Es una buena noticia que por fin la cuestión de la tecnología comience a hacerse un hueco en nuestra reflexión ecosocial. Creo que es un síntoma de que, por suerte, por el buen hacer de muchas investigaciones y de muchas personas activistas, empezamos a ser conscientes de la importancia que ésta tiene en nuestro siglo de la gran prueba. Necesitamos pensar la tecnología a fondo y, seguramente lo que es más difícil, que la reflexión se convierta a posteriori en actos. Una reflexión y unos actos que no es que no hayan existido hasta ahora, sino que nunca se han presentado en su relación concreta con la tecnología.
Por ejemplo, suelo decir que en Euskal Herria se puede pensar que el movimiento antinuclear probablemente fue en el fondo un movimiento de crítica y de cuestionamiento de la tecnología, en este caso nuclear. Por supuesto, no solamente de la tecnología, sino también de un modelo de desarrollo, de una estructura oligárquica, de la falta de democracia…; pero también de una tecnología.
Y podemos decir lo mismo de la lucha contra los transgénicos, que se ha asociado más con la soberanía alimentaria o con el movimiento agroecológico, pero que también tenía una dimensión de análisis crítico, de politización, de una tecnología y, en ese sentido, de articulación política frente a la misma, tanto en oposición como en construcción positiva. Esa es la vía por la que seguramente tenemos que caminar para el conjunto de las tecnologías. Es preciso empezar a entender que existe una dimensión profundamente política en las tecnologías.
Tras esta reflexión inicial, voy a entrar en materia de lo que quiero compartir con vosotras. No me voy a detener mucho en el contexto actual, pues en el marco de este curso habéis tenido análisis de sobra a ese respecto. Pienso que esa idea del siglo de la gran prueba condensa muy bien los desafíos a los que nos enfrentamos. Lo que voy a hacer más bien es tomar como base algunas teorizaciones que se han aproximado a la cuestión de la tecnología desde el prisma del poder; es decir, que se han esforzado por entender la tecnología como una dimensión de poder explícita en nuestras sociedades. Partiendo de ellas, vamos a poder construir una teorización sobre el papel de la tecnología en nuestra sociedad y, tomando como base la noción de poder, realizar un análisis comparado de diferentes tecnologías que nos sirva para construir una propuesta, una reflexión acerca de hacia dónde podríamos o deberíamos caminar en ese ámbito de lo tecnológico. Esta propuesta es la que voy a sintetizar con la idea de técnicas humildes.
No sé qué experiencia tenéis en esta reflexión sobre la tecnología, pero no hace falta ninguna; basta con estar en nuestra cotidianidad para darse cuenta de que la tecnología se ha convertido en un fin en sí misma, en tanto que materialización de un cierto metabolismo fósil y de ciertas ideas sobre la propia tecnología, en particular la de tecnooptimismo. Esta idea se ha convertido en un gran obstáculo, por no decir uno de los más importantes, que nos encontramos en nuestra tarea o intento de poner en marcha transformaciones que puedan permitirnos navegar mejor en los actuales contextos de crisis ecosocial profunda. Cuando pensamos que necesitamos dejar de crecer, cuando pensamos que necesitamos desfosilizar, en realidad estamos afirmando que necesitamos cambiar nuestros modos de vida. Y, de manera derivada, lo que estamos haciendo es poner en cuestión un conjunto de tecnologías.
¿Qué ocurre? Que quizá lo más importante, más allá de las tecnologías concretas, es el marco en el que las pensamos. ¿Por qué? Porque dichos marcos pueden ser muy diversos. Podemos entender que las tecnologías son inocentes y todos nuestros problemas derivan exclusivamente de nuestro sistema económico. Pensar que las tecnologías, aunque todavía no lo sean, tienen el potencial de convertirse en la solución a nuestros problemas. Pensar que no hay nada que cuestionar. Pensar que lo que tenemos que hacer es acelerar el desarrollo tecnológico. Todas ellas son posturas que están en los debates contemporáneos. Igual habéis oído hablar del aceleracionismo, de la neutralidad de la tecnología. Incluso parte del marxismo ha tenido esa convicción de que lo que había que hacer es estimular el desarrollo de las fuerzas productivas (aunque Sacristán siempre nos recordara que éstas son siempre destructivas a la vez que productivas), y, después, arrancarlas del marco capitalista en el que habían nacido. Algo parecido a lo que nos propone el movimiento hacker, que puede ser un ejemplo cercano o intuitivo.
