En algunas parroquias de Galicia, como Asados (Rianxo, A Coruña), se puede escuchar hablar de lo común en los bares con absoluta familiaridad. Allí, algunos comuneros y comuneras de los montes gallegos argumentan contra lo público/estatal por representar una amenaza, por ser, en el fondo, una especie de disfraz para subyugar los recursos naturales y ponerlos a disposición de las élites económicas. Pero también se oyen críticas hacia la propiedad privada, representada por las toxeiras (monte bajo) que se van quedando abandonadas, descuidadas, huérfanas de esa especie de pacto, de acuerdo social, que te apela y te obliga cuando el monte es de todas.

Alrededor del 20% del territorio gallego –unas 700.000 hectáreas– no es ni del Estado, ni de ningún nivel administrativo inferior, ni de empresas, ni de particulares. Es tierra que se rige por un sistema de tenencia comunal, que organismos como la FAO diferencian claramente de la tenencia pública y de la privada, y que está vinculada exclusivamente al mundo rural. Se trata de los montes vecinales en mano común (MVMC), que cuentan con un reconocimiento normativo propio, aunque insuficiente, y que han sido objeto de abundantes aproximaciones académicas desde hace unas décadas hasta la actualidad (como las recogidas por el Grupo dos Comúns en 2016). Lo fascinante de la condición de comunero o comunera es que lo puede ser cualquiera que habite una casa en la aldea a la que históricamente corresponde el aprovechamiento de ese monte.

Sin embargo, a pesar del enorme interés que podría tener el funcionamiento de los MVMC para los desafíos políticos actuales, apenas existen referencias que aborden el paso de un sistema de tenencia y gestión de la tierra rural comunal en Galicia al contexto urbano. Esta desconexión contrasta con los procesos comunitarios y de gestión del patrimonio urbano –de institucionalización de los comunes– que han desbordado el límite de los recursos naturales y que se están dando en las ciudades de Europa y del mundo. Y, por supuesto, también en las ciudades gallegas que, en 2015, se convirtieron en ciudades del cambio (A Coruña, Santiago de Compostela y Ferrol).

Mirar al monte en mano común para construir los comunes urbanos es útil e interesante, pero no fácil. En primer lugar, porque las formas de tenencia de la tierra características del período preliberal –propias de los MVMC– o bien no existieron, o bien no sobrevivieron en los espacios urbanos. En consecuencia, no disponemos de ninguna figura jurídica o calificación urbanística que reconozca, aunque sea de forma parcial, el uso comunitario del suelo en las ciudades. Estaríamos, por lo tanto, ante un reto en comparación con el contexto rural: el de estar creando nuevos usos, nuevas costumbres y nuevas comunidades. Y, por otra parte, esta exploración nos lleva a otras preguntas: ¿Hasta qué punto un marco legal es útil o necesario? ¿Hasta qué punto potencia o más bien limita a los comunes la expresión de unas normas legales y les resta dinamismo? 

La mayoría de los estudios académicos que existen sobre los comunes están centrados en recursos vinculados a actividades propias del mundo rural. No hay más que pensar en Elinor Ostrom, ganadora del premio Nobel de Economía en 2009, tras más de 40 años buscando comunes relacionados con regadíos, pesquerías, pastos y montes. 

Algunos autores, no obstante, como Castro-Comas y Martí-Costa (2016), han analizado las posibilidades y límites del marco teórico de los comunes como proyecto explícitamente urbano y observan que existen importantes diferencias a tres niveles con los que pertenecen a eso que llamamos mundo rural: tipo de recurso, tipo de comunidad y tipo de gobernanza. Estos tres niveles –recurso, comunidad, normas– constituyen en sí mismos el protocolo de reconocimiento de los bienes comunales establecido por organismos como el ICCA Consortium y conceptualizan la existencia de los comunes tal como los definió Ostrom en 1990 (y como lo hace la mayor parte de la literatura al respeto): como una relación social en la que una comunidad gestiona un recurso según sus propias reglas. 

