“No cambiar de reyes, sino no tener ninguno: ni el padre, ni el hijo, ni el espíritu de Franco que anida en los dos”

Sabino Cuadra, discurso en el Congreso, 21/05/2014[i] 

Después de haber estado casi dos años en Abu Dabi bajo la protección de una petrodictadura, el emérito ha venido a pasar un fin de semana en Galicia para disfrutar de una de sus grandes aficiones: participar en una regata con su barco y su gente amiga, que le ha hecho una recepción entusiasta a los gritos de “¡Viva el rey!” y “¡Viva España!”. Una vez más, como no deja de hacer toda la derecha reaccionaria, han querido echar en el olvido el largo historial de corrupción y delitos que le tenía que haber conducido hace tiempo a la cárcel si no hubiera sido por el doble rasero que han aplicado la fiscalía y el poder judicial español. Ha sido sin duda una provocación en toda regla que no puede ocultar la complicidad con ella de su hijo, Felipe VI, con quien se verá en su palacio en Madrid para luego regresar a su residencia dorada en el emirato árabe.

Entre quienes han mostrado su apoyo a la visita destaca el gran empresario y padre de uno de los principales dirigentes de Vox, Carlos Espinosa de los Monteros, quien en su día estuvo a la cabeza de la tan desgastada Marca España y que ahora ha inventado otra, Concordia Real, empeñado en justificar las enormes ganancias del emérito…“en beneficio de todos los españoles”, o sea, del capitalismo de amiguetes que representa. Por si hubiera alguna duda, el nombre del barco propiedad de Juan Carlos I, Bribón (“persona que engaña, estafa o roba”, según el Diccionario de uso del español de María Moliner), encaja perfectamente con la trayectoria política y personal de este miembro de la dinastía de los Borbones, de triste recuerdo en nuestra historia contemporánea por la larga tradición de corrupción, parasitismo y militarismo que siempre la ha caracterizado. Para no ir muy lejos, recordemos que no por casualidad el grito “¡Abajo los borbones!” presidió dos momentos revolucionarios tan relevantes como los que condujeron a la proclamación de la I y la II Repúblicas españolas en 1873 y 1931.

Chocamos así, una vez más, con el lastre de un principio monárquico que se ha querido imponer siempre frente al principio democrático y a la igualdad ante la ley y cuya naturaleza antidemocrática se ha visto perpetuada con la Constitución de 1978 que, por cierto, el rey ladrón ni siquiera tuvo que jurar. Un principio que se ha visto ratificado por un Tribunal Constitucional que ha librado a la Corona, incluido el emérito, de toda responsabilidad penal al considerar que la inviolabilidad le protege en toda su actividad, ya sea pública o privada. Un absurdo que, por suerte, no ha sido reconocido por el tribunal británico que ha de juzgarle por el acoso a su ex amiga Corinna Larssen.

Esa inviolabilidad es la que le ha permitido desde los inicios de la Transición, con la complicidad de la casi totalidad de los medios de comunicación y de los partidos del régimen, incluido el PSOE, ir acumulando una enorme fortuna gracias a su papel como embajador plenipotenciario de los lobbies de las empresas transnacionales españolas, especialmente ante las petrodictaduras árabes pero también en América latina. Un legado del que sin duda su hijo, el actual monarca, se ha beneficiado y al que está dando continuidad, como demuestra el reciente acuerdo al que ha llegado el gobierno “más progresista de la historia” con el emir de Catar, otro régimen dictatorial convertido ahora en “socio estratégico”.

Una monarquía demófoba

Con todo, en estos días se está hablando menos del papel político de la monarquía y cuando se hace, es para recordar sus presuntas luces frente a la larga sombra de la corrupción. Se pretende así hacernos olvidar que el actual emérito no sólo ha sido alguien que ha engañado, estafado y robado durante su larga vida, sino que además, pese al mito creado en torno a su papel durante el golpe de estado del 23 de febrero de 1981 (en realidad, sólo se limitó a frenar al ala más reaccionaria de los golpistas que no quiso seguir las órdenes de su gran amigo, el general Armada[ii]), ha dado sobrados ejemplos a lo largo de todo su reinado, de su beligerancia contra cualquier aspiración popular a desbordar los límites marcados por el consenso de la también mitificada Transición e incluso a someter su propia institución al control parlamentario.