Esa idea, que no es otra que la de neutralidad, es muy importante porque ha servido durante mucho tiempo para desproblematizar la tecnología, para sacarla de la ecuación de aquello que tiene que ser puesto en cuestión y transformado. Así, en el centro del cuestionamiento se ha puesto el uso de la tecnología, y no ésta en sí misma. Lo único que ha solido importar históricamente era el problema poliético de cómo, quién y de qué manera, con qué intensidad, con qué reparto y con qué justicia se aplicaba, se utilizaba o se distribuía el acceso y los beneficios de determinadas tecnologías. Pero siempre desde un punto de partida: una identificación entre progreso social y progreso tecnológico, una identificación entre abundancia y libertad. Por tanto, con una cierta pretensión de poder poner al servicio de la sociedad un desarrollo tecnológico que solamente de manera accidental había sido fruto del desarrollo capitalista y que podía, por tanto, transformarse. Esta idea tiene raíces muy profundas, que nos retrotraen hasta el cristianismo primitivo, a la idea de progreso y a otros lugares que, en parte, analicé en mi libro Técnica y tecnología (2021). En suma, está muy inserta en el ADN del proyecto de la modernidad, del capitalismo, de la misma idea de civilización.
Ahí detectamos una especie de presencia, cierta idea de que nuestra relación con la naturaleza está mediada por la tecnología. Una relación con la naturaleza en la que nos situamos en una posición de dominación, donde ponemos a nuestro servicio la naturaleza, utilizamos sus recursos, sus riquezas, para poner en marcha un proceso de emancipación, de libertad, de abundancia. Esa es una idea que, como poco, se puede retrotraer hasta el siglo XVI, o sea, nada nuevo, sobre todo si pensamos cómo la tecnología ha pasado a jugar un papel que históricamente detentaban la teología o la religión. A lo largo de los siglos, la idea de salvación estaba asociada precisamente a la salvación cristiana, ya fuera a través de la oración o del trabajo, la opción que se hizo dominante a partir de la hegemonización de la ética capitalista tal y como la analiza Weber. Pero según ha ido pasando el tiempo, ha habido ciertas caídas de esos marcos de fe, según las sociedades se han ido secularizando, un proceso que tampoco ha sido completo. No vivimos en sociedades secularizadas, y menos a nivel mundial. Pero sí que se ha instalado cierto vacío de sentido, una crisis nihilista que comenzó en el siglo XIX y explotó en el siglo XX alimentada por contextos muy cambiantes y muy conflictivos, especialmente antes del estallido de la Primera Guerra Mundial. La Revolución Industrial generó un montón de cambios e incardinó la idea de progreso a la de desarrollo industrial. Digamos que acabó aglutinando la noción de bienestar social, y también un determinado proyecto de mundo, podría decirse, un conjunto de deseos, de impulsos. Lo que ocurrió fue básicamente que se encontró un sustituto para la salvación cristiana en la salvación por los propios medios del desarrollo tecnológico. Y, al mismo tiempo, un sustituto de las figuras de autoridad religiosas, como podían haber sido los sacerdotes o similares, en los ingenieros o científicos.
El siglo XX ha sido un siglo complicado, y está claro que la noción de progreso ha sufrido mucho. Ha sufrido de la mano de las guerras, de los desarrollos tecnológicos bélicos, del auge de las desigualdades, de la explosión del feminismo, de la explosión del colonialismo. Creo que se ha disputado que fuéramos en una única trayectoria incuestionable y triunfante. Podríamos decir que el progreso y la tecnología ahora han adquirido un estatus un tanto ambiguo.
La noción de progreso típica del siglo XIX, muy triunfalista, ha desaparecido en gran medida. Se mantiene la noción de progreso como una identificación con lo bueno, con una dirección correcta, pero esa potencia de legitimación, esa potencia también de sentido, ha sido asumida por la noción de desarrollo. Noción que, en mi opinión, está entrando en crisis por los efectos del extractivismo. Los primeros episodios del colapso ecosocial nos están mostrando que existe una cara oculta de ese desarrollo que no podemos seguir obviando. Así, tras el resquebrajamiento del progreso y el auge del desarrollo, podemos ahora estar viviendo un ocaso simultáneo de ambos.
