Ha pasado un año y medio desde que la pandemia de la covid-19 se extendió por primera vez a todo el territorio estadounidense. Durante este periodo hemos asistido al cese puntual de la actividad pública, social y económica; hemos visto conflictos y controversias en torno a la obligación de llevar mascarilla y la recomendación de permanecer confinados y confinadas en casa; ha habido ataques de pánico a raíz del racionamiento de todo lo habido y por haber, cosas mundanas y otras más importantes, desde el papel higiénico hasta las camas de hospital y los respiradores.

Se dijo que el propio virus era un patógeno universalizador que no discriminaba, una amenaza igual para todos y cada una. Mientras, los datos anecdóticos y cuantitativos comenzaron a visualizar el impacto enormemente desigual que estaba teniendo la pandemia en ciertos sectores de la población: las personas de color, y en particular las de piel negra, las comunidades indígenas, la gente pobre y de clase trabajadora, y especialmente las personas mayores y las discapacitadas alojadas en residencias y entidades de cuidados integrales de larga duración (junto con las tal vez menos documentadas poblaciones de personas sin hogar y personas discapacitadas en espera de ingresar en una residencia)/1.

De pronto, el país y el mundo entero parecían vivir en una prolongada variante de emergencia de la realidad. La sociedad se metamorfoseó de una existencia normal a un estado sostenido de anormalidad. Prácticamente todos los aspectos de la vida económica y social, que antes se daban por hechos, se volvieron inaccesibles en distintos grados para gran parte de la población. El desplazamiento físico, la reunión con amistades y familiares, el deseo de conocer a gente nueva y entablar posibles relaciones íntimas, viajar, ir de compras, siquiera ir a un bar o restaurante, todo se convirtió en una actividad sumamente restringida. Actividades cotidianas de cuidado e higiene personal pasaron a ocupar cada vez más el tiempo funcional y absorber la preocupación mental de la gente.

El proceso básico de salir de casa requería mucha planificación previa y preparación. Creció la ansiedad en relación con la capacidad de cada uno o cada una de seguir desempeñando un trabajo remunerado o de ir a buscarlo, un empleo que se adecuara a sus restricciones y necesidades, y con la cuestión de si su empleador le ofrecería la baja de enfermedad sin pérdida del salario si él o ella o una persona dependiente se contagiaran. El acceso a una atención sanitaria suficiente, asequible y segura pasó a ser igualmente una preocupación más generalizada y potencialmente fatal. En pocas palabras, la sociedad misma quedó discapacitada: discapacitada por el coronavirus; discapacitada por las acciones u omisiones de varias instituciones gobernantes y hegemónicas; discapacitada por las condiciones sociales, políticas y económicas preexistentes de una sociedad capitalista desigual e individualista.

En todo este proceso, la consigna de prácticamente todos los políticos que ocupaban posiciones de poder dentro de los círculos gubernamentales dominantes ‒independientemente de su afiliación partidista o su convicción política‒ fue el propósito de volver a la normalidad. Esta idea tuvo amplia resonancia en medio de la irritación pública por las condiciones paralizantes de la existencia pandémica. El desarrollo y la distribución extendida de una vacuna parecía ser el único rayo de esperanza, por mucho que la nueva cepa del coronavirus mutara a variantes más robustas y resistentes que exigieran la aplicación de dosis de refuerzo y vacunaciones adicionales/2. Es como si el purgatorio de la pandemia en que hemos estado metidos fuera un desvío del camino principal, un desvío que nos alejaba literalmente del sendero normal deseado. La inmunidad generalizada es entonces la rampa de salida para volver a la vía correcta de la sociedad, al vector prepandémico, a un futuro normal.

La anormalidad es un estado preexistente

Sin embargo, para muchas personas discapacitadas en EE UU y en todo el mundo, la anormalidad del pasado año y medio no constituye una discontinuidad tan alejada del estado de cosas anterior. No cabe duda de que la vida en pandemia ha sido para las personas con diversidad funcional, como para todo el mundo, extremadamente difícil, dolorosa, opresiva y mortal. Sin embargo, la normalidad de la vida prepandémica también era extremadamente difícil, dolorosa, opresiva y mortal. Tener discapacidad en la sociedad capitalista contemporánea equivale a vivir en un estado permanente de anormalidad construida socialmente. El ilustrador Sam Schäfer, por ejemplo, ha representado acertadamente este fenómeno en una serie gráfica sobre personas discapacitadas y la pandemia, publicados en línea a comienzos de 2021/3.

