1. ¿Hacia una mutualización europea de la deuda?

El pasado 5 de abril, Pedro Sánchez reclamó un gran pacto europeo equivalente en términos políticos al Plan Marshall, que EEUU desarrolló durante cuatro años desde 1948 apoyando a la Europa Occidental aliada para facilitar su reconstrucción, la influencia norteamericana y acabar con las barreras al comercio. Aquello fueron transferencias directas, para recuperación industrial y la reactivación económica, y para evitar la sombra soviética.

Mientras tanto se ha abierto un debate, por parte de los neo- y post-keynesianos, sobre la posibilidad de mutualizar deuda, apelando a la solidaridad europea, mediante la emisión de coronabonos. Esta formulación, que reedita la vieja propuesta de los eurobonos, supondría una vía de financiación de los costes de la crisis y una potencial herramienta para la reactivación posterior. La idea de los coronabonos supone mancomunar deuda a escala europea, con el respaldo de todos los miembros participantes, reduciendo las primas de riesgo, aportando más quien tuviese más capacidad para hacerlo, y poder apoyar a Estados, sectores o territorios que lo necesitasen, condicionado a que se emplease para inversiones sociosanitarias o para la recuperación económica.

Cabe afirmar que esta idea en sí no es mala. No se trataría de una transferencia directa, o un plan de inversión europeo común, ni potenciaría el presupuesto europeo, que serían modelos propios de una mayor integración económica europea. Algo que requeriría un refuerzo de la armonización o integración fiscal federada que, por cierto, se trata como un anatema en los debates del establishment. Sería positiva si pudiese llevarse adelante. Sin embargo, resulta inconcebible bajo la arquitectura económica, institucional y jurídica de la UE. Es más, la idea de disponer de bonos, de alguna manera, no es nueva, y, de hecho, ya se cuenta con una enorme galaxia de instrumentos financieros que, aunque con una naturaleza intergubernamental y dirigida por criterios de “el que paga manda”, siguen la doctrina austeritaria, sin estar bajo el abrigo y obligación legal de los Tratados europeos.

Invocar la mutualización y la federalización con los tratados actuales es, a nuestro juicio, de una ingenuidad idealista palmaria[1]. Precisamente, las instituciones europeas, tratan de legitimarse con estas loas a los rescates, magnificando su alcance, para trasladar la obligación a los Estados miembros solicitantes, de aplicar planes de ajuste para poder hacer frente al pago de las deudas contraídas. A este respecto, cabe preguntarse, aunque seamos federalistas en última instancia, si federar malos criterios y prácticas políticas no hará justo lo contrario de lo que perseguimos. Si el modelo intergubernamental se emplea para que los países más fuertes no asuman riesgos y exporten a otros los desequilibrios (mediante mecanismos de divergencia real en las balanzas exteriores, y de dependencia centro-periferia), el modelo federal, sin modificar la orientación política y los Tratados, no hará otra cosa que profundizar dicho funcionamiento.

Los instrumentos financieros que se plantean en esta ocasión también tienen este carácter, y aumentan la deuda en los países deficitarios, y vendrán acompañados con condicionalidades que equivalen a nuevos recortes, privatizaciones y esquemas de ajuste salarial. El plan de financiación SURE, el del BEI, y especialmente el del MEDE, van en esta línea. Admitirán finalidades sociosanitarias o de cobertura del coste público de los despidos, pero todos ellos supondrán un crecimiento formidable de las deudas públicas. La financiación de hoy, será la deuda mañana, y los ajustes estructurales de pasado mañana. Más aún cuando no hay voluntad alguna de abandonar definitivamente los techos del déficit y de deuda pública. Y toda esta política es una política de socialización de costes, costes que no habrán asumido las grandes empresas, porque sus costes laborales, así como los gastos sociosanitarios, los cubrirá el sector público, sin olvidar el deterioro de ingresos y el desempleo que padecerán millones de trabajadoras y trabajadores, y las ingentes ayudas financieras que recibirán las empresas o los alivios que tendrán a la hora de contribuir a la seguridad social o a Hacienda.