Con respecto a la tecnología existe también una cierta ambigüedad social, porque, por un lado, todo aquello auténtico, lo manual, lo artesano, etc., ha adquirido cierto prestigio, incluso se ha monetarizado. Me refiero a los hípsters, al turismo rural... Hay una pulsión antitecnológica, pero sin mucho más cuestionamiento. Más bien, como una suerte de rechazo, que unas veces es estético, otras identitario, vivencial, pero que, no obstante, está ahí. Y eso convive con una cultura que está muy impregnada de los deseos y de los sueños húmedos de la cultura de Silicon Valley, de la digitalización y de la informatización.
Está extendida la idea de que caminamos en una trayectoria imparable de modernización, de autonomización de la naturaleza, de extensión de la inteligencia artificial, de viajes espaciales... Hay ahí todo un marco de pensamiento, de legitimación del capitalismo tal como existe, que tiene mucha fuerza. Sobre todo, hay algunas disciplinas en donde este tipo de marcos nos conduce a una posición social un tanto peligrosa. Por ejemplo, la economía convencional, que tan bien ha estudiado José Manuel Naredo.
Ha habido un olvido de los límites, al igual que una enorme confianza en la eficiencia, que normalmente se asocia al desarrollo tecnológico. Y por eso ha habido muchos discursos, como el de la economía desmaterializada, y un montón de apuestas, como la de la digitalización, que van profundamente desencaminadas al basarse en una confianza ciega, una fe injustificada, en la tecnología. A esto le solemos llamar tecnooptimismo, que algunos, para señalar esas raíces religiosas, denominan tecnohermetismo. Hay muchas aproximaciones a esta cuestión. Incluso, aunque haya minorías que rechacen esta idea, aunque esa crisis del siglo XX haya generado cierto poso de desconfianza y aunque la crisis ecológica, y muchas crisis sociales asociadas, estén generando ya ciertas sorpresas, todavía sigue bastante intacta la identificación entre progreso y desarrollo tecnológico, entre mejora y desarrollo tecnológico, y también se mantiene una confianza muy profunda en el papel que, ante todos esos conflictos, pueda jugar la tecnología.
Encontramos algunos ejemplos dramáticos a este respecto. En el cambio climático, es desastroso el papel que juega esa confianza tecnológica, porque en vez de darnos cuenta de que un conjunto de tecnologías, de metabolismos, nos han llevado a una crisis muy profunda, derivada de nuestras emisiones (por ejemplo, pensad en el coche o en las instalaciones industriales), en lugar de hacernos conscientes de esos peligros y, por tanto, colectivamente pasar de alguna manera a transformarlo todo, a parar esas emisiones, lo que hacemos es pensar que no hace falta parar, que no es necesario dejar de emitir, sino que hay que compensar emisiones. En esa noción de compensar emisiones, entra de lleno el ocultamiento de las dimensiones políticas y sociales de nuestro problema, de nuestra enfermedad, que es el capitalismo industrial; y aparece esa idea tan habitual, que seguro habéis escuchado muy a menudo, de la solución tecnológica. Existen soluciones técnicas que pueden ser relativamente razonables y que pueden jugar un papel importante en nuestra lucha contra el cambio climático; por ejemplo, la reforestación, que defenderíamos también desde una perspectiva decrecentista. Sin embargo, otras pueden ser menos razonables, aunque no imposibles, como el caso de las tecnologías de captura de carbono. Quizá sea posible, pero seguramente sus costes energéticos y, fundamentalmente, su inestabilidad, al encontrarse en una fase experimental y, sobre todo, el nivel al que se pretende escalar, nos conduce a un ámbito de irracionalidad social. Además, hay propuestas que defino como delirantes, basadas en esa raíz tan profunda de confianza en la tecnología, en el prestigio y legitimidad que otorgamos también a ingenieros, a expertos, a científicos, etc. Son capaces de proponernos, sin despeinarse, proyectos como el lanzamiento de espejos a la atmósfera para reflejar parte de la luz del Sol, trastocar el albedo y modular el cambio climático. Parece que nos resulta más fácil imaginar eso –o colonias en otros planetas, o que abandonaremos nuestros cuerpos físicos y nos convertiremos en datos– que imaginar que transformamos nuestra sociedad. Ahí hay un síntoma, o si queréis una muestra, un ejemplo de ese papel tan peligroso y de esa arreflexibilidad que creo sigue atravesando nuestra relación con la tecnología.