En una de las viñetas del cómic titulado And Now Here We Are, Schäfer escribe: “Morimos de la misma manera que muchos de nosotros vivimos: en el hospital, aislados, encerrados, con problemas económicos, aislados.” Como explica el pie: “Los distintos conceptos se ilustran sucesivamente con una cama de hospital vacía, una silueta sentada en un frasco, una puerta cerrada, una hucha en forma de cerdito triste, roto y muy adorable con pocas monedas dentro y, finalmente, nada.” Una viñeta subsiguiente reza: “Todos los días veo a gente que desea volver a la normalidad. Volver a cómo eran las cosas antes. Cuando todavía estábamos sufriendo y muriendo.” La inscripción acompaña un dibujo de muletas abandonadas en un césped bajo un arcoiris y la luz del sol/4.

En un texto publicado en el blog del Disability Visibility Project, Emily Ackerman relata su experiencia durante la pandemia y el reciente proceso de distribución de vacunas como un collage de fenómenos a menudo frustrantes, llenos de ansiedad e indignificantes. Ackerman cuenta cómo se confina en casa y limita las incursiones al exterior de su apartamento, pero con la necesidad de ser especialmente cuidadosa con el no distanciamiento social inevitable que ha tenido que mantener con la docena de asistentes que le ayudan a lo largo del día a ducharse, vestirse, cocinar y otras tareas. Ackerman, que tiene limitaciones de movilidad y utiliza una silla de ruedas, tuvo que lidiar con el proceso precario de tratar de cubrir rápida y repetidamente las ausencias en este megacontenedor cuando las asistentes resultaron expuestas, contagiadas y enfermas. No solo tuvo que arrastrar consigo la constante preocupación por la posibilidad de enfermar peligrosamente al contagiarse a través de una asistente, sino que también tenía miedo de que pudiera ser a su vez, inadvertidamente, la causa de que sus asistentes se contagiaran entre sí/5.

El Estado en que reside Ackerman, Pensilvania, como la mayoría de Estados de EE UU, al principio no dio prioridad a la vacunación de personas como ella, que presentaban un cuadro clínico de alto riesgo pero tenían menos de 65 años de edad. Las personas que trabajaban de asistentes (asalariadas o no) a domicilio para personas discapacitadas figuraban incluso más abajo en la lista de prioridades. Una tabla de prioridades para la vacunación mantenida en internet conjuntamente por el Johns Hopkins Disability Health Research Center y el Center for Dignity in Healthcare for People with Disabilities revela que a mediados de marzo de 2021 tan solo 26 Estados incluían la diversidad funcional como categoría de prioridad diferenciada, y tan solo 34 Estados habían especificado algún grado de prioridad para las asistentes a domicilio de personas con discapacidad/6.

Además, el programa formal de priorización de los Estados no se traslada necesariamente, o de forma equitativa, a la práctica. Técnicamente, Ackerman podía optar a la vacunación a mediados de enero, pero pasó semanas navegando por laberínticas cadenas de derivación telefónica, concertando citas que después fueron canceladas por la clínica, sufriendo la pesadilla típica de la persona discapacitada de que las citas solo se concierten con un día de antelación, viendo cómo colegas sanos sin discapacidad, en la universidad en que trabaja, accedían a la vacunación porque conocían a la persona adecuada en el departamento adecuado de la institución, y en general sintiéndose más bien impotente.

Conviene señalar en este punto, en un aparte, que esta lucha con la burocracia ‒que se ha universalizado hasta cierto punto durante la pandemia‒ también era la norma para las personas con discapacidad antes de la pandemia. Tener discapacidad en la sociedad capitalista significa al mismo tiempo ser tu propia asistente social, médica, abogado y defensor, las 24 horas y todos los días. Implica luchar para abrirse camino a través de múltiples sistemas municipales, estatales y federales bizantinos para obtener medicaciones, concertar visitas médicas y cubrir las necesidades básicas que sustentan la vida de la persona, como vales de comida, subsidios de alquiler, asistencia a domicilio y medios técnicos de apoyo. El proceso particularmente burocrático de concertar el transporte adaptado, que a menudo supone tener que planificar los desplazamientos con una antelación de hasta una semana, hace que la posibilidad de recibir una citación para el mismo día o el día siguiente sea toda una pesadilla.

