“Somos los desobedientes
y no venimos para reclamar lo que es vuestro
sino lo que es y siempre ha sido nuestro:
nuestra humanidad”
Suhayimah Manzoor-Khan, A Virtue of Disobedience

Hay cientos de definiciones de lo que llamamos racismo antimusulmán, o islamofobia, y estoy segura de que cualquier persona musulmana o percibida como tal podría dar la suya propia, ya que este tipo de racismo se manifiesta de innumerables formas, en innumerables contextos y dependiendo de innumerables factores, que pueden o no intersectar con intolerancia religiosa.

A principios de 2019 apareció la definición del grupo parlamentario británico All-Party Parliamentary Group (AAPG, 2019), cuya versión abreviada dice: “La islamofobia está enraizada en el racismo y es un tipo de racismo que tiene por objetivo las expresiones de musulmanidad o musulmanidad percibida”. Al presentar esta definición en su versión larga a los demás parlamentarios, se rechazó por chocar manifiestamente con las medidas antiterroristas, en especial con aquellas en cuyos protocolos se explicita precisamente esa “musulmanidad” como indicador de pertenencia a un grupo de riesgo.

Cuando estas definiciones se presentan ante algún organismo, es porque se tiene la pretensión de que se plasmen en la legislación para que luego se cuente con un recurso jurídico. Es decir, que si los Estados no reconocen sus significados, es porque hay prioridades. En nuestro caso, el de los musulmanes y las musulmanas, los objetivos geopolíticos parecen primar sobre los derechos civiles y humanos.

La musulmanidad, a ojos del público, se ha convertido en un conjunto de imágenes misóginas, bélicas y fundamentalmente orientalistas, entre otras, que se configuran como una caricatura dentro del imaginario colectivo, negando e invisibilizando así nuestra diversidad y la intersección con nuestra etnia, raza, género, orientación sexual, etc. Es ese conjunto el que se proyecta sobre nosotros cuando se nos agrede, cuando se nos manda a nuestros países, cuando se nos llama terroristas o cuando se entra a disparar en una mezquita.

Solemos tender a buscar un número, una cifra, un dígito que nos diga exactamente cuánto racismo hay, como si se contabilizaran sus manifestaciones, se reconociesen o estuvieran monitorizadas. Pero el Estado español no facilita los pocos datos de los que sí dispone, ni los cualitativos ni, mucho menos, los cuantitativos. Según el Relator Especial de las Naciones Unidas sobre la Extrema Pobreza y los Derechos Humanos, “España, al igual que otros países, no recoge sistemáticamente datos desglosados sobre los idiomas, las culturas o la religión de su población, pero sí recopila datos de la población relativos al género y la nacionalidad (distinguiendo entre ciudadanos españoles y extranjeros). Este enfoque no permite obtener la información exacta sobre la población, información que sería necesaria para formular políticas y programas gubernamentales mejor adaptados, más eficaces y fundamentados en las pruebas” (De Schutter, 2020).

En la actualidad, lo único que podemos hacer para conocer, al menos, el aspecto cualitativo del racismo es examinar la cuestión desde dentro viendo qué es lo que nos pasa a los musulmanes a nivel individual y comunitario; analizarnos a nosotros y nosotras mismas y saber reconocer cuántas veces al día, a la semana o al mes nos topamos con manifestaciones cotidianas ampliamente normalizadas e interiorizadas.

Educación e infancia

En el proyecto de investigación de 2009 “¿Islamofobia o currículo nulo? La representación del islam, las culturas y los inmigrantes musulmanes en los libros de texto de Cataluña” se concluyó que entre el material examinado “menos de dos tercios hacían referencia, ya fuera verbal o icónica, a la cultura musulmana o a cualquiera de los otros conceptos. Los que se obtuvieron demuestran la necesidad de revisar el contenido de los libros de texto escolares a fin de corregir las omisiones y deformaciones en el tratamiento del islam, la cultura musulmana y la presencia de los musulmanes en la sociedad” (Samper, Mayoral y Molina, 2009).

