De todos los objetos que poseemos, hay algunos que ocupan un lugar destacado en el reino de lo inútil. Entre esos enseres que nos acompañan en las mudanzas hay algunos que no tienen un uso específico y que conservamos, sin embargo, por alguna atracción táctil que nos invita a tocarlos de vez en cuando. Sobreviven a los intentos siempre incompletos de zafarnos de lo superfluo, porque estas pequeñas cosas tienen la facultad de situarse en algún lugar ventajoso en el orden de nuestras preferencias, como si en su forma hubiera algún asidero para la memoria, o como si las necesitáramos afectivamente. La dimensión táctil y la contemplativa están arraigadas e interconectadas en ellas y remiten a una pérdida de su función o a su completo alejamiento de la aplicación cotidiana. Se trata de objetos que ni siquiera tienen una utilidad propiamente decorativa, son pobladores de los escritorios y de las estanterías, esperan en lugares que les hemos asignado para que no estorben demasiado, pero también para mantenerlos al alcance de la mano con relativa facilidad: piezas desprendidas de algún artefacto al que ya no sirven, pisapapeles cuya verdadera utilidad siempre fue dudosa, suvenires desfasados, juguetes antiguos, navajas rescatadas del pasado de algún familiar, muñecos de la industria de la animación, piedras con formas curiosas, figurillas de animales, conocidos personajes de peluche, artículos kitsch...

Pueden tener algún significado para nosotros o ser adquisiciones extemporáneas de mercadillo, pueden ser incluso productos de merchandising, pero el papel de esas cosas es el de activar un ensimismamiento de quien los conserva. Remiten a una intimidad de pensamientos más o menos erráticos, son médiums que desvelan recuerdos a través de sus formas y sus texturas, pero no porque ellos mismos sean protagonistas de esos recuerdos, sino porque actúan como una invitación interior y porque están claramente fuera de lugar. En ese poder meditativo hay algo estético, en parte derivado de la desactivación de sus funciones anteriores, si es que en algún momento las tuvieron; pero, ante todo, ocupan el lugar indeterminado de las cosas recontextualizadas, extraídas de su origen, desarraigadas. Esa diversidad de procedencias, formas o materiales que pueden constituirlas, y la coincidencia de ocupar ese lugar sin una función clara es lo que apunta a esa indeterminación que sería, a fin de cuentas, de orden estético. Su procedencia no siempre es tan relevante como para que puedan ser considerados trofeos arrebatados a la pérdida. El manoseo al que son sometidos hace que liberen significados privados, pero el vínculo con los motivos de su adquisición se ha debilitado y han pasado ahora a un limbo sobre el que su propia materialidad es prioritaria como cauce de la divagación. Están ahí, esperando un nuevo encuentro que tal vez no tenga lugar hasta dentro de unos meses. Mientras tanto, su pequeña irradiación totémica sabrá esperarnos y encontrar el momento para que volvamos a tocarlos sin razón aparente.

Las numerosas variantes que podrían adoptar estas presencias objetuales, por así llamarlas, inducirían al error de creer que son parte de una colección en potencia. Una misma persona puede tener a su alrededor, orbitando, un buen número de estos objetos, pero aquellos a los que me refiero no responderían a un reclamo amparado por criterios clasificatorios. No necesitan siquiera una carga semántica considerable y su iconografía podría ser arbitraria. Aun así, sin duda, establecen un parentesco con los objetos de colección en la medida en que estos también se mantienen petrificados en esa confiscación que los extrae de la calle, del afuera, de lo que no es nuestro, y son portadores de un valor estrictamente privado en tanto que preservación de un deseo indeterminado. A veces estos objetos muestran un enlace con significantes relacionados con la actividad que sus dueños desarrollan. Sería el caso, por ejemplo, del conjunto de figurillas que Sigmund Freud tenía en su escritorio. Sabemos por Paula Fichtl, el ama de llaves que acompañó a la familia durante tantos años, que Freud solía acariciar con una especial frecuencia una figurilla de mármol del dios Thoth en su forma de babuino. Podemos imaginar al doctor repasando con el pulgar la cabeza de aquel mono de mármol. En ese momento, con toda seguridad, el objeto ejercía esa función aprehensiva por la que el tacto parece servir de anclaje material a la especulación.