Conviene puntualizar que esta caracterización sigue la corriente neoinstitucionalista en el estudio de los comunes representada por Ostrom (1990) y otros autores, como Hess (2008) o Eizenberg (2012). Se trata de una corriente que pone el foco en la eficiencia de los paradigmas institucionales y de las normas de las que se dotan las comunidades para la gestión de los recursos. Con las gafas marxistas, las luchas por el común estarían vinculadas más bien a las respuestas ante los procesos de cercamiento en las ciudades (Harvey, 2013) y deberíamos hablar más de prácticas políticas –y de derechos– que de bienes o recursos. 

Otras formas de análisis de los comunes son las propuestas desde el institucionalismo crítico o desde la teoría feminista (ver Piñeiro, 2005 y Federici, 2011), que ponen el foco en el grado de democratización y de equidad de las instituciones de gestión comunitaria de los recursos. Estas teorías o puntos de entrada (Hess, 2008) no tienen por qué oponerse entre sí, sino que pueden ayudar a ampliar las miradas sobre lo común.

En cualquier caso, Castro-Comas y Martí-Costa (2016) reconocen una naturaleza y diversidad propia en los recursos urbanos frente a los rurales; unas comunidades más abiertas y fluctuantes, con una alta motivación cívica o política y una mayor dependencia del apoyo de la Administración pública. Esta última es una cuestión clave. Las normas que rigen a los MVMC se recogen en la Ley gallega 13/1989 y están fundamentadas en la costumbre, muy arraigadas. Por eso, el rol gubernamental tiene nulo o escaso peso para los montes vecinales que funcionan activamente. Los comunes urbanos, en cambio, son muy dependientes del apoyo, facilitación y regulación gubernamental debido a que no existe en el ámbito urbano tierra en la que el Gobierno no tenga la propiedad; no hay espacios libres de su control regulatorio. Esto, como veremos más adelante, exige a las Administraciones públicas que apoyan los comunes un gran desafío: el de ceder el poder.

Pero antes de afrontar desafíos conviene hacer un repaso a la cuestión de la propiedad de la tierra –o del derecho a la propiedad–, que ha estado sujeta a lo largo de los siglos a una enorme complejidad filosófica, política y social. La tenencia de la tierra es una institución, es decir, es un conjunto de normas inventadas que definen la relación entre los individuos y la tierra, entendida esta en el sentido amplio de recursos naturales. Establece quién puede utilizar qué recursos, durante cuánto tiempo y bajo qué circunstancias.

La visión liberal de la propiedad

Antes de la Revolución de 1789, la propiedad no existía como tal en Europa, sino que operaban las leyes consuetudinarias, es decir, una pluralidad de reglas y normas locales marcadas por la prevalencia de la costumbre y basadas en el dominio útil (el de quien usa la tierra) y el dominio directo (el de quien percibe una renta por el arrendamiento de la tierra). En Galicia este sistema se materializó hasta bien entrado el siglo XX en el llamado régimen foral, que consistía en contratos agrarios de larga duración que lograron sobrevivir a los procesos de desamortización (Vallejo, 2011).

La visión liberal de la propiedad “como el derecho a disfrutar y disponer de las cosas de modo absoluto, con tal de que no se haga de ellas un uso prohibido por las leyes” se recoge por primera vez en el Código Civil francés de 1804 y aparece también en el ordenamiento jurídico español. Tiene sus raíces en la articulación institucional romana de dominum (derecho privado) e imperium (derecho público). Esta visión es, por supuesto, rechazada por el marco analítico de los comunes, que hacen énfasis en la idea de la propiedad como una “ficción social” (Bollier, 2014) surgida, además, en el seno del pensamiento occidental. 