Esas conclusiones siguen siendo válidas, ya que en 2019 (diez años después) se denunció ante las ONG varios libros de texto por su tratamiento del islam, los musulmanes y la historia andalusí. Asimismo, el mencionado Relator Especial recomienda “al Gobierno de España y a los gobiernos de las comunidades autónomas que emprendan una revisión exhaustiva de los libros de texto escolares para incorporar descripciones más inclusivas y positivas de la diversidad del país, así como campañas de concienciación y otras actividades para el público en general”.

Las nuevas tecnologías y los últimos años de sensibilización deberían ayudar a atajar este lavado de cerebro que no es exclusivo de las comunidades musulmanas, sino que prácticamente afecta a todas las minorías raciales, étnicas y religiosas. Si queremos una sociedad sana, urge una educación pública con perspectiva antirracista que renueve los libros de texto y sensibilice al profesorado que, demasiado a menudo, se da el capricho de dar sus opiniones prejuiciosas en clase, opiniones que, a su vez, replican los alumnos testigos.

Tenemos también que, como parte de la asignatura obligatoria de Geografía e Historia de la enseñanza secundaria (alumnos de 15 y 16 años), se ha introducido un nuevo módulo titulado “Terrorismo en España”. El contenido, parcialmente publicado, evidencia el uso de lenguaje e imágenes violentas y refuerza el sentimiento antimusulmán. Los ejercicios incluyen “una búsqueda de secuestros terroristas” o “analizar el mapa del terror”. Y esto sucede en un contexto en el que la formación en derechos humanos en las escuelas públicas, si no es que las propias escuelas la solicitan por su propia cuenta, brilla por su ausencia. Como si los años de atentados y sus días de después no hubiesen dejado ya marcados a los hijos e hijas de las familias musulmanas.

Además del contenido de la educación pública, no podemos olvidarnos del acceso a la misma. Hay, desde hace años, cientos de menores sin escolarizar en Ceuta y en Melilla, sin contar a los miles de menores extranjeros no acompañados. Los menores de Ceuta y Melilla no suelen ser inmigrantes, tal y como lo cantan los partidos que gobiernan o han gobernado ahí cuando hablan de marroquización y hacen caso omiso de las resoluciones nominales del Defensor del Pueblo, del Ministerio de Educación o de Naciones Unidas. Aun cuando se tratase de una marroquización, los derechos de la infancia no dejan de estar recogidos en el artículo 39 de nuestra Carta Magna, el mismo artículo que debería proteger a las menores que deciden ponerse el hiyab y que luego son rechazadas y humilladas a la puerta de los institutos.

En julio de 2019, el Consejo de Educación de Madrid y el Defensor del Pueblo permitieron a las escuelas regular la vestimenta de las estudiantes y establecer la obligación de “mantener las cabezas descubiertas, también para las estudiantes con velo islámico”. De manera opuesta, la mejor práctica al respecto fue la resolución de la Conselleria de Educación de Valencia de 2017 que cerraba la puerta a que cualquier centro de enseñanza público pudiese vetar la educación a menores con el hiyab islámico o la kipá judía, entre otros signos religiosos.

El enterramiento de los acuerdos de 1992

Hace casi 30 años, en noviembre de 1992, se aprobó el Acuerdo de Cooperación del Estado con la Comisión Islámica, con el fin de regular numerosos aspectos de la vida cotidiana. Lo mismo se hizo con las comunidades evangélicas y las comunidades judías, aunque con resultados significativamente más positivos para estas últimas. A pesar de legislarse a nivel nacional los derechos garantizados en esos acuerdos, al intentar hacerlos efectivos a nivel local, se tropieza con obstáculos infranqueables, ya que la mayoría de los objetos del acuerdo son de competencia autonómica y no nacional.

Uno de esos objetos, el que figura en el artículo 2, es el de la cesión de parcelas para enterramientos islámicos dentro de los cementerios municipales. Véase que, según estadísticas, en la actualidad somos una comunidad de aproximadamente dos millones de personas, de las cuales la mitad es nacional o nacionalizada. La extranjerización constante e histórica del musulmán ha contribuido a que, año tras año, municipio tras municipio, se deniegue esa cesión prevista por la ley, ya que, en el imaginario colectivo, todos acabaremos siendo repatriados en ataúdes a nuestros países.