En el intento de congelar el hábitat de una persona ilustre, las casas museo desvelan a veces estas constelaciones objetuales bastante reveladoras. Sin embargo, ese tipo de instituciones, creadas para sostener la fantasía de que en ellas participamos de la intimidad de personajes históricos, tiende a conceder un valor artístico a lo que tuvo en realidad otra función o a lo que simplemente no tiene demasiada importancia. La colección de estatuillas de Freud es mucho menos interesante como conjunto artístico que como constelación de objetos en relación al interior doméstico o a la condición ambigua de objetos indeterminados. El vínculo secreto con su propietario no podría desentrañarse ni siquiera interrogando psicoanalíticamente los rastros dejados en la casa museo de Londres, pero permite entender una práctica de aprehensiones objetuales relacionadas con aspectos más sensoriales y táctiles que alegóricos.

Podría resultar obvio sugerir que existe un substrato común entre el psicoanálisis y la arqueología, una arqueología de la que aquellas piezas, algunas de ellas no exentas de cierto valor, actúan como vestigios. Psicoanálisis y arqueología parecen así trabajos afines que las figuritas ilustran bajo el rastro obtuso de haber sido toqueteadas por su propietario. Sin embargo, en su materialidad, en su iconografía y en sus significados originarios habría algo de irreductible que tendría mucho más que ver con esa indeterminación de las presencias objetuales de la que aquí hablamos. Su alineación sobre la mesa, mirando a quien se sienta a trabajar en ella, su tamaño vagamente regular a escala de la mano humana y su aire de elección caprichosa las convierten en una marca casi territorial. El espacio que delimitan para ese diálogo silencioso con el doctor Freud es compartido por otros muchos objetos decorativos ubicados en la misma estancia, y, cómo no, por el célebre diván cubierto con un tapiz en el que se recostaron aquellos pacientes transfigurados en personajes de los relatos clínicos. Dora, Catalina, Miss Lucy, el hombre lobo, el hombre de las ratas…, todos ellos visitaban aquella estancia decorada con el calculado equilibrio entre el despacho donde se desarrolla un trabajo intelectual y el recibidor de un domicilio particular. Esa hospitalidad de la práctica psicoanalítica, por otro lado estudiada en distintos contextos académicos y explicada en los anales de la disciplina, instaura un espacio reflexivo y transitivo al mismo tiempo. Es decir, sirve para pensar sobre los métodos y las formas del análisis y se aplica de facto en cada sesión sobre sujetos cuyos relatos se vierten en el interior profuso y acolchado por los tapices. Esta hospitalidad del lugar de trabajo del psiquiatra, esta indistinción entre la casa y el estudio, entre el hogar y la consulta, es en parte fruto de algo muy distinto de la evocación arqueológica y mítica del psicoanálisis. Es en realidad la configuración de un entorno dotado de la economía afectiva del interior burgués. Y es que el psicoanálisis consagraba clínicamente la narrativa de ese yo atribulado y trágico, protagonista de aquellos síndromes y complejos nombrados como los personajes de la mitología clásica. Esa relación con lo mítico y con la pulsión de una narratividad autocontemplativa, celebrada como método de cura, podría articular también toda una teoría de la novela rastreable en la transición entre el siglo XIX y el XX. Podría vincularse, en definitiva, con una autoconciencia trágica de la discontinuidad del yo y podría explicar de paso, si apuramos la hipótesis, por qué un materialista dialéctico como Theodor L. W. Adorno no perdía ocasión para repartir puyas tanto al psicoanálisis como a Marcel Proust, ejemplos ambos de una exhibición de esa subjetividad burguesa.

Pero si regresamos al problema de los objetos como detonadores autocontemplativos, y en particular a ese tipo de elementos indeterminados, podríamos quizá preguntarnos: ¿Qué relación podemos establecer entre esos objetos y las diversas teorías en torno a la mercancía? ¿Son algún tipo de variante anómala del fetiche?

¿Qué relación podemos establecer entre esos objetos y las diversas teorías en torno a la mercancía?