No separar la historia y la sociedad, por un lado, y la tecnología y su desarrollo, por otro
De ese diagnóstico partió mi propio interés por profundizar en la cuestión de la tecnología y, también, la necesidad de desmontar esa noción de su neutralidad. Un desmontaje que realicé en mi tesis doctoral y que luego he continuado en otras publicaciones, y en un libro en el que he planteado el paradigma de la no neutralidad. ¿Qué quiere decir no neutralidad? Entiendo que, cuando nos enfrentamos al estudio de una tecnología, necesariamente lo más importante no es el uso que se haga de ella. Digamos que no solamente el uso tiene que ser analizado a nivel poliético. No es lo único problemático. Más allá del uso hay que entender la tecnología como un vector de poder, un vector de construcción de relación social, de relación política por su mera existencia social. El punto de partida para aproximarse al fenómeno tecnológico es entender que se trata de una creación social e histórica; o sea, no separar la historia y la sociedad, por un lado, y la tecnología y su desarrollo, por otro.
En ese problema ha incurrido el determinismo tecnológico. La idea de que la tecnología va cambiando y, según cambia, la sociedad va cambiando de forma paralela y unívoca para adaptarse a ella, es determinista. Es un gran error, porque hace creer que la tecnología está fuera de la sociedad y que ésta le va siguiendo el ritmo, un ritmo que marca la tecnología. No es así. La tecnología es una creación social, surge dentro de una sociedad y, por tanto, nace con muchas de sus características, en el marco de sus metabolismos, como una condensación de sus intereses, de sus prioridades y de sus valores. Además, como elemento material que está en la propia sociedad, retroalimenta y transforma a su vez, como una especie de dinámica dialéctica, muchas de las estructuras políticas, institucionales, de deseo, etc. Es una especie de lugar donde se anuda lo social, igual que, por ejemplo, lo hace en una institución. Eso lo entendemos bien, cuando pensamos en las instituciones del Estado. Identificamos una materialidad, pero también hay una organización social, unas prioridades, unas relaciones de poder. Entendemos que el Estado surge como reflejo de la sociedad en la que está, pero, a la vez, con su acción va moldeando esa sociedad. A la tecnología le pasa algo similar. Además, ese vínculo tan profundo que tiene con lo social nos invita a entenderla de una manera no continuista, no lineal. No existe una definición de tecnología y una única línea que nos lleve de las primitivas a las contemporáneas con un solo criterio de valoración, que normalmente sería la eficiencia, otras veces la velocidad o la potencia. Estamos frente a una creación radicalmente social y política, que es equiparable a las creaciones lingüísticas, por ejemplo. Hay lenguas diversas, lenguas que articulan diferentes experiencias de lo real. Por supuesto, hay lenguas que tienen una raigambre cultural, lo que no significa que sean exclusivas de una única cultura. Se pueden transmitir. Yo puedo aprender, intento aprender, euskara. Esto significa que no voy a aprender solo la lengua, sino que junto a ella me sumergiré en una historia, una manera de mirar al mundo y seguramente una relación con el territorio que antes no tenía. Por tanto, digamos que con la técnica introduzco la pertinencia de encontrar una palabra que nos permita pensar en toda su amplitud ese fenómeno técnico con todas sus diferencias; no será lo mismo la técnica europea que la china, que la de África.
Técnicas diversas, en plural, igual que tenemos lenguas en plural, una realidad que siempre ha habido y siempre tendremos. Diferente sería un proceso, un fenómeno, un proyecto muy particular: construir sistemáticamente un conjunto de instituciones públicas y privadas que estimulen el desarrollo continuo de técnicas con base científica. Porque no todas las técnicas han tenido ni tienen base científica; muchas han tenido una base tradicional, empírica, de observaciones, etc. Entonces, hay un momento en el que se utiliza la ciencia para, de manera acelerada, desarrollar más y más técnicas y, además, que tengan una aplicación directa, que sean eficientes, potentes, compatibles –si se quiere– con las prioridades del capitalismo moderno de acumulación, de crecimiento, de control social…, con todas esas prioridades que conocemos bien.
¿Es superior una metralleta a un arco? No. Yo creo que la metralleta condensa los intereses, los metabolismos, las prioridades, los objetivos de una sociedad como la nuestra. Altius, citius, fortius, por supuesto. Si me tengo que enfrentar contigo, en un contexto bélico con una metralleta y un arco, pues seguramente perderé con mi arco. Ahora bien, ¿eso hace a la metralleta objetivamente superior? No, solo en un determinado marco valorativo y para unos determinados objetivos.