Es muy triste que en este año 2020 haya tenido que llegar una pandemia global, que ha obligado a cerrar fronteras, para que se nos empiece a ceder esos espacios y podamos morir en paz y cerca de nuestras familias. Por supuesto, existen inmigrantes que van a retornar a sus respectivos países de origen para su jubilación y posterior enterramiento, pero son muchos más aquellos que dejaron todo atrás en guerras y países rotos, los españoles musulmanes que nunca migraron y los descendientes de cualquiera de los grupos anteriores. El histórico incumplimiento de los acuerdos es una de las más egregias expresiones de la institucionalización del racismo antimusulmán.

Nosotras, las otras

Existe una corriente feminista de rápido crecimiento, encabezada por varias mujeres con nombres árabes o amazigh, que generalmente se definen como exmusulmanas, musulmanas ateas o de origen musulmán que, en nombre de los derechos de las mujeres, toma por blanco a las comunidades musulmanas y al islam, legitimando así la islamofobia desde una óptica nativa y, en muchos casos, de izquierdas. Replican e importan el patrón y la retórica de otras activistas antimusulmanas en países occidentales como Francia (Ramírez, 2014), Holanda o Estados Unidos (Center for American Progress, 2015). No se trata de debates constructivos que se mantienen en espacios seguros, sino que detrás siempre hay un rédito político o económico. Su discurso estereotipado está ganando espacio en artículos de prensa, campañas virales, blogs, conferencias, televisión y libros (Bayrakli, Hafez y Ali, 2020).

En relación con esta corriente, la investigadora y politóloga Chaimae Essousi (2020) analiza tres de sus elementos:

“En primer lugar, recurren con mucha frecuencia a la criminalización de colectivos ya estructural y sistémicamente vulnerabilizados: las mujeres con velo son sumisas o la cultura musulmana es violenta […]. La criminalización es altamente efectiva en tanto que apelan a sentimientos fáciles de activar, como la empatía o el paternalismo. Casualmente, o no tan casualmente, les conviene la denuncia selectiva para justificar su discurso, cosa que lleva al segundo repertorio. Es recurrente la instrumentalización de fenómenos, acontecimientos o personajes para hacer prevalecer un debate en la opinión […]; por ejemplo, las mujeres en Irán, el hiyab, el burkini en la playa, etc., se repiten hasta la saciedad. Además, no es raro ver cómo se recurre a personajes exagerados para ridiculizarlos y caricaturizarlos […]. En tercer lugar, es ya un clásico recurrir a la homogeneización de una determinada población para desactivar su capacidad de agencia. Por ejemplo, el mundo islámico-musulmán se percibe como exótico y demasiado difícil de entender, pero a su vez se limitan a simplificarlo y reducirlo –sin un mínimo decoro– a un único ideario y a un espejismo orientalista”.

Esta retórica se propaga y se valida rápidamente por algunos sectores, como el feminismo hegemónico blanco o a través de actores de todo el espectro político hasta llegar al gran público, como si reducir a las mujeres a ropa fuese normal y una base fundamental del feminismo. Es curioso que con los argumentos del tipo con lo que luchamos las mujeres para poder llevar minifalda, no se den cuenta de que esa lucha no era por una minifalda, sino por la libertad de cada mujer para decidir sobre su propio cuerpo. Como dijo en su día la investigadora y profesora Nadia Hindi (2017): “Ningún hombre ni Estado puede imponer el uso del velo o su eliminación”.

En estos tiempos en que hay personas ebrias o desequilibradas que tiran a las hiyabis a las vías del metro 1/, las mujeres debiéramos de tener un poco más de eso a lo que llaman sororidad y no validar esas retóricas que antes solíamos clasificar como propaganda neonazi.