En los albores de la edad moderna los señores feudales comenzaron a adquirir mercancías exóticas procedentes de los burgos. Dejaron quizá de despreciar las cosas labradas en materiales nobles como obsequios para mujeres, y quisieron quedarse algunas de esas cursilerías para ellos. No siempre conocían su origen o su verdadera función, tal vez eran cosas traídas de regiones remotas. Simplemente eran adquiridas por capricho. Ya no eran los trofeos de la guerra, partes amojamadas del cuerpo de los enemigos o huesos reconocibles que colgaban de sus atuendos; eran otro tipo de objetos que retenían el acabado minucioso que solo los buenos artesanos pueden imprimir a cualquier mercancía. Aquellas cosas serían ejemplo del papel que tienen en nuestra economía afectiva los objetos, así como del irresistible encanto de la mercancía más allá de la cobertura de una necesidad. Este fenómeno de interés por lo que carece de función aparente, estaría en la base de un suplemento de valor incorporado al halo de los útiles que configuran nuestro mundo, y es llamativo que se reconozca desde muy pronto como un fenómeno inscrito históricamente en la matriz de un sistema económico incipiente que modifica los comportamientos violentos o el mero ejercicio de la depredación entre los humanos. En un pasaje penetrante de La riqueza de las naciones (1776), Adam Smith explica cómo los señores feudales adquirían esas baratijas como esquirlas de un lujo incipiente. En ello encuentra el germen de un viraje del instinto de dominación en el entorno tendencialmente violento de la Edad Media. De hecho, en la teoría económica de Smith, el comercio, que se basaría en gran medida en esta nueva irisación de los valores materiales a través de los suplementos del valor en las calidades y la manufactura, representaría un factor civilizatorio. La idea es más tarde analizada como una parte de la filosofía legitimadora del capitalismo en la obra clásica de Albert Hirschman Las pasiones y los intereses. Argumentos políticos en favor del capitalismo previos a su triunfo (1977), en un ensayo que, al margen de posibles objeciones históricas o argumentales, es una magnífica acumulación de hipótesis bien enlazadas y sostenidas por una prosa convincente.

Pero lo revelador de este origen del objeto artesanal es que al mismo tiempo sirvió para entender el mecanismo de seducción de la mercancía como suplemento en la función o la utilidad inmediata. Sugirió, de hecho, el íntimo núcleo estético con el que opera la estratificación social de las distinciones de estatus y el ribete de impostura que adornaría desde muy pronto toda forma de privilegio y las consiguientes expectativas generadas a su alrededor. Por ello, lo estético y lo económico quedaban anudados desde el origen. La idea que subyace a la cuestión de la economía afectiva de los objetos, por tanto, es que al capricho de la forma le corresponde un capricho de posesión. Es decir, que las formas caprichosas que adopta la mercancía, variadas, alternantes, exóticas…, suscitan una arbitrariedad de las voluntades que se traduce en el instinto de posesión.

El fetichismo de la mercancía, y por extensión del dinero, tan decisivo como modelo teórico en la herencia del marxismo sobre los modos de pensar el problema del deseo en la cultura de consumo, permite una serie de extrapolaciones antropológicas. Está arraigado en aquella constatación que anticipaba Adam Smith, anterior a la paradoja por la que, en nuestro sistema económico, otorgamos más valor a los objetos suntuarios que a los de primera necesidad, enunciada en su obra más influyente para la economía política. La cuestión se remontaría entonces a esta otra reflexión sobre las baratijas que se describe en Teoría de los sentimientos morales (1759), antes que en La riqueza de las naciones (1776). En el tratado de 1759, el balance sobre los valores morales en relación a la riqueza o el éxito, Adam Smith tiene muy presente, ya sea como metáfora o como término recurrente, esas baratijas en las que se transforman todas las riquezas al llegar el final de la vida. En su capítulo “De la belleza que la apariencia de utilidad confiere a todas las producciones artísticas, y de la generalizada influencia de esta especie de belleza”, el trasfondo estético de este vínculo con la moral se hace patente en sintonía con otros tratadistas europeos.