Un ejemplo muy claro lo tenemos en las técnicas agrícolas, las tecnologías agrícolas, la revolución verde, la agricultura industrial. Si solo existiera un avance continuo en la historia de la técnica nos tendríamos que creer los discursos de los años sesenta, que nos contaban que por fin habíamos logrado dejar atrás técnicas que eran ancestrales, ineficientes, que no nos servían, ni eran productivas –las técnicas del campesinado tradicional y los conocimientos de los pueblos originarios– y que, por fin, había llegado la agricultura científica, la agricultura tecnologizada. Pero si eso fuera verdad, no estaríamos como estamos. No tendríamos una alimentación totalmente dependiente del petróleo y del gas natural, nuestras tierras no se estarían desertificando, no padeceríamos grandes hambrunas cuando hay un conflicto. Tenemos un conflicto bélico, y como hemos construido un modo de producción centralizado, basado en monocultivos y en una logística internacional, puede haber una hambruna en parte de África.
¿Es superior la agricultura industrial? Claramente no. En casi ningún aspecto. Solamente es superior en su naturaleza depredadora. Ha sido capaz de ser muy productiva. Ha sido muchísimo más compatible con el proyecto de capitalización de la producción de alimentos. Por supuesto, es mucho más fácil convertir la producción de alimentos en un negocio capitalista si tienes las tierras concentradas, si las monetarizas y si utilizas maquinaria y no personas. Pero eso no la convierte en superior, sino en más compatible con un determinado proyecto de mundo, el del capitalismo industrial.
La tecnología posee un infrapoder que es enormemente crucial y central: el de moldear los modos de vida
Esta reflexión la podemos aplicar de manera general, y nos permite ver que las tecnologías, lejos de ser ajenas a la sociedad, están en el centro, en el corazón de la sociedad. Hay algunos teóricos que plantean esto de manera muy interesante. Por ejemplo, a mí me gusta mucho –estoy empezando a conocerle, y a ver si podemos hacer cosas juntos pronto– Alf Hornborg, un filósofo que lleva treinta años trabajando la cuestión de la no neutralidad. Dice que las tecnologías son, de alguna manera, estrategias sociales para la asignación de recursos. Fijémonos en lo siguiente: que nosotros tengamos una técnica industrial o, por ejemplo, un teléfono móvil, significa que ahí se está condensando un determinado esquema de apropiación, distribución y producción. Para que yo tenga ese objeto y para que lo use, en la existencia social de esa tecnología, independientemente de lo que haga con ella, está condensado el extractivismo, la desigualdad norte-sur, el desarrollo desigual, la contaminación, las condiciones laborales en China, la financiarización... Un montón de elementos, de asignación de estructuras y de recursos, que se concentran ahí.
Castoriadis hablaba de la existencia de infrapoder radical en la sociedad. Quiere esto decir que hay una dimensión de poder explícito; por ejemplo, cuando llega un policía y te detiene o cuando vas a los juzgados. Pero hay otros poderes –quizás lo ha popularizado Foucault–, que no son explícitos. El feminismo lleva décadas trabajando con dimensiones de poder que raramente eran explícitas. El feminismo ha puesto de manifiesto, y después regulado, la desigualdad, el poder que estaba asociado a la masculinidad, un poder que no era explícito. Se reflejaba en marcos legales, en algunos ámbitos, pero no era el tipo de poder que aparece enunciado en una constitución o un código penal. Con la tecnología pasa algo similar.
La tecnología posee un infrapoder que es enormemente crucial y central en nuestros proyectos de cara a hacer frente a la devastación en curso: el de moldear los modos de vida. Hay un nudo, una interrelación crucial entre tecnologías y modos de vida. Cuando una tecnología novedosa se introduce en la sociedad no cae del cielo, sino que responde a unos intereses, unos actores determinados y es normalmente funcional a los proyectos de acumulación o de control social. Pero, además, tiene el potencial de empezar a redefinir muchos elementos presentes en nuestra vida, tanto a nivel energético y material como a nivel imaginario, en relación a nuestras expectativas y deseos. Suelo utilizar el ejemplo del coche, porque me parece muy paradigmático, pues no solamente es una derivada del capitalismo fósil, de ese metabolismo fósil; no solo es una condensación y símbolo del taylorismo y del proyecto de mundo que supuso, primero el keynesiano y después el neoliberalismo. El coche moldea también nuestra noción de espacio y nuestro pensamiento urbanístico. Gracias al coche podemos entender cómo se ha pensado la organización del territorio, con espacios de vida, espacios de ocio, espacios de producción. Gracias al coche, o porque el coche existe, existen muchos suburbios, que son totalmente antivida y que solamente tienen sentido por esa mediación. Pero es que también modula lo que está cerca y lo que está lejos, modula lo que sentimos como una necesidad. ¿Necesitamos el turismo? ¿Necesitaríamos el turismo si no tuviéramos coches, aviones y barcos?