La zona gris y la interiorización del racismo

Para exponer la interiorización que hacemos del racismo, parece oportuno plantear algunos de los elementos de esta retórica ampliamente difundida por la izquierda y, desgraciadamente, asumida por parte de algunas personas musulmanas: “Los islamófobos son aliados de los terroristas. La estrategia de ISIS [es la] de eliminar la zona gris de coexistencia pacífica” (Maestre, 2017). Lo que parece decirse con esto es “cuidado con islamofobearnos porque nos podemos poner violentos”. Esta retórica se asume porque probablemente sea la menos dolorosa, pero claramente apela al complejo de bárbaros y salvajes que se nos ha inculcado históricamente. El mismo complejo que nos empujó a usar durante años el #NoEnMiNombre y a salir corriendo al espacio público a pedir perdón tras cada atentado terrorista. El investigador y abogado en derecho internacional Asim Qureshi (2019) escribe al respecto:

“En mi opinión, se ha creado una expectativa para que los musulmanes condenen y, cuando no lo hacen, se les acusa de complicidad […]. Mis compañeros y yo en CAGE siempre hemos rechazado esta opción binaria y reduccionista […] viene de un lugar donde se requiere que los musulmanes establezcan primero su propia humanidad, antes de que se les permita participar en los debates sobre ciudadanía e igualdad de derechos”.

Si cada grupo racializado o minoría se dedicase a poner bombas por el racismo que enfrentan en su cotidianidad, no quedaría planeta. Tampoco quedaría planeta si los más de mil setecientos millones de musulmanes del mundo tuviésemos este elemento terrorista en el ADN.

Asumir ese discurso es asumir que “no todos los musulmanes son terroristas, pero todos los terroristas son musulmanes”, que no hay una agenda geopolítica enfocada a países de mayoría musulmana que sea preciso justificar, y es también negar las numerosas irregularidades ocurridas en los juicios, más que cuestionables, de presuntos atentados de pretexto religioso, por los que personas musulmanas, o percibidas como tales, han pasado años en nuestras cárceles para luego, en muchos casos, ser deportadas.

Securitización o cómo encontrar a los musulmanes

Cuando usamos el término securitización, estamos hablando de todo el aparato nacional y global cuyo objetivo, en teoría, es el de garantizar la seguridad de la ciudadanía. Para las comunidades musulmanas, las migrantes, los antifascistas o los independentistas, esto adquiere otras dimensiones bastante más profundas. Según la antropóloga e investigadora Salma Amazian (2019):

“El monstruo del antiterrorismo es, actualmente, el mayor dispositivo de construcción del sujeto musulmán y el máximo responsable de la destrucción de sus comunidades. Es un proceso complejo por el cual se arrasa con la cultura del otro, con su espiritualidad, con sus saberes. Estos se deforman y modifican hasta conseguir un otro”.

A nadie se le escapa que en los últimos años ha habido cientos de atentados de pretexto religioso en todo el mundo. En algunos de estos casos, el pretexto religioso ha sido hinduista, judío o cristiano, aunque esa parte nunca ha interesado a nadie y sigue sin interesar. El calificativo de islámico es el que mejor sirve a la agenda geopolítica.

Esa agenda entra en las escuelas públicas no solo metida en los libros de texto, como el mencionado temario de “El terrorismo en España”, sino también como parte de varios protocolos de vigilancia contra la radicalización violenta, como el Proderaev catalán que, siguiendo la estructura del británico Prevent, consiste en jornadas formativas para la facilitación de herramientas de “detección de la radicalización” para profesionales de la educación, entre otros. Estas sesiones se imparten en los colegios catalanes por equipos formados por policías catalanes y funcionarios de los departamentos de Interior y Educación. Según datos oficiales, 5.579 profesionales de la educación recibieron esta capacitación entre 2016 y 2018. En diciembre de 2018, el periódico La Directa (Douhaibi y Almela, 2018)publicó una grabación filtrada de una sesión de formación, demostrando cómo los funcionarios explican a los maestros y al personal escolar la manera de detectar signos de radicalización sirviéndose de indicadores como pedir comida halal en la escuela, el barrio de residencia, no beber Coca-Cola, no celebrar la navidad, no maquillarse, etc. Normalmente, las familias no son conscientes de esta vigilancia y de que, por extensión, las convierte a ellas también en grupo de riesgo. En una de sus canciones, el rapero y activista Lowkey reclama en Islamophobic Lullabies:

“Por favor, no proyectéis la guerra contra el terror sobre los niños.
No son sospechosos ni combatientes, no los podéis matar.
Prevent espía a los niños, tienen que andarse con mil ojos.
Mentiras, islamofobia y células de muerte llenan páginas.
Psicoguerreros juegan con los porcentajes.
Los niños en la escuela son tildados de violadores y de terroristas […].
Y diles a los think tanks que su papel es insidioso.
Y diles a los neoconservadores que dejen de financiar esta ignorancia”.

