No me encuentro entre los partidarios de Peter Greenaway, aunque esto quizás sea más culpa mía que suya. Uno se ha educado en la escuela antigua y lo primero que ha hecho después de “disfrutar” de este homenaje-sátira ha sido ponerse en DVD Que viva Méjico, al que algunos han llamado el más bello film inexistente/1, y que tanto marcó el cine mexicano del mejor “Indio” Fernández, pero también al Elia Kazan de ¡Viva Zapata!, rodada en 1952, veinte años más tarde, cuando el siglo soviético comenzaba a ser derrotado por el siglo americano que acabaría imponiéndose de una vez por todas en 1989.

A veces las noches se hacen largas y el paso siguiente fue repasar papeles en los que se cuentan las dificultades de Eisenstein y su equipo para adaptarse al sistema de producción de Holywood. Pero, ante todo y sobre todo, a las furibundas campañas desatadas contra los “bolcheviques” por toda la prensa derechista, democrática por supuesto. A lo largo de los seis meses de duración del contrato, todos los proyectos propuestos por Eisenstein fueron rechazados por una razón u otra. Es verdad que algunos, como las adaptaciones de las novelas de Blaise Cendrars, El oro de Sutter, y de Theodore Dreiser, Una tragedia americana/2, llegaron auna fase avanzada de escritura del guión. En su lugar, Hollywood le propuso una serie de proyectos fantasmagóricos, como un film sobre el martirio de los padres misioneros de la Compañía de Jesús por los pieles rojas de América del Norte o un film sobre el judío Süss/3, lo que el autor de Octubre consideró una ofensa.

Al final, el estado mayor de Hollywood presidido por el execrable William Hays, quien además controlaba la Paramount, se encuentra con el problema del contrato con el cineasta que, para colmo, realiza declaraciones subversivas incluso para su propio país ya que en una de ellas elogia a Trotsky, al que el mismísimo Stalin cortó tijera en mano su destacada presencia en Octubre que se inspiraba en Los diez días…de John Reed, que no tardaría en resultar prohibida. La solución parcial a este dilema se la ofrece el escritor Upton Sinclair, militante socialista de la época de Eugene V. Debs y célebre autor de La jungla, una novela sobre la situación laboral de los mataderos de Chicago que obligó a la administración a mejorar las leyes laborales. Sinclair le posibilita un contrato para rodar un film en México, En una carta enviada a Moscú en noviembre de 1932, el novelista explica así su encuentro con Eisenstein:

Eisenstein tenía un contrato con la Paramount, por el cual ésta tenía que pagarle 3000 dólares a la semana una vez comenzada la elaboración. Teniendo en cuenta el mundo burgués, no era un mal principio y todo lo que se pedía a Eisenstein era que sacrificara un poco su honestidad de artista. Los elementos fascistas de Hollywood le atacaban furiosamente, le llamaban "perro rojo", instigador de asesinatos y cosas parecidas. Él no hizo el más mínimo intento de defenderse, cosa que le habría sido muy fácil a cambio de una pequeña concesión. Entonces me vino a ver para exponerme su deseo de rodar un film en Méjico, no quería volver a la Unión Soviética como un derrotado, es decir, sin haber hecho nada concreto en el extranjero. Decidimos recoger una cierta cantidad de dinero para rodar un film independiente en Méjico...”

A partir de este contrato con la empresa que está a nombre de la esposa del escritor, la historia penetra en el terreno de la nebulosa histórica, de la ejemplificación del mito, del artista-mártir empeñado en realizar una película única. Los hechos son sencillos: en diciembre de 1930, Eisenstein, el ayudante de dirección Gregori Alexandrov/4 y Eduard Tissé/5, quien en esta empresa ocupa su papel cuando depura su sentido de la composición, la fotografía estilizada y el contraluz, se dirigen a Méjico para rodar el film Que viva Méjico. Después de un largo período de ambientación y el rodaje de tres episodios de los cuatro que componen el film, el proyecto se interrumpe bruscamente catorce meses después de la firma de contrato. Y la aventura mexicana de Eisenstein queda para siempre inconclusa.

En realidad, sucede que el empeño del equipo no es idéntico al que tiene la familia Sinclair que presume de apoyar un proyecto “independiente” de Hollywood pero no por ello apartada de unas exigencias de beneficio propio. El Upton Sinclair de la época está lejos del amigo de Jack London; es un reformador por más que declare: “No es un placer para mí el ser visto como un productor capitalista; quisiera señalar solamente que no he entrado en esta producción por dinero sino únicamente para ayudar a un gran artista soviético”. En realidad no hay mecenazgo alguno por parte de Upton Sinclair. En el contrato se fijan una serie de cláusulas que sitúan la relación dentro de la más pura lógica empresarial: fijación de un límite de tiempo y dinero para la realización del film, derecho del productor sobre el material para todos los países del mundo excepto la Unión Soviética, fijación de una censura ideológica en el contrato. En uno de sus párrafos se proclama que “el film sería un trabajo artístico estrictamente apolítico ya que aquí no se puede vender ningún film de propaganda” Para que todo se cumpla, los Sinclair imponen un administrador permanente —Hunter Krimburg, cuñado de Sinclair—, a través del cual el artista recibe constantes indicaciones para reducir el proyecto dentro de los cauces narrativos de Hollywood. A Upton Sinclair le preocupa su carrera política que iba en línea de lo que será el “New Deal” (y que acabará apoyando a Stalin arguyendo que en una fortaleza sitiada como la URSS es razonable cercenar el derecho de crítica).