A finales de febrero, Ackerman pudo obtener por fin la primera dosis de la vacuna en una clínica rural, a una hora y media en coche desde su domicilio. Aunque se siente optimista, Ackerman reflexiona sobriamente sobre las implicaciones presentes y futuras de la experiencia de la pandemia y la vacunación, que no podemos limitarnos a dejar atrás. Esto se debe a que es probable que muchísima gente siga sufriendo síntomas y disfunciones a largo plazo a raíz de una infección inicial (las llamadas personas con covid-19 persistente), y tal como dice Ackerman, “la pandemia no se irá llevándose consigo la infraestructura sanitaria en ruinas y las desigualdades institucionales que destapó”/7.

“Tanto la ausencia de un sistema de salud nacional suficientemente amplio para determinar con precisión el número de personas en alto riesgo como el sesgo histórico de la medicina, basado en el supremacismo blanco, que sistemáticamente diagnostica y atiende de forma deficiente a las personas negras, indígenas y morenas, se juntan para mantener el tratamiento inadecuado y el escamoteo de las personas estadounidenses con discapacidad. Cuando esto pase, nuestro Estado no reconocerá la magnitud de nuestras pérdidas, del mismo modo que no había previamente una apreciación real de nuestra existencia”/8.

La magnitud de las pérdidas

Por la información de que disponemos, “la magnitud de las pérdidas de nuestra comunidad” ha sido realmente enorme. Los Centros de Control y Prevención de Enfermedades calculan que “las personas negras, indígenas e hispanas mueren a un ritmo tres veces mayor que las personas blancas”, e incluso estos grupos están siendo vacunados actualmente a un ritmo desproporcionadamente inferior a la gente blanca y en número inferior a su proporción general dentro de la población nacional. Un informe reciente de Public Citizen revela que la falta de un seguro de enfermedad ha sido un factor que ha influido en la muerte de aproximadamente un tercio de los más de medio millón de fallecimientos relacionados con la covid-19 en EE UU/9.

El New York Times informa que un tercio de las muertes por covid-19 en EE UU también están relacionadas con el sector de las residencias, donde las tasas de contagio fatal son cinco veces mayor que el promedio nacional. Teniendo en cuenta que menos del 1 % de la población total de EE UU está ingresada en una residencia, es sorprendente que el 34 % de las muertes por covid-19 en todo el país se hayan producido allí. Incluso comparando esta cifra con la población de edad avanzada que representa el grueso de las personas ingresadas en residencias, sigue existiendo una gran desproporción, ya que tan solo el 10 % de las personas estadounidenses mayores de 65 años están ingresadas en residencias o entidades de atención prolongada para personas dependientes/10.

Puede que a las personas con discapacidad o quienes están familiarizadas con su situación, estas cifras no les sorprendan. EE UU adolece de un largo historial de exposición de las personas discapacitadas a abusos eugenésicos y un conjunto de creencias que se usan para evaluar y “manipular la selección natural en el género humano” mediante prácticas y políticas como la “esterilización, contracepción, segregación y aborto” y la “llamada eutanasia de la gente discapacitada, la ausencia de tratamiento de los neonatos”. La eugenesia pretende “mejorar el inventario de la reserva nacional de genes” mediante la eliminación o limitación de la reproducción de quienes se consideran inferiores, “no aptos” y una sangría para la sociedad. En EE UU, las prácticas eugenésicas se han aplicado históricamente a gentes de color, discapacitadas y pobres, justamente las poblaciones más afectadas por la covid-19/11.

Desde este punto de vista, las muertes masivas de personas con discapacidad y ancianas ingresadas en residencias puede interpretarse como una función de eugenesia estructural en la práctica. Añádase a ello los ejemplos más indignantes que se vieron durante la pandemia, cuando se denegaron respiradores a personas con discapacidad hospitalizadas con covid-19 a favor de pacientes no discapacitados, o cuando los gobiernos de algunos Estados se plantearon implementar los protocolos de crisis existentes que permiten la reasignación forzosa de los respiradores particulares de personas con discapacidad a favor de personas no discapacitadas/12.

La cruda verdad es que el sector de las residencias es una representación institucionalizada del cruel desprecio y de la desconsideración con que el capitalismo estadounidense trata a las personas ancianas y discapacitadas, que en su mayoría viven por debajo del umbral de pobreza, o son, desde el punto de vista de la máxima del sistema, la acumulación de capital, individuos posproductivos e improductivos. El sector estadounidense de las residencias es sumamente rentable, que desvía fondos federales que recibe en función del grado de ocupación, que ronda los 1,5 millones de personas, el 15 % de las cuales son personas más jóvenes con discapacidad.