Este infrapoder es, en muchos sentidos, más poderoso que cualquier poder explícito. Y la tecnología lo ejerce a través de su mera existencia, que por cierto es una existencia imperial. Las nuestras son tecnologías imperiales, porque reflejan un modelo de asignación de recursos también imperial: es desigual al hacer prevalecer nuestros privilegios coloniales y criminales sobre los del resto del planeta. Nuestra tecnología es un ejercicio de poder. Contamos con un privilegio tecnológico. Lo que ocurre es que nos instalamos en ese privilegio. Se convierte en identitario y nos cuesta imaginar un futuro sin él y, por ello, y como estrategia de protección, despolitizamos las tecnologías, las damos por hecho. Las tecnologías son las que hay y no podemos hacer nada para cambiarlas. Aunque veamos que están teniendo efectos psicológicos, subjetivos, económicos; aunque veamos que se nos imponen desde actores cada vez más monopolísticos –por cierto, los más ricos del planeta–, aunque nos enfrenten a impotencias y generen desigualdades, asumimos que no podemos hacer nada. Como es un fenómeno que no comprendemos, están rodeadas del aura del progreso, están en manos de expertos, etc., nos instalamos en el privilegio y, en el mejor de los casos, en la impotencia.
Sin embargo, el ecologismo –en el mejor de los sentidos– va de trabajar con los imposibles y trata de superar la impotencia. Porque si el ecologismo –y el ecologismo social en particular– nos ha regalado algo, es esa visión de que es radicalmente necesario transformarlo todo, transformar nuestras relaciones, nuestra economía, nuestras instituciones, nuestro metabolismo, nuestros modos de vida.
Si queremos poner en marcha transformaciones ecosociales –después habrá que ver a través de qué hipótesis política– y nos preguntamos cómo lo vamos a hacer, creo que sería un gran error dejar fuera el ámbito de lo técnico-tecnológico. Dejar fuera la reflexión sobre cómo pensamos en ello, a nivel de los imaginarios, sería un gran error, porque estaríamos en ese bloqueo que no nos permite ni siquiera pensar en esos problemas y en cómo transformarlos, y sería también un enorme error metabólico. Eso es de cajón. Hablamos de transición energética y, en realidad, estamos hablando de transiciones tecnológicas.
Necesitamos decrecimiento ecofeminista. Nos parece un marco más coherente con los datos bióticos y geofísicos
Si queremos hablar en clave propositiva, me parece que necesitamos pensar en algo así como técnicas humildes ¿Por qué técnicas y por qué humildes? Técnicas tiene que ver con la necesidad de construir herramientas que dejen atrás el imperialismo tecnológico del que hablamos, que se desengarcen de ese proyecto de mundo, del totalitarismo del capitalismo industrial. Y que se puedan insertar de manera más humilde tanto en la trama de la vida como en nuestras sociedades. Yo separaría dos cosas: por un lado, la hipótesis política de una transformación tecnológica y, por otro, la definición concreta de las técnicas humildes.
En relación a lo primero, la idea de técnicas humildes no pretende agotar las posibilidades de transición tecnológica en la actualidad. Más que una propuesta cerrada e incuestionable, pretende ser una contribución a lo que debiera ser un proceso político que nos llevara a politizar la tecnología. Ese proyecto parte inicialmente de hacer lo que estamos haciendo: problematizarla, historizarla, analizarla, comprender qué intereses tiene detrás... Y después, continúa con la puesta en marcha de cuestionamientos colectivos.
Ivan Illich, autor muy importante a este respecto, solía hablar de “inventario”. Necesitamos realizar un inventario, entender que existe una cierta correlación entre una tecnología y un mundo. Por lo tanto, pensar qué mundo es el nuestro; qué mundo deseamos y, a partir de ahí, ver qué técnicas son compatibles con nuestro proyecto.
En ese debate seguramente habrá criterios distintos. Afirmo que no hay un único criterio, igual que habrá percepciones también distintas sobre qué mundo deseamos. Pero ese debate se debería dar en el marco que ya establecen los límites: los del crecimiento y los límites planetarios. Pensar que ese debate puede dar cabida a elementos que están fuera de esos límites planetarios no solamente es imprudente, sino que es ecocida y genocida. Porque es seguramente seguir en esos marcos, que están fuera de lo posible, lo que nos está llevando a nuestro fracaso civilizatorio.