El enfoque antropológico de la mercancía concuerda, en efecto, con la orientación y los discursos subyacentes de los principales tratados de la estética del siglo XVIII, incluida la Crítica del juicio (1790), lo que fundaría un vínculo aún no muy desarrollado, ni siquiera en el plano historiográfico, entre las disciplinas filosóficas de la estética y la teoría económica del siglo XVIII, así como entre las implicaciones del comercio en rasgos inmanentes del comportamiento humano tras el triunfo de las sociedades burguesas. En ello radicaría, tal vez, esa economía afectiva de los objetos y la indisociable sensualidad de las mercancías, pero sobre la base antropológica que la convierte en un comportamiento consustancial al intercambio económico, anterior incluso a la estructura psicosocial del capitalismo.

El repertorio de alusiones a esta dimensión afectiva de los objetos puede llevarnos a repasar la historia del arte

Si retornamos ahora a la empresa más modesta de interrogar a esos objetos extraños que pueblan escritorios y estanterías, podríamos pensar que estamos ante un fenómeno distinto del más generalizado y complejo fetichismo de la mercancía. Estas presencias objetuales no son propiamente dispositivos de ostentación, no se rigen siquiera por el mecanismo de ocultación de sus condiciones y agentes productores, a veces son estos mismos aspectos los que las hacen persistir entre nosotros. Tal vez habría en ellas incluso un vínculo con cierta autoconciencia sobre esa extraña arbitrariedad de la posesión, como si fueran restos del naufragio del fetiche, como si quedaran después de darnos cuenta de la pérdida potencial de todo o casi todo lo que tenemos, como si realmente esa preferencia que acaba por salvarlas de las mudanzas y limpiezas generales del interior doméstico fuera el deseo de sobrevivir del objeto, o nuestro deseo por sobrevivirnos a través de humildes y secretas pertenencias.

El repertorio de alusiones a esta dimensión afectiva de los objetos puede llevarnos a repasar la historia del arte, desde los trasfondos de los retratos de Holbein, guarnecidos por una constelación de cosas que representan los atributos profesionales del personaje, hasta las inagotables elegías dedicadas a cosas nimias, implosivas y melancólicas detonantes de infinitas meditaciones. Pero de todas esas posibles habría una ilustración cinematográfica bastante clara en el intento de dotar de una proyección alegórica al sentido obtuso de la posesión a través de una metonimia objetual. Me refiero a la escena con la que comienza Ciudadano Kane (1941), en la que un domo de nieve rueda desde la mano del magnate, protagonista de la película, para romperse a los pies de la cama en el momento mismo de su muerte. En esa exhalación final el personaje pronuncia la palabra Rosebud, que será el secreto biográfico que sirve de hilo narrativo para toda la historia, y que, para concluir, y quizá de un modo un tanto decepcionante, remite a la infancia perdida. En este caso, la bola de cristal que contiene la miniatura sobre la que cae la nieve en suspensión almacenada en el objeto, sería un perfecto elemento kitsch recargado de condensación autobiográfica en la que descansa el misterio de la película. Sin embargo, en este caso, la presencia objetual, la pertenencia escogida de entre las desaforadas posesiones del hombre inmensamente rico, es solo una alegoría sobre la futilidad de las riquezas que, desde el punto de vista del argumento de la película, podría rayar la banalidad. Indudablemente, Orson Welles consigue imprimir otras tensiones y calidades a la narración cinematográfica, pero su elección del objeto indeterminado en este caso tiene una función metafórica que solo sirve a la circularidad del relato. Si bien ilustra reveladoramente la importancia de ese tipo de objetos, no es como tal una de esas presencias objetuales si se piensa que la mayor parte de ellas tiene en la vida real una cierta distancia respecto a recuerdos tan específicos y sentimentales. Por el contrario, forman parte de una anomalía del vínculo con la mercancía. Podríamos pensar que inciden más bien en una obtención azarosa, próxima a la indeterminación de orden estético de la que venimos hablando.

