La crisis energética es un concepto que ha llenado titulares durante este último año, y todo indica que lo seguirá haciendo durante los próximos meses. A partir de un término simple, las ideas que se generan en nuestros imaginarios pueden variar enormemente dependiendo de las coordenadas geográficas, sociales e intelectuales desde las que nos aproximamos a él. 

En un contexto comunicativo amplio, la crisis energética se refiere a un fenómeno coyuntural, con unas causas externas específicas, que genera un impacto durante un periodo de tiempo determinado. Encontramos ejemplos en la crisis del petróleo de 1973, consecuencia de la decisión de la OAPEC [Organización de Países Árabes Exportadores de Petróleo] de no exportar más petróleo a los países que habían apoyado a Israel durante la guerra de Yom Kipur; en el racionamiento energético que se vio obligado a implantar Brasil en 2001, consecuencia de fuertes sequías y una elevada dependencia de la producción hidroeléctrica; o en la situación de escasez energética que tuvo que afrontar Japón en 2011, consecuencia del seísmo y tsunami que causó graves daños en la central nuclear de Fukushima y paralizó otras centrales nucleares y térmicas. En esos mismos términos, la narrativa oficial afirma que Europa actualmente se enfrenta a una crisis de suministro energético con sus orígenes en las consecuencias comerciales y económicas de la invasión rusa de Ucrania. La guerra de sanciones y la elevada dependencia de las importaciones de hidrocarburos desde Rusia hacia Europa han subido los precios y han hecho necesario aumentar las importaciones de gas natural licuado (GNL) desde terceros países, como Estados Unidos.

Sin embargo, esta perspectiva de la crisis energética probablemente sea demasiado reduccionista. Quizás los árboles no nos están dejando ver el bosque, un bosque que está en llamas. Sin minusvalorar la importancia y el impacto de eventos concretos, debemos ampliar bastante más nuestra comprensión de la crisis energética. Específicamente, debemos cuestionar que sea un fenómeno coyuntural, que sus causas sean externas y que tenga un inicio y un final determinado.

Ampliando lo suficiente el foco, podríamos afirmar que nos encontramos en una crisis energética desde que se produce lo que Joaquim Sempere categoriza como la primera fractura metabólica de nuestras sociedades: la imposición de una matriz energética fósil. El paso de unos modos de vida basados en el flujo de recursos renovables (viento, sol, biomasa) a unos basados en el stock de combustibles fósiles (carbón, petróleo, gas) creó un abismo con respecto a los ciclos de regeneración de la naturaleza. El caos climático al que nos enfrentamos actualmente es también una consecuencia de dicha fractura metabólica. De esta forma, tanto nuestra dependencia hacia los combustibles fósiles como los múltiples impactos violentos del cambio climático son parte de esta crisis energética en la que nos encontramos atrapados desde hace dos siglos de forma crónica.

Por otro lado, una vez nos fijamos en esta crónica crisis energética fósil, encontramos que el origen de la misma no es externo, sino endógeno: las causas de esta situación se deben al desarrollo interno del actual modelo social, económico y político. Esto es lo que Andreas Malm ha teorizado como capitalismo fósil, que no es la suma de las partes, sino una forma históricamente específica de organización de la producción y de la sociedad. La actual adicción al petróleo, al carbón y al gas fósil es absolutamente indisociable de la propiedad privada de los medios de producción y la reproducción ampliada del capital. Bajo este marco de comprensión, una crisis de suministro energético o las múltiples expresiones de la crisis climática no pueden ser interpretadas como un obstáculo externo, sino como crisis internas del modelo de acumulación capitalista.

Por último, en nuestra comprensión amplia de la crisis energética, también negamos que pueda ser entendida como un fenómeno temporal. Al igual que el capitalismo no resuelve sus crisis económicas, sino que únicamente las desplaza espacial y temporalmente, podemos afirmar que ocurre algo similar en el caso energético. Bajo un sistema económico que necesita devorar energía para mantener y reforzar una relación social de dominación, no hay solución definitiva a estas crisis. De hecho, a lo que probablemente nos enfrentemos en el futuro próximo sea a un aumento de la intensidad y la frecuencia de las expresiones temporalmente acotadas de esta crónica crisis energética fósil. Muestra de ello es el cortoplacismo con el que se están planteando las supuestas soluciones a la crisis actual, como la construcción de más gasoductos. 

Una vez aclarada nuestra comprensión al respecto, nos encontramos con mejores herramientas para aproximarnos analítica y políticamente a una situación como la actual. Las expresiones de la crisis energética son como un dolor de muelas: sabemos que algo va mal cuando las sentimos. Y, hoy en día, indudablemente, la energía nos duele. Nos duele en la factura de la luz y del gas en los hogares, en los despidos de trabajadores y trabajadoras, en el encarecimiento de la vida, en la inaccesibilidad del transporte en ausencia de opciones de movilidad colectiva. Pero tampoco debemos olvidar que esta no es una situación nueva para muchas personas y que no nos afecta a todas por igual. Mucha gente lleva demasiado tiempo viviendo en situaciones de pobreza energética, que afecta especialmente a mujeres y personas mayores. Los impactos de la crisis energética, como siempre, son desiguales y combinados. Hay lugares en los que las muelas llevan mucho tiempo doliendo. Esta advertencia debe servirnos para resituar el foco más allá de las únicas coordenadas en las que parece que dicho dolor es relevante.