2. La política monetaria: ¿un bazooka o la impotencia de los animal spirit?.

A su vez, el BCE, el brazo armado e “independiente” de la política monetaria europea, profundiza su política de flexibilidad cuantitativa, un bazooka de hasta 750.000 millones de euros adicionales, admitiendo un porcentaje importante de compra de bonos públicos en el mercado secundario. Esta política pretende estimular el crédito para la inversión, con el objetivo de paliar las consecuencias de la recesión. Sin embargo, como hemos ido viendo en los últimos 10 años, por mucho que el BCE inyecte dinero en la economía, si las expectativas de rentabilidad son bajas, dicho dinero no hará más que alimentar circuitos de acaparamiento o especulación. Así, aunque esta política del BCE produzca un alivio en los tipos de la deuda pública, lo que promueve en la práctica, por una parte, es un formidable rescate a las grandes corporaciones privadas, que contribuye a que empresas insolventes pervivan, y, por otra, una concentración de capital sin precedentes.

La política de del BCE parece haber marcado los límites en el debate en torno a qué políticas deberían aplicarse. En este sentido, parte de los economistas neo y postkeynesianos, con diferentes matices, han focalizado sus propuestas en la dimensión monetaria, cuando a todas luces, esta vía ha agotado cualquier recorrido[2].

Sobre la política de expansión cuantitativa exigen que el BCE revise su línea para comprar directamente bonos públicos en su emisión primaria, y que la financiación llegue allá donde antes no llegaba, monetizando la deuda. Algunos elogian al Banco de Inglaterra que desarrollará esta línea de financiación directa al sector público, tras salir el Reino Unido de la Unión Europea. Cabe preguntarse si esta es la condición suficiente para animar la inversión, o para garantizar que esta se destine a proyectos socialmente útiles (sociosanitarios, socioecológicos, etcétera), o si esta medida no contribuye más bien a devaluar la moneda[3] y causar una guerra de divisas, que no contribuye a generar riqueza alguna, sino una rivalidad por el mercado mediante la disputa por el comercio mundial. La financiación directa del sector público puede ser aconsejable, siempre y cuando el crédito no se emplee para socializar las pérdidas causadas por compras de empresas privadas en bancarrota, y se emplee para impulsar proyectos de inversión socioecológicos, sanitarios y farmacológicos públicos. Pero no será el factor decisivo para una salida justa a la crisis y propicia para una economía sostenible.

2.1. Medidas monetarias y rentas mínimas.

Otra de las fórmulas barajadas, dentro de esta línea de monetización, para reactivar la economía es la conocida como la del “dinero helicóptero[4]. Dicho de otro modo, una provisión de dinero automática y por igual a una población, creada bancariamente a través de un apunte ordenado por el Banco Central.

En términos teóricos presenta un lado positivo. Beneficia a las rentas más bajas, porque comporta una proporción mayor respecto a su capacidad de consumo. Ahora bien, entraña una creación de dinero automática, no un ingreso fiscal nuevo. Se crea dinero de la nada. Además, actúa en el lado de la demanda, potenciando la capacidad de consumo o adquisición, pero no opera en el lado de la oferta. El sector privado sólo se mueve invirtiendo donde hay beneficio, no optimizando su capacidad de servicio (para poder tener beneficio) y atendiendo sólo a la demanda solvente. Así, quizás se dé salida a stocks de mercancías acumuladas, pero se puede dudar razonablemente sobre si potenciará la inversión, o si más bien lo que promoverá es el ahorro por motivo precaución.

