientos que se desarrollan en torno a la “reproducción ampliada” (ligada a la relación capital-trabajo), los que se están extendiendo contra la “acumulación por desposesión” (frente a las privatizaciones y en defensa de los bienes comunes) y los que define como “luchas culturales” (relacionadas con la defensa de identidades oprimidas o amenazadas) este geógrafo comprueba una tendencia a la conquista de nuevos espacios de autodeterminación de ámbito principalmente local por parte de cada uno de ellos; si bien precisa que no cabe pensar en que vaya a haber una convergencia “espontánea” antisistémica teniendo en cuenta la diversidad de intereses, valores y razones que atraviesan a todos ellos.
En ese marco de progresiva y desigual configuración de un “movimiento de movimientos” antiglobalización conviene recordar la función simbólica y “madrugadora” de iniciativas como la de los indígenas de Chiapas en enero de 1994 y la de los trabajadores del sector público de Franciaa finales de 1995, así como el desarrollo de redes como Acción Global de los Pueblos, Vía Campesina y Attac hasta desembocar en los Foros Sociales Mundiales y los Foros Regionales que se han ido celebrando en los últimos tiempos. Sin pretender reducir a estos ámbitos la enorme diversidad de movimientos, discursos y repertorios de acciones que conviven en ellos, es evidente que se han convertido en actores políticos, sociales y culturales que han construido sus propios espacios hasta el punto de haber merecido el atributo de “nueva superpotencia” por parte de las elites mediáticas.
No obstante, la fragilidad del “capital social alternativo” en que se basan esos espacios y, sobre todo, la dificultad con que se encuentran estos movimientos para pasar de la deslegitimación simbólica y ética a la práctica, más allá del ámbito local, no puede ser ignorada. En cualquier caso, sin la construcción, aun siendo muy desigual, de esosnuevos espacios públicos y virtuales a lo largo de los últimos años no podría entenderse lo que ocurrió el 15 de febrero de 2003 a escala mundial ni la influencia que la movilización de millones de personas ese día tuvo en las tensiones creadas entre grandes y medias potencias dentro del Consejo de Seguridad de la ONU. El reflujo posterior del ciclo de luchas, una vez finalizada la guerra, mostró sin embargo su carácter principalmente reactivo y no proactivo, viéndose sólo en la actualidad síntomas de su posible reanudación a la vista del desgaste que provoca la prolongación de la ocupación militar de Iraq en el interior de la sociedad estadounidense.
Materia muy diferente es la que afecta a los intereses, la ideología y, sobre todo, las acciones emprendidas por las redes transnacionales de los grupos “terroristas” con una referencia islámica de tipo integrista. Su presencia como actores político-culturales en el mundo actual es indiscutible, pero su propio carácter relativamente desterritorializado y su ajenidad a los movimientos antes mencionados obligaría a analizarlos en otro marco interpretativo, tarea que espero se aborde en otras ponencias y comunicaciones dentro de este mismo Grupo de Trabajo.
Volviendo al escenario europeo, parece haber un amplio consenso respecto a que, sin negar el peso de otros factores de tipo interno o externo, ha sido el malestar social (frente a la globalización neoliberal) y democrático (ante la construcción elitista de la UE) de “los y las de abajo” frente a “los de arriba” el que ha conducido a que la mayoría de la clase trabajadora y de la juventud de países clave en la UE como Francia y Holanda votaran No en el referéndum sobre el Tratado Constitucional Europeo. Este dato vendría a indicar que, frente a los riesgos de que ese rechazo sea aprovechado por fuerzas políticas y sociales ajenas, las redes críticas francesas y holandesas promotoras de ese No se encuentran obligadas ahora a articular, junto con las existentes dentro de los demás países de la UE, respuestas a la necesidad de buscar vías alternativas de solución tanto a la cuestión social como a la cuestión democrática en el marco de la UE. Obviamente, también deberían ubicar esas respuestas dentro de un proyecto geopolítico que sea alternativo al de la “solidaridad transatlántica” entre grandes potencias frente al resto y, a la vez, netamente diferenciado de discursos tendentes a un repliegue “nacional-estatal” o xenófobos que puedan proceder de diferentes variantes de populismo. La celebración del IV Foro Social Europeo en Atenas en abril 2006 será la ocasión para comprobar hasta qué punto esas redes avanzan por ese camino.
Desde estos movimientos se podría ir haciendo realidad un “modelo” transversal que supere esencialismos “occidentales” o “eurocéntricos”, busque la “hibridez” entre los distintos espacios –euroatlántico, euroasiático y euromediterráneo- y se defina como una “constelación multicultural” (Mezzadra: 2005), capaz de superar la distinción entre “nacionales” y “extranjeros” a la hora de reconocer el “derecho a tener derechos”; todo esto implica una política exterior y de defensa radicalmente distinta a la hoy dominante en la UE. Hacia todo esto parecen apuntar demandas como algunas de las que aparecen en la “Petición Europea” que se está difundiendo desde estas redes: “la instauración de una ciudadanía europea de residencia y la regularización de los inmigrantes indocumentados”, “el rechazo de toda lógica de guerra y de militarización de la Unión Europea y por tanto su total independencia de la OTAN” y “un aumento de la ayuda al desarrollo de la Unión Europea y la adopción de políticas de cooperación y solidaridad en las negociaciones internacionales con los países del Sur”.

jpastor@poli.uned.es

Ponencia presentada al VII CONGRESO ESPAÑOL DE CIENCIA POLITICA Y DE LA ADMINISTRACIÓN.
Madrid, 21 a 23 de septiembre de 2005
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REFERENCIAS

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Arrighi, Giovanni, 2005. “Comprender la hegemonía. I”, New Left Review, 32.
Balibar, Etienne, 2005. Europe, Constitution, Frontière. Burdeos: Payot.
Brzezinski, Zbigniew,2005. El dilema de Estados Unidos: ¿dominación global o liderazgo global? Barcelona: Paidós.
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