Alrededor del 70 % de todas las residencias para mayores pertenecen a entidades privadas con fines lucrativos. Ya antes de la pandemia, en tiempos normales, el sector se caracterizaba por sus estándares inferiores de salud y seguridad (además de los casos bastante extendidos de desatención, abuso y agresión sexual contra las personas residentes). En vísperas del confinamiento nacional del año pasado a causa de la pandemia, se calcula que el 82 % de todas las residencias habían sido denunciadas recientemente por incumplimiento de los protocolos básicos de control de infecciones. Puede que esto explique por qué el entonces gobernador del Estado de Nueva York, Andrew Cuomo, recibió presiones, tanto personalmente como en forma de donativos de empresas, por parte de directores de residencias y centros de asistencia sanitaria para que promulgara una ley en abril de 2020 que garantizaba a estos la “inmunidad frente a cualquier responsabilidad, civil o criminal, por cualquier daño o perjuicio causado supuestamente a raíz de un acto de omisión en el transcurso de los preparativos o la prestación de servicios sanitarios” relacionados con  la covid-19/13.

Un artículo de opinión publicado en el New York Times por Elliot Kukla, un rabino con discapacidad que estuvo dispensando cuidados espirituales a familias e internos de las residencias de San Francisco durante toda la pandemia, describe la crisis de forma clara y concisa. Kukla relata momentos dolorosos que compartió con familias que desde la distancia vieron morir de covid-19 a seres queridos ingresados en residencias: “Fue… chocante ver cómo todo el potencial de prevención y reducción de daños se nos colaba entre los dedos.” Ahora que se aplican las vacunas, Kukla señala que “el despliegue fluye por los conocidos afluentes de la discriminación de las personas con discapacidad, las personas ancianas, la gente pobre y la gente de color que han estado alimentando el océano de muertes en este país todo ese tiempo.”

Demostrando que el sector de las residencias de Nueva York no es una aberración, Kukla lamenta que “los gerentes de las residencias han respondido a la pandemia eludiendo la supervisión en vez de emitir peticiones urgentes de ayuda, cooperación y soluciones comunitarias. Más de la mitad de los Estados concedieron cierto grado de dispensa de la responsabilidad a las residencias durante la pandemia”/14.

“Preparados para volver a la normalidad”

“Preparados para volver a la normalidad”, escribe un médico colega de Kukla en un post de Facebook con ocasión de la primera inyección de una vacuna contra la covid-19. Kukla se revuelve: “Para las poblaciones más afectadas de este país, la ‘normalidad’ nunca existió. Era una crisis latente… No me apetece ‘volver’ a esos tiempos en que habíamos olvidado hasta qué punto estamos inextricablemente vinculadas unas personas con otras.” Haciéndose eco de una idea manifestada por Ackerman, Kukla reflexiona: “Finalmente las vacunas frenarán la covid-19, pero si se mantienen las estructuras que permitieron que cundiera esta pandemia, otra crisis global está a la vuelta de la esquina. Hasta que reconozcamos que nos necesitamos mutuamente, ninguno de nosotros estará a salvo/15.”

En toda la historia de EE UU ha habido un alejamiento dicotómico persistente que ha separado a las personas con discapacidad de las personas sin discapacidad en una dialéctica mutuamente injuriosa y opresiva. Las residencias no son más que una manifestación física de esta segregación, que ha incluido diversas instituciones como cárceles, sanatorios, asilos y otras entidades de confinamiento total. La pandemia de covid-19 y su potencial inmunización contra el olvido ‒sin perjuicio de las mutaciones y variantes del virus‒ encierran la posibilidad de que nuestro mundo se vuelva o bien más distanciado, individualizado y desgarrado, o bien interdependiente, solidario y cooperativo.

“¡Normalidad a la vista!”, grita la gente con ganas señalando con el dedo la orilla de la inmunidad desde la cubierta de este barco que es la sociedad, perdido en el mar durante el pasado año y medio. Como la montaña metafórica que encontramos en la obra del escritor discapacitado queer Eli Clare, que representa un edificio de opresión que separa a las personas privilegiadas de las desfavorecidas, la vuelta a la normalidad muestra hoy una metáfora de nuestro futuro inminente:

“Oímos que en la cumbre dicen que el mundo es grandioso desde allí arriba, que vivimos aquí abajo porque somos gente vaga, estúpida, débil y fea. Decidimos escalar esa montaña, o pactar que nuestros hijos e hijas la escalarán. El ascenso resulta ser inimaginablemente difícil… Puede que lleguemos a la cima, pero es probable que no. Y el precio que pagamos es enorme.