El caso de Ciudadano Kane es ejemplo del obvio contraste entre las riquezas extravagantes que adquiere el magnate y la humildad del recuerdo en forma de domo de nieve. Esta dialéctica entre la joya y la baratija, entre lo inasequiblemente precioso y lo que carece de valor material, establecería un círculo de identificaciones y un juego de sustituciones en el que podemos reconocer mecanismos como la falsificación de las mercancías de lujo. En esta adecuación al capital simbólico de las marcas o al producto exclusivo se produce una transmutación que redunda en una devaluación afectiva respecto al instinto de posesión. Este parece conformarse entonces con la apariencia externa en una especie de autoconciencia de la relatividad del valor de lo material. El tema aparece como tópico en toda la tradición moralista, y es registrado también por Adam Smith en su particular estética de la mercancía, al describir la vanidad de los empeños de mejora social como fuente de frustraciones. La dialéctica circular entre la joya y la baratija no solo activa las vanitas que reconocemos en una parte significativa de las representaciones pictóricas contrarreformistas, sino que genera esos ámbitos marginales de relación con los objetos de consumo que transmutan lo caro en lo barato. Esta transferencia, perfectamente reconocible en la convocatoria periódica de las rebajas y en la admiración por las buenas imitaciones de las mercancías de lujo, a su vez basadas en un mercado paralelo que establece su propia jerarquía en la calidad, se denota también en la marginalidad por la que los objetos indeterminados son puestos en valor en el universo privado. Nos gustan esos chismes porque son baratos, cutres, fueron obtenidos gratis o se devaluaron en algún momento. Si los situamos en esos lugares preventivos, si se mantienen a nuestro lado, es casi porque son el resultado de un rescate.

El esfuerzo de ingenio para establecer esa imitación autoconsciente cuenta con una complicidad global   

Las marcas populares de ropa y complementos visten a la gente humilde con atributos con los que representar algún arquetipo de lo masculino o de lo femenino, con letras de campus universitario norteamericano en las chaquetas bomber, pin ups estampadas en camisetas, lemas de algún escuadrón de marines, estampas vintage de la publicidad de refrescos, mensajes en inglés venidos de otros tiempos como complicidades obtusas que ni los portadores de esas prendas alcanzan a entender… Algunos de los trabajos del diseño de juguetes y disfraces se basan en la creación de variantes de los personajes de la tele para sortear el pago de derechos. Para este diseño pirata la tarea consiste en crear personajes de manera que sean reconocibles y al mismo tiempo eludan los rasgos patentados por la marca comercial a partir de pequeñas variaciones. El resultado es un personaje al mismo tiempo falso y reconocible en su original. Un hermano o un primo alterado de Bob Esponja, o del Chewaka de Star Wars. Se realizan así disfraces para los que se proyecta el patronaje, se eligen los tejidos intentando que sean los más baratos para que los corten y los monten en China. Luego son enviados a Manresa ya cosidos y son probados para ver si dan el pego. También para comprobar que están bien ensamblados. El esfuerzo de ingenio para establecer esa imitación autoconsciente cuenta con una complicidad global sobre la importancia relativa de la autenticidad de las mercancías. En este caso, por tanto, la mercancía presenta una doble falsedad, porque no solo usurpa la forma del original, como haría una imitación, sino que además la pervierte transformándola en un juego casi paródico de correlaciones o comparaciones entre el auténtico y su copia. El resultado es un producto anómalo que se conforma con ese parentesco lejano y que opera en el plano de la derivación de rasgos peculiares y a su vez arbitrarios en la figura original.

La industria china, como potencia disruptora del capitalismo occidental, ha creado algunos de los artefactos más insospechados de la mercadería de baratijas. Pequeños híbridos monstruosos de doble uso que parecen tener alguna aplicación indescifrable para personas ajenas al círculo más cercano de los fabricantes. El encanto de estas idioteces no es ya propiamente kitsch, sino parte de otro circuito marginal que encontramos en una suerte de bazar de lo bizarro. La alusión a series casi olvidadas de la televisión o la recuperación de los imaginarios otaku para un nuevo universo de la mercancía permiten una transferencia entre la nueva baratija de los supermercados chinos y el hallazgo más sofisticado de las tiendas seudofrikis. El frikismo en su marginalidad se integra entonces en un mercado de emulación de los objetos indeterminados en un claro intento por copar ese vínculo con las cosas excedentarias que nos empeñamos en conservar sin motivo aparente.

Víctor del Río es profesor titular de Teoría del Arte en la Universidad de Salamanca. Ha publicado recientemente La memoria de la fotografía. Historia, documento y ficción (Cátedra, 2021)

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