Este tipo de estímulos tiene un carácter temporal, y su efecto se diluirá a corto plazo, restableciendo un nuevo equilibrio, con precios mayores o con una moneda más devaluada, al facilitar la circulación del stock acumulado. Puede que beneficie a los sectores de distribución comercial de bienes primarios en detrimentos de otros basados en mayores infraestructuras o tecnología, pero no opera ninguna alteración en la tasa de ganancia general, por lo que no aumentará la capacidad de inversión si la economía opera a plena capacidad. Si se prolonga esta medida, puede que altere la proporción entre consumo e inversión, a favor del primero.

Al desarrollarse por mecanismos de mercado, sólo mejorará las expectativas de algunos sectores privados, pero no determinará una mejora de la oferta por sí mismo. Por ejemplo, si no hay mascarillas, respiradores... nada garantiza que se produzcan, menos aún por la vía pública. Si se hace se hará alterando su precio, a beneficio de los productores privados si es que se deciden a fabricarlo a una escala suficiente. Tengamos en cuenta que esto es lo que está proponiendo Donald Trump. La política del dinero helicóptero incluye consecuencias mercadistas, en la que una acción pública (monetaria) favorece a determinados sectores empresariales privados. Por último, el “dinero helicóptero” podría confundirse con una vía para una renta básica de carácter coyuntural.

Del debate de la Renta Básica, actualmente revivificado, no se puede zanjar rápidamente dadas los diferentes modelos de aplicación: rentas mínimas de inserción, rentas garantizadas, renta básica universal (RBU).

Alguna de ellas, recuerdan a las planteadas por John Stuart Mill, que no rompían con la trampa de la pobreza, al proponerlo a un nivel tan bajo en el que disciplina de la necesidad del salario siguiese empujando a la población a trabajar. Esto es lo que podría pasar con el ingreso mínimo vital que propone el actual gobierno. Sobre este punto hay que incluir no pocos matices. El ingreso mínimo vital no se incluye dentro de las medidas de dinero helicóptero, porque ni es general, sólo va a las familias sin ingresos, y además el gasto público que comporte no se monetizará –no hay un banco central que lo vaya a hacer-, sino que engrosará la cuenta de la deuda pública, si no hay ingresos que las respalde.

La derecha no la quiere, porque quiere a las familias trabajadoras dóciles tras la crisis, y que los recursos se dediquen principalmente a las empresas. Nosotros consideramos que sólo tiene sentido durante la crisis, como medida de escudo social, para que nadie se quede con un ingreso inferior al salario mínimo interprofesional. La medida, aunque sea un alivio, tal y como está concebida, es una limosna, y sólo llega a personas con menos de 200 euros de ingresos mensuales[5]. Para poder ser consistente debe aparejársele tramos impositivos nuevos que permitan sufragarla, por ejemplo, con una elevación de tipos del impuesto de sociedades, del de patrimonio, el de sucesiones o donaciones, un aumento de los tramos superiores del IRPF, o un nuevo impuesto sobre la propiedad de la tierra, en suma, que descarguen esfuerzo fiscal al mundo del trabajo, y que impida un desmedido aumento de la deuda.

Otras medidas más ambiciosas, como la RBU, combinan una renta monetaria y una reforma fiscal progresiva, financieramente viables y redistributivas, pero que no operan desde el lado de la oferta y que siguen siendo un mecanismo de promoción del mercado a favor de la actividad privada.

Nosotros abrimos la perspectiva para otra solución: el desarrollo de servicios públicos universales y gratuitos, mediante reforma fiscal progresiva sobre las rentas del capital, de la tierra, y sobre el patrimonio y la herencia, más democracia laboral, y el reparto de todos los trabajos a lo largo de la biografía entre toda la sociedad de las personas en condiciones de trabajar. La aplicación de esta propuesta exige una correlación de fuerzas importante, cuya fuerza sería equivalente a la de poner en pie una RBU, pero que tendría la virtud de operar en el lado de la demanda y de la oferta, poniendo sobre la mesa la titularidad de los bienes que tienen que ser comunes.