Subiendo por la montaña nos enfrentamos con las fuerzas exteriores, los agentes del poder que tanto se benefician del statu quo y de su posición privilegiada en lo más alto. Pero con la misma viveza nos vemos las caras con nuestros propios cuerpos, todo lo que apreciamos y despreciamos, todo lo que está incrustado allí”/16.

Keith Rosenthal es editor de Capitalism and Disability: Selected Writings by Marta Russell (Haymarket Books, 2019). Ari Parra es estudiante de economía en el John Jay College de la Universidad de la Ciudad de Nueva York

https://monthlyreview.org/2021/10/01/covid-disablement-and-the-return-to-normal/?mc_cid=5e1c5606eb&mc_eid=e70e995fdar

Traducción: viento sur

Notas:

1/ Fabiola Cineas, “Black and Latino Communities Are Being Left Behind in the Vaccine Rollout”, Vox, 24/02/2021; “Report Finds a Third of COVID Deaths Tied to Lack of Insurance as Dems Reintroduce Medicare for All”, Democracy Now!, 17/03/2021; Sam Schäfer, “And Now Here We Are”, Disability Visibility Project, 8/03/2021; “More Than One-Third of U.S. Coronavirus Deaths Are Linked to Nursing Homes,” New York Times, 01/06/2021.

2/Laurie McGinley, Tyler Pager, Hannah Knowles, Adela Suliman, Bryan Pietsch, Brittany Shammas, Annie Linskey y Lateshia Beachum, “Biden Administration to Offer Vaccine Booster Shots Beginning Sept. 20, Require Vaccinations for Nursing Home Staff”, Washington Post, 18/08/2021.

3/Schäfer, “And Now Here We Are”.

4/Schäfer, “And Now Here We Are”.

5/Emily Ackerman, “My Year of Nothing but Everything,” Disability Visibility Project, 10/03/2021.

6/Johns Hopkins Disability Health Research Center and Center for Dignity in Healthcare for People with Disabilities, “COVID-19 Vaccine Prioritization Dashboard”, Johns Hopkins Disability Health Research Center, 17/03/2021.

7/Nicola Davis, “’I’m Still at Half-Capacity’: Long COVID Sufferers Reflect on Brutal Year”, Guardian, 05/01/2021; Ackerman, “My Year of Nothing but Everything”.

8/Ackerman, “My Year of Nothing but Everything”.

9/Cineas, “Black and Latino Communities Are Being Left Behind in the Vaccine Rollout”; “Report Finds a Third of COVID Deaths Tied to Lack of Insurance”.

10/“More Than One-Third of U.S. Coronavirus Deaths Are Linked to Nursing Homes”; “Nursing Home Care”, National Center for Health Statistics, Centers for Disease Control and Prevention, visitada el 10/08/2021; “Facts and Statistics About U.S. Nursing Homes”, Nursing Home Abuse Center, visitada el 10/08/2021; Nancy Wellman, “Food Preparation and Consumption Habits of Community-Dwelling Populations”, en Providing Healthy and Safe Foods as We Age: Workshop Summary (Washington DC: National Academies Press, 2010).

11/Alison Bashford and Philippa Levine, eds., The Oxford Handbook of the History of Eugenics (Oxford: Oxford University Press, 2010), 3-4.

12/Joseph Shapiro, “Oregon Hospitals Didn’t Have Shortages. So Why Were Disabled People Denied Care?”, NPR, 21/12/2020; Ari Ne’eman, “‘I Will Not Apologize for My Needs’”, New York Times, 23/03/2020; Joel Michael Reynolds, Laura Guidry-Grimes y Katie Savin, “Against Personal Ventilator Reallocation”, Cambridge Quarterly of Healthcare Ethics 30, n.º 2 (2021): 272-284.

13/“Facts and Statistics About U.S. Nursing Homes”; “Nursing Home Care”; Sara Luterman, “It’s Time to Abolish Nursing Homes”, Nation, 11/11/2020; Joel Warner, “Andrew Cuomo Shielded Killer Nursing Home Executives from Justice”, Jacobin, 02/03/2021.

14/Elliot Kukla, “Where’s the Vaccine for Ableism?”, New York Times, 04/02/2021.

15/Kukla, “Where’s the Vaccine for Ableism?”

16/Eli Clare, Exile and Pride: Disability, Queerness, and Liberation (Durham: Duke University Press, 2015), 1-2.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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