Su figura y la de Felipe VI han sido y son símbolo máximo de la continuidad de un régimen que no fue fruto de una ruptura con la dictadura y que sigue estrechamente asociado al neocaciquismo oligárquico, a la preservación de los privilegios de la iglesia católica y a la guerra sucia de un aparato de estado procedente del franquismo contra todo tipo de disidencias (como hemos visto ahora con el Catalangate) y a los intereses del imperialismo estadounidense; todo ello desde la defensa fundamentalista de “la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles”, según predica el artículo 2 de la Constitución. Por eso no sorprende que tanto el padre como el hijo hayan evitado siempre la condena explícita de los crímenes de la dictadura franquista; que, como han demostrado recientemente, sean los mejores amigos del régimen marroquí opresor del pueblo saharaui; que Felipe VI obtuviera el apoyo entusiasta del PP y de Vox con su discurso criminalizador contra los más de 2 millones de personas que el 1 de octubre de 2017 ejercieron legítimamente en Catalunya el derecho a decidir su futuro; o, en fin, que siga siendo visto por el bloque de poder dominante, pese a su desgaste creciente, como garante de sus intereses. En resumen, la monarquía ha sido y es el motor de una mal llamada democracia militante que caracteriza a la Constitución material española y que en estos tiempos turbulentos es claramente funcional al neoliberalismo autoritario en auge a escala global.

Afortunadamente, la indignación popular que está generando esta visita va más allá de las gentes de izquierda y de pueblos como el catalán y el vasco -que en todas las encuestas se muestran mayoritariamente contrarios a esa institución antidemocrática- y se está manifestando abiertamente en las redes sociales y muchos medios de comunicación. Con todo, un amplio sector de opinión progresista se limita simplemente a exigir que el emérito “rinda cuentas de su comportamiento” o “pida perdón”, sin pretender ir más lejos. Se trata de un sector que incluye a un PSOE que ni siquiera se ha atrevido a promover una ley de transparencia de la Casa Real y que sigue oponiéndose a abrir un debate público sobre la conveniencia de convocar un referéndum sobre la forma de estado, pese a que encuestas independientes (ya que el CIS renuncia a preguntar sobre esta cuestión desde hace años) confirman que una mayoría de la ciudadanía estaría a favor de esa iniciativa.

Existe, por tanto, un descrédito evidente de la monarquía, pero éste se está manifestando en el contexto de una crisis múltiple y de un ciclo reaccionario que nos obliga a reconocer que todavía estamos lejos de que la desafección popular hacia esta institución se transforme en movilización unitaria y sostenida a favor de un proyecto republicano que no sea mero rechazo del rey bribón y de su hijo. Un proyecto que sea capaz de responder también al malestar social que se está extendiendo entre las capas populares frente al constante aumento de todo tipo de desigualdades e injusticias, o a los nuevos escándalos que salen de las cloacas de un régimen estructuralmente corrupto e irreformable. Un proyecto, en fin, que sea compartido por nuestros distintos pueblos y que vuelva a hacer decir algún día en voz alta a sus herederos las palabras que otro Borbón, Alfonso XIII, pronunciara tras las elecciones municipales celebradas el 12 de abril de 1931:“No tengo hoy el amor de mi pueblo”.

Jaime Pastor es politólogo y editor de viento sur

Notas:

[i] Citado en Sabino Cuadra, “De Juan Carlos I a la Euskal Errepublika, pasando por Felipe VI”, en Jaime Pastor y Miguel Urbán (eds.), ¡Abajo el rey! Repúblicas, Sylone y viento sur, 2020, pp. 89-97.

[ii] Me remito a mi capítulo “El 23-F, Juan Carlos I y su golpe de timón a estribor”, en Jaime Pastor y Miguel Urbán (eds.), op. cit., pp. 47-53.

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