Esta política alternativa exige una actuación global: una reforma fiscal capaz de financiar esta política y que sea socialmente justa, una socialización de los sectores estratégicos (bancario, grandes tecnológicas, telecomunicaciones, energía, sector sanitario y educativo), y la movilización de planes de inversión socioecológicos y sociosanitarios públicos bajo un plan democrático que genera una amplia reconversión del empleo para abordar la transición ecológica y el cambio de modelo productivo.

Autores amigos, seguidores de la Teoría Monetaria Moderna, como Eduardo Garzón, diferirán de esta interpretación[6]. Esta teoría se centra en la importancia de generar gasto (público), en general monetizando deuda o monetizando sin más, para conllevar mayor recaudación que, al activar la demanda, financie ese gasto en periodos venideros (aunque el Estado no lo necesite en sí). Entendemos que este aumento de la demanda activará el consumo y la recaudación posterior, pero también causará mayor déficit y deuda pública, que sin un fuerte crecimiento no podrá devolverse. Por otro lado, no es lo mismo estimular el consumo que la inversión, ni tampoco es indiferente qué consumo o qué inversión, ni sus diferentes multiplicadores a la hora de reactivar la economía. Tampoco lo es si es privada o pública. Son dudas que no siempre se acaban despejando.

Las claves de intervención deben ser otras: disponer de un régimen fiscal progresivo más robusto (aumentando la presión fiscal, y con un régimen menos cargado sobre el mundo del trabajo y más sobre el del capital, el patrimonio, la actividad rentista inmobiliaria y de la tierra); impulsar una política de inversión pública en áreas socialmente necesarias (investigación, atención sanitaria, cambio de modelo energético), socializar los sectores estratégicos, desarrollar un modelo de economía pública favorable a los servicios públicos universales y gratuitos, y cuestionar los compromisos de deuda ilegítimos, comenzando con la derogación del artículo 135 de la Constitución. Porque nosotros no creemos que se trate de promover el gasto o el consumo sin más. El gasto por el gasto, que es lo que promueve, por ejemplo, el dinero helicóptero, siendo simplemente soluciones monetarias, no modifica el modelo productivo, ni su lógica.

3. El gobierno español, atado al mito de la Unión Europea.

En el Estado español, dada la profundidad de la depresión que se inicia, y una vez definido hacia dónde se cargará socialmente el coste de la crisis[7], se invocan de nuevo los viejos y controvertidos Pactos de la Moncloa. A pesar de las reticencias de los partidos de derecha, más proclives a gobiernos de concentración y otras amenazas golpistas, no debemos dejar de recordar que aquellos establecieron un esquema económico de incorporación a la llamada Transición a la democracia. De todos los puntos del acuerdo, ninguno de los progresivos se adoptó en la práctica, para plasmarse el principal: tratar de controlar la inflación a costa de los salarios. Aquella victoria sobre la clase trabajadora perseguía remontar la crisis de rentabilidad a costa de la explotación del mundo del trabajo. Poco después, llegó el Estatuto de los trabajadores, en 1980, que cerraba el ciclo de proteccionismo paternalista franquista en el ámbito laboral, para abrir otro neoliberal. En este nuevo marco las garantías laborales y la estabilidad del empleo se erosionaban bajo un modelo de gestión y ajuste neoliberal de la fuerza de trabajo, que facilitó el ascenso del desempleo y la reestructuración industrial. Se propició así un modelo de salarios que apenas crecerían en términos reales, muy por debajo de la productividad, y un modelo laboral basado en la intensificación del trabajo y la inseguridad en el empleo.

Que se invoquen ahora los Pactos de la Moncloa responde al interrogante que se formulan las clases dirigentes acerca de cómo cargar los costes de la crisis, y la deuda generada en este periodo, que se estima podría incrementarse hasta 20 puntos porcentuales del PIB más.