Y fuera del marco de lo posible, se encuentra, ni más ni menos, la idea del Estado del bienestar tal como lo conocemos, del Estado del bienestar colonial y fosilista. Por eso, nosotras hablamos de que necesitamos decrecimiento ecofeminista. Nos parece un marco más coherente con los datos bióticos y geofísicos.
Ahora bien, si yo participara en ese debate, tengo claro lo que me gustaría defender: frente a las tecnologías imperiales plantearía unas técnicas humildes, que tendrían tres características, como poco, tres características interconectadas entre sí.
La primera, es que deberían ser biomiméticas. Jorge Riechmann publicó hace ya tiempo un libro titulado Biomímesis (2006). Planteaba allí una idea que cada vez cuenta con más aceptación: tenemos que imitar a la naturaleza cuando diseñemos nuestras técnicas. En la naturaleza encontramos ciclos, normalmente circulares, donde el final de un proceso es el principio de otro. Los ciclos son muy eficientes y están muy articulados. La naturaleza sabe lo que hace, decía Barry Commoner.
Lo mejor que podemos hacer es introducirnos en esa dinámica, en esos ciclos y, simplemente, aprovecharnos de ellos sin deteriorarlos, o incluso aspirando a mejorarlos, ¿por qué no? Pero no a mejorarlo con violencia, sino en clave simbiótica. Por ejemplo, la dehesa es un gran artefacto técnico. La dehesa parte de un bosque de encinas, lo clarea, le da usos que son útiles para nosotras, como la alimentación de animales; además, aumenta la biodiversidad, pero respetando los ciclos, la circularidad, igual que la respetaban las técnicas agrícolas tradicionales. Esa idea de economía circular, de la que habréis oído hablar –a los Valero les gusta más hablar de economías espirales, porque siempre hay una pérdida de entropía–, se refiere a técnicas que deben insertarse en los ecosistemas. O sea, que no pueden ser como hasta ahora: lineales. No pueden ser destructivas, ni vincularse a materias primas que son finitas. Esto es un desafío enorme, que nos lleva tiempo haciendo pensar que la apuesta exclusiva por las renovables industriales de alta tecnología es un error. Es un error, porque no son biomiméticas. De hecho, son puramente industriales y dependientes de materias primas finitas. De nuevo, ahí tenemos un problema importante.
En segundo lugar, también tienen que ser democráticas si queremos construir sociedades autónomas. Entiendo la autonomía como democracia radical, por eso también necesitamos técnicas democráticas. Y eso lo cambia todo. Cambia la escala: tenemos que pensar en escalas más pequeñas; cambia el diseño, no un diseño para el beneficio, sino para que sea comprensible, para que sea reparable, para que lo podamos utilizar, un diseño universalizable, que no tenga esa dimensión excluyente de lo imperial, sino la de compartir. Un azadón se puede construir en prácticamente cualquier parte del planeta, mientras que un reactor nuclear, por sus requerimientos organizativos y materiales, no. Además, tienen que ser abiertas a la toma de decisión colectiva, y eso es complicado pensar cómo lo haríamos. Tiene mucho que ver con cómo organizaríamos la sociedad. Cómo se toma una decisión sobre una técnica es muy parecido a cómo se toma una decisión sobre la economía: se abren los debates de la planificación, de la autogestión, de la construcción de necesidades, de la priorización de necesidades. Estoy convencido de que el debate de la técnica tiene que ir de la mano del debate democrático. Cuando veamos cómo queremos organizar la satisfacción de nuestras necesidades y cómo organizar la subsistencia, tendremos que ver qué técnicas son compatibles con ese objetivo y hacerlo de una manera democrática. Tendríamos que inventar cómo sería eso.
Y, claro, en tercer lugar, si hay una dimensión metabólica y una dimensión política institucional, no deberíamos olvidar la dimensión imaginaria. Necesitamos que esas técnicas sean gaianas o descalzas (las podemos llamar de formas diversas). Que partan de otra actitud hacia los otros y hacia el conjunto de la vida. Que partan –como decía antes– no de esa pretensión de conocer y controlar, de dominar, de explotar, en esa linealidad, en la acumulación, sino que abandonen toda soberbia prometeica. Yo lo llamo así. Que se abran al conocimiento plural. Por ejemplo, los autores sobre decrecimiento hablan de “pluriverso”, de diferentes aproximaciones a lo real, y luchan contra el imperialismo de la ciencia occidental. Este es un debate muy complejo, pero que creo que es imprescindible para que de hecho podamos respetar las diferentes maneras de estar en este planeta, los diferentes marcos imaginarios. Y, por tanto, también las diferentes técnicas con diferentes objetivos, con diferentes orientaciones. Las que necesitamos se deberían comprometer más con la observación y la contemplación…. que con el control. ¡Qué diferentes son unos prismáticos, que nos pueden servir para observar unos pájaros, de una escopeta, que sirve para matarlos! Dos orientaciones distintas. Algo que nos permite relacionarnos a priori con lo mismo, pero con objetivos muy diferentes.