La consecuencia de todo esto fue una obra inacaba que pudo ser montada mucho tiempo después gracias al trabajo de Gregori Alexandrov, y que resulta un disfrute que a algunos nos compensa de la digestión de esta nueva obra –provocadora por supuesto- que es un recorrido geométrico por el trayecto que en 1931 el “padre del cine” moderno realizó a México. Situado entre la ficción y su contrario, Peter Greenaway compone una abigarrada aproximación de apariencia irrespetuosa que también resulta ser un homenaje al creador de El acorazado Potemkin, aquella película que sedujo hasta a personajes como José Antonio que soñó con que la Falange realizara obras parecidas sin el menor sentido del ridículo.

Greenaway compone un abigarrado tratado de la sensación de libertad vivida por el cineasta que “resucita” en un México caluroso, carnal, con una historia pasada fascinante, todo para que como mayor apoteosis Eisenstein descubra su homosexualidad y la disfrute como lo hubiera hecho el propio Greenaway . Y es que un universo de autorreferencias y laberintos conceptuales se apodera de la pantalla, como es ya propio en el cineasta británico que, al fin de cuentas, no queda tan lejos de esas señoras burguesas de las novelas de E. M. Foster que nacen de nuevo en las villas luminosas y entre el pueblo llano. La película funciona como una suerte de desmitificación de Eisenstein –que me recuerda mucho al Mozart de Amadeus-, precisamente porque Greenaway conoce su obra al dedillo, la admira y la aprecia aunque no tanto a la suya propia.

En resumen: la media película de Eisenstein seguirá ahí cuando nadie se acuerde de este excesivo cineasta británico que nos deja con el complejo de no haber entendido bien, pero del que nunca podremos decir que hemos disfrutado como lo hacemos –y muy especialmente- con el mejor de los realizadores de la revolución que hizo sus mejores películas cuando esta aún respiraba. Bien está Greenaway sin nos sirve para volver a Eisenstein.

12/03/2016

Pepe Gutiérrez-Álvarez es escritor y miembro del Consejo Asesor de VIENTO SUR

Notas:

1/ Prólogo de José de la Colina de ¡Que viva México!, editado por ERA, México, 1964.

2/ De la que George Stevens realizó una atemperada adaptación, An American Tragedy (1951), que aquí se estrenó como Un lugar en el sol, con interpretaciones míticas de Montgomery Clift, Elizabeth Taylor y Shelley Winter. Aunque no da la talla, se trata de una producción bastante digna para hcerla en plan de Hollywood.

3/ Jud Süß acabará siendo una película alemana de Veit Harlan de 1940 creada por encargo del Ministerio de Propaganda nazi, un verdadero panfleto representativo del antisemitismo nazi que tuvo su emulaciones españoles en películas como ¡A mi la legión¡, de Juan de Orduña, cuya vocación antisemita volverá a manifestarse en películas como Alba de América.

4/ (Ekaterinburg, 1903 - Moscú, 1983) colaboró desde mediados de los años veinte con Serguei M. Eisenstein como ayudante de dirección (en La huelga -en la que interpretó al oficial Giliarovski- y El acorazado Potemkin) y como codirector en otras dos películas (Octubre, 1927; La línea general, 1929). La revolución que había producido la llegada del sonido provocó que Alexandrov fuera uno de los firmantes (los otros dos fueron Eisenstein y Vsevolod I. Pudovkin) del famoso "manifiesto del sonido" publicado en 1928 bajo el título Contrapunto orquestal. En los principales puntos señalaba que "los únicos factores importantes para el desarrollo futuro del cine son aquellos que se calculen con el fin de reforzar y desarrollar sus invenciones de montaje". No dejaban de apuntar sus temores, dado que "el film sonoro es un arma de dos filos, y es muy probable que sea utilizado de acuerdo con la ley del mínimo esfuerzo, es decir, limitándose a satisfacer la curiosidad del público". Insistían en que "el método de contrapunto aplicado a la construcción del film sonoro y hablado, no solamente no alterará el carácter internacional del cine, sino que realzará su significación y su fuerza cultural hasta un punto desconocido por el momento". La memoria de Alexandrov resultaría determinante para conocer el “cine borrado” de Eisenstein.

5/ Director de fotografía, camarógrafo soviético y colaborador del realizador Serguei Eisenstein, su nombre completo es Eduard Kazimirovic Tissé. Operador de noticieros durante la Guerra Civil y fotógrafo, capta con su cámara lo vivo, aprende a dar a lo real su forma eficaz y contundente; cualidades en perfecto acuerdo con las exigencias de Serguei Eisenstein en La huelga (1924), El acorazado de Potemkin (1925), Octubre (1927), La línea general (1929), concebidas como una reconstrucción de la actualidad, la inconclusa El prado de Bejin (1934), y más tarde, en Alexander Nevski (1938). Su primera intervención en Glinka (en color); pero ya nada será igual. Su influencia en la fotografía en general y en la del mexicano Gabriel Figueroa en particular, es reconocida.

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