La propiedad comunal ha sido un campo de práctica vivo en la historia de Europa

A partir del siglo XVII, la propiedad fue fundamentada por filósofos como John Locke sobre la apropiación y cercamiento de la terra nullius del Nuevo Continente que, al fin y al cabo, justificó también la apropiación de la del Viejo Continente a través de las enclosures inglesas o de los procesos de desamortización españoles iniciados en el reinado de Carlos III y cuyas fases liberales arrasaron el concepto mismo de propiedad de los vecinos al transformarla en propiedad patrimonial de los ayuntamientos o en propiedad privada. La naturaleza fue tomada entonces –y hasta hoy– como un objeto inerte que puede convertirse en propiedad privada sin tener en cuenta el vínculo con sus habitantes ni con el ecosistema.

Conviene recordar que, a pesar de ello, la propiedad comunal ha sido un campo de práctica vivo en la historia de Europa, silenciado, ciertamente, en el mejor de los casos y atacado en el peor, sobre todo desde la disciplina de la economía. Con la excepción de obras como La Gran Transformación, de Karl Polanyi (1944), la propiedad comunal fue considerada imperfecta e improductiva desde la época de los fisiócratas (siglo XVIII). Y la batalla por su desaparición constituyó un pilar básico del pensamiento liberal en el siglo XIX. Posteriormente, La tragedia de los comunes, de Hardin (1968), contribuyó definitivamente a la idea de que lo común lleva a la sobreexplotación y al agotamiento de los recursos. Así se creyó al menos hasta que Elinor Ostrom demostró lo contrario en su obra Governing the Commons (1990).

Hoy en día, la visión de la propiedad como algo absoluto aparece suavizada por la Constitución Española de 1978, que introduce en su artículo 33 la idea de la “función social” de la propiedad privada. Así, el derecho de propiedad se configura y se protege como un “manojo de facultades individuales sobre la tierra y las cosas, pero también, y al mismo tiempo, como un conjunto de deber y deberes que atienden a los valores o intereses de la sociedad en su conjunto” (Calvo, 1997). 

Esta consideración de la propiedad como un manojo de derechos (de acceso, de uso, de control, de alienación, de extracción, de exclusión, de gestión, etc.), conocida como teoría del bundle of rights, es el paradigma dominante en el derecho de EE UU (Orsi, 2013) y quizás se podría afirmar que se convirtió en una ortodoxia dentro de la disciplina de la ordenación territorial y de la planificación pública en el contexto español. 

La teoría del bundle of rights [conjunto de derechos] supuso cierta evolución social, ya que supera el concepto clásico de dominium y da margen a la regulación estatal para la protección ambiental, de derechos cívicos, etc. (Laval y Dardot, 2015), pero por otra parte es una teoría integrada plenamente en la lógica del mercado y que supuso un retorno al “dogma de la propiedad” (Orsi, 2013). La orientación neoliberal de esta teoría poco tiene que ver con la propuesta política que pretendían sus iniciadores.

El reconocimiento normativo de los comunes en España

Existe cierta ambigüedad alrededor de lo que se entiende por comunes hoy en día, a pesar de que se emplea con cierta naturalidad en los ambientes políticos y en la literatura académica. El término inglés commons es traducido según el contexto por común, comunes, procomún (sustantivo derivado de provecho y común) o bienes comunes. También es habitual emplear commoning, como verbo, un término introducido por Linebaugh (2013) para destacar que lo común, más allá de un bien, es un proceso en el cual una determinada comunidad decide defender y administrar un recurso colectivamente. Se trata de un campo de estudio multidisciplinar que abarca la filosofía, la economía, la ciencia política, la sociología, etc., y esto complica aún más la clarificación conceptual.

En España, lo comunal está reconocido como un tipo de bien (artículo 132 de la Constitución), pero no como un tipo de propiedad. La propiedad se clasifica a efectos jurídicos en propiedad pública o privada y, dentro de esta segunda, se diferencia entre privada individual o privada colectiva. De este modo, los montes vecinales en mano común aparecen en la Ley 2/2006, de 14 de junio, de Derecho Civil de Galicia, como “propiedad privada colectiva”. No obstante, la Organización Galega de Comunidades de Montes (ORGACCMM) considera la titularidad colectiva o comunitaria “un hecho singular diferente” a la propiedad privada y pública, y viene reclamando desde hace tiempo su reconocimiento en la Constitución y en el Estatuto de Autonomía. 