Incluso, por qué no, aquí se podría abrir un espacio a las técnicas de meditación, a las técnicas de observación, un montón de cosas que necesitamos en esa gran transformación ética, políética que requerimos. Nadie mejor que Jorge Riechmann ha trabajado eso: la idea de autoconstrucción colectiva, esa adopción de lo que él llama una “simbioética”, que reinserte nuestras sociedades en la trama de la vida, que acabe con nuestra soberbia de especie, que nos resitúe fuera de esas dinámicas destructivas y de control y que –añadiría yo– nos permita poner la subsistencia en el centro. Poner la vida en el centro es hoy el lema ecofeminista. Tiene que significar, por supuesto, valorizar los trabajos de sostenimiento de la vida y compartirlos. Pero más allá de eso, también supone la necesidad de oponernos a la mediación excesiva del mercado y el Estado que sigue siendo imprescindible para el sostenimiento de nuestros modos de vida. Es esa mediación la que nos obliga a delegar en los técnicos y políticos, a buscar la eficiencia, a aumentar la productividad. Pues no. Tenemos que entender que la vida es nuestra responsabilidad, al igual que construir técnicas que sean compatibles y que favorezcan esa subsistencia. Con ese propósito, todo el acervo técnico que ha existido históricamente nos va a servir mucho. Deberíamos revalorizarlo, como decía Mumford. Muchas preguntas que parecen insolubles –¿cómo vamos garantizar la alimentación sin combustibles fósiles?– tienen a veces respuestas muy sencillas, tal y como se había hecho siempre antes de su incorporación masiva en la economía…
Además, se nos abre la posibilidad de poner en marcha procesos tremendamente innovadores. Habría mucho que imaginar e inventar si queremos construir este tipo de técnicas humildes. La ingeniería podría ocuparse de buscar formas de que nuestras técnicas fueran capaces de cerrar ciclos tal y como hace Gaia. Las humanidades ecológicas podrían pensar en cómo hacer una transición tecnológica democrática, cómo se organizaría, qué propuestas se podrían realizar... Hay un montón de cosas que pensar. De hecho, está casi todo por pensar.
Cierro con una invitación a que hagamos de este un problema central en nuestros movimientos sociales, en nuestra práctica, en nuestra investigación, si es que viene al caso; que lo hagamos colectivamente, que lo hagamos propositivamente y que pongamos en marcha un ejercicio de innovación colectiva y de base.
Pensad que una técnica humilde es la agroecología. La agroecología ha sido el fruto de una enorme innovación. Creo que ahí se nos abre un camino que podemos imitar en otros ámbitos como en el de la energía. Hace poco Margarita Mediavilla proponía que, al igual que tenemos permacultura, quizá deberíamos pensar en construir una permaingeniería. También Luis González Reyes o yo mismo venimos hablando de energías renovables realmente renovables, una visión humilde de las técnicas energéticas. Yo creo que se nos abre todo un ámbito de problemas que está por explorar… y que espero que abordemos con urgencia colectivamente.
Adrián Almazán es profesor de Filosofía en la Universidad Carlos III y miembro de Ekologistak Martxan
*El presente texto es la transcripción adaptada de la conferencia que dio el autor el 10 de mayo de 2022, parte del seminario Alternativas a la crisis ecosocial organizado por el Departamento de Ciencia Polçítica y de la administración de la UPV/EHU; las fundaciones viento sur, Hitz&Hitz y Betiko; los grupos de investigación Ekopol y Parte Hartuz de la UPV/EHU.
Referencias
Almazán, Adrián (2021) Técnica y tecnología: cómo conversar con un tecnolófilo. Madrid: Taugenit.
Riechmann, Jorge (2006) Biomímesis: ensayos sobre imitación de la naturaleza, ecosocialismo y autocontención. Madrid: Los Libros de la Catarata.