Y, al mismo tiempo, la crisis energética no duele únicamente desde el lado del suministro, lo hace también desde el lado de la generación y la extracción. En este caso, las torres eléctricas no nos dejan ver el bosque arrasado a miles de kilómetros para hacer posible que la electricidad llegue a nuestros enchufes. Los impactos de un sistema económico devorador de energía se expanden territorialmente bajo dinámicas de extractivismo. Tanto en su matriz fósil como en una matriz energética renovable que no cuestiona el modelo. El dolor de muelas de esta faceta de la crisis energética se extiende sobre territorios del mundo rural en los que grandes empresas están desarrollando megacentrales de producción eléctrica renovable sin ningún respeto por el territorio ni sus habitantes. Se extiende y profundiza hasta la raíz de los territorios del Sur global en el que se encuentran los yacimientos minerales de múltiples metales requeridos para la fabricación de tecnologías como los vehículos eléctricos. Como decíamos, el capitalismo no resuelve sus crisis energéticas, solo las desplaza temporal y espacialmente. La violencia social y destrucción medioambiental a la que se ven sometidas comunidades locales chilenas como consecuencia de la extracción de litio es una de estas expresiones. 

Por eso hablamos de transiciones en conflicto. Bajo el capitalismo no habrá ninguna transición en la que el conflicto no esté presente. Conflictos sociales, económicos, geopolíticos, territoriales y medioambientales. De nuevo, sin ánimo de minusvalorar los impactos específicos, nos parece importante descentrar el foco actualmente situado sobre Rusia y Ucrania en lo relativo a la transición energética. Un conflicto bélico de tal envergadura condiciona el escenario, pero no es el único y no lo hace de forma determinante. Debemos ver la imagen completa y no comprar acríticamente un relato según el cual cualquier decisión en materia energética se justifica apelando a la invasión rusa de Ucrania. Como siempre, debemos ser capaces de entender los motivos económicos y políticos detrás de los grandes movimientos de los Estados capitalistas y sus correspondientes burguesías. 

Al mismo tiempo, debemos asumir el conflicto como el único terreno de batalla política en el que pueden obtenerse resultados emancipadores para las clases populares. En una situación como la actual, marcada por la inflación, la militarización y la crisis ecológica, debemos afilar nuestro análisis y fortalecer nuestra capacidad de actuar políticamente en el conflicto. Pretender aproximarnos a la crisis energética sin herramientas de organización política es equivalente a querer agarrar un cable enchufado sin guantes de protección.

Quienes hemos organizado este Plural somos conscientes de la amplitud y complejidad de los temas propuestos. Por eso, somos también conscientes de que la propuesta de artículos aquí presentada probablemente sea incompleta y parcial. Tampoco es nuestra intención agotar la reflexión al respecto; la discusión sobre estas cuestiones va a continuar actualizándose en múltiples artículos –tanto en esta revista como en otros espacios–. Por tanto, confiamos en que esta recopilación de cinco artículos sirva a modo de introducción y sea útil como herramienta con la que enfrentarnos a la coyuntura actual.

Comenzamos con Josep Nualart, quien nos describe cómo se ha pasado de la transición energética a la transición para la seguridad energética en la Unión Europea. En su artículo realiza un repaso a la forma en la que los mecanismos de financiación diseñados en el marco del Pacto Verde Europeo y los fondos para la recuperación económica (Next Generation) de la pandemia covid-19 están adquiriendo una nueva función para evitar la amenaza de corte de suministro energético por parte de Rusia. Por el camino, sin embargo, está dejando olvidada y pisoteada en el suelo la necesidad de abandonar la dependencia hacia los combustibles fósiles.

Continuamos con el artículo de Elena Gerebizza, quien analiza las políticas de gas fósil en tiempos de guerra en Europa. La investigadora y activista italiana recuerda la oportunidad perdida por la UE con su Plan de Recuperación y Resiliencia en su pretendida intención de ecologizar la economía y critica la reactivación a escala mundial, y especialmente en Europa, de los proyectos gasísticos amparados por el proyecto RePowerEU que son devastadores para el clima y para los derechos humanos.  

En tercer lugar, Joana Bregolat nos plantea una importante reflexión realizada desde las coordenadas de la economía feminista: ¿cómo habitamos la crisis energética? Si una cosa está clara, es que los impactos de la misma no se reparten por igual. En este análisis de las dinámicas de reproducción social vemos cómo la crisis energética afecta de forma específica al territorio doméstico y los cuerpos que sostienen la vida. Como un hilo de tinta en una piscina de agua, la energía visibiliza de forma brutal el impacto de las formas de sobreexplotación del capital sobre nuestros hogares.

Por su parte, Gloria Baigorrotegui nos explica cuáles han sido los hitos energéticos centrales de las políticas energéticas en su país, Chile. Nos cuenta la evolución de estas políticas desde los tiempos de la casta colonial hasta la actual transnacionalización, pasando por la privatización del sector y llegando a un escenario actual de diversificación y de introducción masiva de renovables y de grandes planes para el desarrollo del hidrógeno como nuevo vector energético. En su artículo se cuestiona si no estamos asistiendo a un nuevo colonialismo verde que trata de opacar y marginar la energía colectiva y ciudadana.     

Para finalizar, hemos incluido un artículo en el que Juan García nos aporta unas notas y reflexiones para el sindicalismo en la crisis ecosocial. Esta cuestión ya fue abordada desde diferentes perspectivas en el Plural del anterior número. Sin embargo, consideramos que no habrá transiciones en conflicto hacia un sentido emancipatorio si no nos enfrentamos a ellas con las herramientas políticas adecuadas. Y para ello deberemos contar con un sindicalismo sociopolítico que recupere la idea de ruptura y de revolución en su estrategia. 

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