Cuando pasamos a las cárceles y a los centros de acogida, los protocolos se multiplican. El simple hecho de pedir un ejemplar del Corán ya puede llevar a que el nombre de un preso pase a formar parte de alguna lista negra. La poca transparencia y el difícil acceso a estos protocolos contribuyen al sentimiento de estar vigilados de una u otra forma.

Resulta irónico que innumerables expertos y voceros ocupen tanto espacio y proyección en los medios y universidades a costa de deshumanizarnos asociándonos al terror y sirviéndose de nuestro propio lenguaje espiritual, pero que cuando como musulmanes queremos rebatirlos con argumentos, tengamos que andar con pies de plomo para hacerlo sin que se nos acuse de apología, o callarnos directamente, mermando así aún más nuestra libertad de expresión.

A esto se le llama selfpolicing o autorregulación, cuando modificamos nuestro comportamiento para no levantar sospechas; sospechas infundadas pero que responden a aquello publicitado como signos de radicalización. Nos autorregulamos cuando decidimos no contestar a estos voceros, cuando dejamos de usar públicamente expresiones de la vida cotidiana como Allahuakbar o cuando modificamos nuestra ruta diaria para no ser objeto de una parada por perfil. Nos autorregulamos constantemente y, a menudo, inconscientemente.

Este es un asunto con muchas vertientes y con tristes consecuencias que se ceban terminológicamente con el mismo grupo. A veces puede ser de utilidad coger un informe del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas y comparar el lenguaje, porque, aunque puedan tener una misma agenda, los informes y protocolos nacionales alimentan un imaginario peligroso y cada vez más alejado de la realidad. Cuando una persona musulmana es señalada una sola vez, aunque no haya cometido ninguna infracción, el estigma la va a acompañar a ella y a su familia durante muchos años. Esto es parte del coste humano del sistema que, a menudo, detiene antes de comprobar.

Se ha invertido mucho en hacer partícipe de la vigilancia a la sociedad civil, no solo a través de think tanks subcontratados sino mediante las mismas ONG que reciben subvenciones para atender a menores extranjeros no acompañados, a extutelados y a inmigrantes recién llegados, como si alguno de los terroristas hubiese estado en esta situación administrativa cuando atentaba. En protocolos, hemos llegado a ver como colectivos de riesgo a bandas latinas y a población de etnia gitana, al tiempo, por ejemplo, que se hace caso omiso de la más que pública radicalización neonazi.

Por último, hay que apuntar que la islamofobia y el terrorismo, para algunos de nosotros, no son dos caras de la misma moneda y que nos negamos a participar en una caza de brujas en nuestras comunidades porque lo que dicen buscar solo lo encontramos en artículos publicados por los mencionados voceros en la prensa sensacionalista. Sin embargo, nos encontramos con que, en la formación que proporciona el Estado a los actores de la sociedad civil y a los funcionarios, se asocia el terror a musulmanes y musulmanas, sin que importen los musulmanes y musulmanas que puedan estar sentados en el aula.

Cuando nos recortan derechos como la libertad de expresión y de movimiento, no solo nos la recortan a los destinatarios de todas esas normativas y actualizaciones anuales, sino que se le recortan a toda la ciudadanía.

Aurora Ali es activista antirracista y miembro de la Asociación Musulmana por los Derechos Humanos

Notas:

1/ En noviembre de 2019, una mujer de 50 años, borracha y sin hogar, empujó a una mujer musulmana con pañuelo a las vías del metro de Bruselas, era la segunda vez que lo hacía. En España, a principios de 2020, ocurrió lo mismo en el metro de Barcelona.

Referencias

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(2018) “No beure Coca-Cola, no celebrar Sant Jordi o esborrarse els tatuatges són indicadors de ´radicalització islamista´, segons els Mossos”, La Directa, 18 de diciembre.

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