La génesis de lo que es comunal: su imprescriptibilidad, sustentada en una función social que no finaliza en una o en dos generaciones

El fundamento de esta singularidad radicaría en que los titulares del monte no son propietarios de nada, sino tan solo personas obligadas a conservar y dar utilización a unos bienes de los que deben disfrutar las generaciones futuras (Escariz, 2017). Esta cuestión no solo nos remite a la concepción de la naturaleza como algo inapropiable, tan característica de los pueblos indígenas, sino que resulta clave para entender la génesis de lo que es comunal: su imprescriptibilidad, sustentada en una función social que no finaliza en una o en dos generaciones, sino que es una exigencia a perpetuidad que no está sometida a la eventualidad de los regímenes políticos.

Para contribuir a la desambiguación del término comunal, en oposición a lo público y privado, es interesante referirnos a la consideración de la propiedad del monte en España, que aparece reconocida en cuatro categorías:

  • Montes comunales, que son de titularidad pública municipal.
  • Montes vecinales en mano común, de titularidad privada colectiva (lo que se ha considerado hasta ahora de naturaleza germánica).
  • Montes de socios (también llamados abertales, de voces, de varas o de fabeo), que son de titularidad privada colectiva pero de naturaleza romana, es decir, que se pueden dividir en lotes.
  • Montes privados, de titularidad privada individual.

En realidad, todos estos montes eran de la vecindad en su origen y la diferenciación de la propiedad o de los regímenes de tenencia tiene su origen en la evolución de los procesos desamortizadores que derivaron, en unos casos, en que el municipio sustituyera al común de los vecinos como titular (lo que se conoce como solución castellana); en otros, en que la oposición y resistencia de los vecinos diera lugar a la conservación de la titularidad comunal (lo que ocurrió en Galicia y parte de Asturias), y, en otros, derivó en la compra conjunta o particular de las tierras por parte de los campesinos (Balboa, 1990). Lo que nos interesa de esta clasificación legal es que la idea de comunal aparece como algo que tanto puede ser público como privado. Y la pregunta que surge es: ¿realmente necesitamos una nueva categoría de propiedad para el desarrollo institucional de los comunes?

Desde un punto de vista académico, el marco analítico de los comunes no trata tanto de la cuestión del establecimiento de una nueva categoría de propiedad como de oponer el derecho de uso al derecho de propiedad. Autores como Laval y Dardot (2015) señalan que, si lo común debe ser instituido, solo puede serlo “como inapropiable, en ningún caso como objeto de derecho de propiedad”. Esta reflexión indica que los comunes hacen una enmienda a la totalidad, cuestionando tanto la idea de propiedad heredada de la conformación del Estado liberal como la derivada de los Estados socialistas.

Un precedente en clave española de esta idea que pone en valor el uso frente a la propiedad lo encontramos a mediados del siglo XIX en la oposición del economista Antonio Flórez de Estrada a los procesos de desamortización liberal. Cita Humasqué (1940) que Flórez de Estrada dio la batalla sentando el principio de que “el usufructo o el uso de las tierras es el origen de todos los beneficios, pero que la propiedad de las mismas es el origen de todas las desdichas”.

Por otra parte, destacados teóricos del común como David Bollier (2016) dicen, de hecho, que los derechos de propiedad privada no son necesariamente contradictorios a la idea de los comunes. Es más, señala que pueden ser “perfectamente compatibles e incluso trabajar mano a mano”.

El triple desafío de los comunes urbanos

Hemos visto ya que los comunes urbanos son, por sus propias características, altamente dependientes del apoyo de las Administraciones públicas y por eso se están constituyendo en los municipios como una nueva forma de gestión de los recursos públicos y no tanto como una reacción contra la planificación estatal. 