Por el momento, el gobierno ha decidido descargar de los costes laborales al empresariado, para que sea el erario público, el gasto público y el fondo de seguridad social, los que se hagan cargo de una importante proporción de este coste, junto a la caída de salarios parciales o totales generados por los ERTEs, reducciones de jornada, bajas impuestas, etc.. Esto, además de afectar a la capacidad de negociación de las y los trabajadores, exime al capital de sus obligaciones salariales, en detrimento de los ingresos de asalariados y autónomos. Así, el Estado dejará de recibir cuotas a la seguridad social, una importante recaudación fiscal debido a aplazamientos y la parálisis económica en un contexto de tipos efectivos muy bajos, y tendrá que hacerse cargo de prestaciones de desempleo, subsidios y ayudas diversas, cuya magnitud será colosal.

Estos Pactos de La Moncloa son la otra cara de la moneda con respecto a un supuesto Plan Marshall, que ha quedado en mera macrofinanciación europea a devolver bajo los criterios de equilibrio fiscal (sólo temporal o mínimamente aliviados), en forma de deuda. El Gobierno, ha emplazado a una CEOE (más pragmática que los partidos de derechas y extrema derecha) a negociar los términos de estos pactos. Por el momento, Unidas Podemos no ha sabido o no ha querido desarrollar una posición propia con respecto a este proyecto de pactos.

Poco se conoce de lo que serán estos acuerdos que llevarán meses, por ello nos limitaremos a apuntar sus riesgos. Es probable que el Estado proteja la compra de acciones de las grandes empresas con caídas bursátiles, comprará empresas en bancarrota, y luego, previsiblemente, devolverá al sector privado sectores enteros. Se hablará de rentas mínimas o de emergencia, incapaces de sacar de la trampa de la pobreza, y de una duración limitada. Se corre el riesgo también de un nuevo pacto de rentas, que deseche cualquier recuperación de derechos perdidos en las últimas reformas laborales, que supondrá una nueva erosión de los salarios, en un contexto de desempleo escandaloso. En definitiva, nos encontraremos de nuevo bajo una lógica de socialización de pérdidas para garantizar los beneficios del capital. Difícilmente, el empresariado, que ha sido capaz de influir, presionar e impedir medidas progresistas de gran calado, admitirá contribuir a esta crisis aportando parte del excedente acaparado. Habrá que estar atentos y empujar para que no se ceda al chantaje del capital.

23/04/2020

Daniel Albarracín Sánchez y Mats Lucía Bayer, son miembros de Anticapitalistas


[1]Sergi Cutillas, Albert Medina, Pablo Cotarelo y M. Lascorz. http://www.ekona.cc/coronabonos-de-entrada-no/

[2] En su descargo, la escuela postkeynesiana sí apuesta por reformas fiscales progresivas, que compartimos, y lo hacen por razones de redistribución, pero no por necesidades de refuerzo de los ingresos que, a su juicio, el Estado no necesita.

[3] Hay autores que también apuntan a la generación de inflación, si bien debemos advertir que en el periodo actual, de carácter recesivo, el riesgo macroeconómico es precisamente el contrario: entrar en un periodo de deflación.

[4] Eduardo Garzón: https://blogs.publico.es/dominiopublico/31428/diferentes-opciones-que-tiene-el-banco-central-europeo-de-ayudar-a-los-estados-en-la-crisis-del-coronavirus/?utm_source=twitter&utm_medium=social&utm_campaign=publico

[5] El ingreso mínimo vital oscilará entre los 500 y 950 euros por familia, según el número de miembros y si es familia monoparental o no.

[6] Eduardo Garzón es defensor del Trabajo Garantizado, y recela, con nosotros, de la RBU. Ahora bien, el esquema de Trabajo Garantizado no es equivalente a un modelo de democracia laboral y de repartos de los trabajos a lo largo de toda la vida, sino que es un sistema de creación de empleo público financiado por la monetización de la deuda y la creación de dinero público, en sectores subalternos y con salarios mínimos.

[7] https://www.anticapitalistas.org/comunicados/analisis-de-las-medidas-ante-la-crisis-sanitaria-laboral-social-y-economica-del-coronavirus/

(Visited 621 times, 1 visits today)