Los comunes urbanos exigen a los gobiernos confianza en la capacidad de la ciudadanía para autoorganizarse

Podríamos hablar, en este sentido, de los comunes urbanos como una nueva forma de gestión de lo público que no pasa por el control o la fiscalización gubernamental. Se trataría de la construcción de lo “público no estatal” (Torra y Prado, 2006), de romper con la perspectiva propietaria y de poner el foco en el derecho de uso y en la gestión comunitaria. En definitiva, se trataría de la creación de un nuevo marco reglamentario y de instituciones democráticas (Laval y Dardot, 2015) que nos sitúa ante tres desafíos: el jurídico, el político y el social. 

Desde el punto de vista jurídico, hay que tener en cuenta que los comunes urbanos no son un concepto conocido en el Derecho, sino “un neologismo que no tiene aún reconocimiento normativo” (Torra y Prado, 2006). Por lo tanto, el desarrollo de los mismos precisa de una relectura de las normas para o bien adaptarlas, o bien transformarlas. Se trata de una limitación que impele a un esfuerzo de búsqueda y encaje normativo que ya se está dando desde ciudades del cambio como A Coruña, pero que no está exenta de conflicto. 

Los comunes urbanos exigen a los gobiernos confianza en la capacidad de la ciudadanía para autoorganizarse, pero exigen también generosidad para renunciar a las potestades que les confiere la ley. El poder tiende siempre a poner límites, a proteger y eso, irremediablemente, choca con la autogestión comunitaria. La reciente experiencia con las naves okupadas del Metrosidero en A Coruña, así como con la fallida concesión al Proxecto Cárcere dan buena cuenta de estas dificultades.

Casi en la orilla opuesta podríamos situar el desafío social que suponen los comunes urbanos para los gobiernos municipales. Si bien es cierto que el desarrollo de los mismos requiere de confianza y voluntad para ceder el poder a la ciudadanía, no menos cierto es que precisan de un amplio consenso y base social que no siempre encuentran. Ayudaría mucho un mayor conocimiento social de lo que supone la propiedad comunal y qué ventajas o limitaciones tiene frente a lo público. Y es indudable que la existencia de los montes vecinales puede servir de modelo y favorecer el cambio cultural preciso.

No resulta comprensible que Galicia pierda la oportunidad de construir sus ciudades rebeldes en alianza con el mundo rural. No solo porque los debates sobre el acceso a la tierra o el derecho a la alimentación pertenezcan tanto a uno como a otro mundo, sino porque hay aprendizajes y experiencias del mundo rural fundamentales para la etapa posindustrial en la que nos estamos adentrando. El mundo rural es, de hecho, una valiosísima fuente de inspiración: ahí están los comunes mucho antes de que Barcelona nos los pusiese de moda, ahí están las prácticas y las solidaridades comunitarias que sobrevivieron al individualismo de la sociedad de mercado. 

Más allá de la estadística territorial y de cómo un urbanismo disperso y disparatado ha desfigurado los límites entre lo rural y lo urbano en Galicia, es importante tener en cuenta que hace muy pocas décadas siete de cada diez gallegas trabajábamos en el campo. El ajuste agrario fue en nuestro país muy tardío y muy abrupto (el trabajo agrario solo representa hoy el 5% de la población activa). Pero la herencia de los valores del cuidado de la tierra y de la vida en comunidad es suficientemente reciente como para que aún podamos aprovecharla, traerla a las ciudades.

Pasar del común del monte a los comunes urbanos nos obliga a reinventar la idea de unas instituciones basadas en el derecho consuetudinario y a entender este derecho de una forma dinámica. No es la tradición lo que cuenta aquí, sino la creación comunitaria de unas normas para usar un determinado recurso pensando en el bien común de la ciudad. Para ello sería muy útil establecer antes un diálogo entre ambas experiencias, algo que aún no hemos logrado.

Celtia Traviesas es ingeniera agrícola y periodista

Referencias

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