La medida de Lenin no son sus estatuas, ni mucho menos. Sus medidas son su lucha y su obra, todo lo polémica que se quiera. Los que las instalaron querían ante todo, apropiárselo para los fines de la camarilla que se había apoderado del aparato.

Desde que los trabajadores húngaros derribaron en 1956 la estatua de Stalin, como antaño los romanos hicieron con las del no menos megalómano Nerón, muchas revueltas han buscado con este gesto su foto para la posteridad. Con ocasión del destrozo a martillazo de la de Lenin en Kiev erigida en 1946, algunas de ellas han sido recordadas estos días Por ejemplo, la del bolchevique polaco Dzerzhinsky en Moscú (1991), patrón de la GPU, un monstruo que creció contra la reacción pero que acabó cobrando vida propia; la de Enver Hoxa, por las mismas fechas, pero sobre todo, la de Sadam Hussein, un burdo montaje de los ocupantes…El sentido último de ésta tampoco está muy claro aunque se dice que se trata de un gesto simbólico dirigido al presidente filoruso Víctor Yanukóvich.

Las estatuas de Lenin se levantaron después de su muerte. Así fue a pesar de sus ácidas advertencias. Son célebres las escritas en el prólogo a El Estado y la revolución, que muchos consideraron una obra “anarquista”, quizás porque fue escrita antes de la guerra civil, cuando Lenin se paseaba entre la gente trabajadora como un alcalde de pueblo, según cuenta Dora Russell en sus Memorias. Lenin denunció la “icononización” de los grandes revolucionarios, refiriéndose singularmente a lo que la socialdemocracia había acabado haciendo con Marx. Sin embargo, el ”leninismo” acabó convertido por la burocracia en doctrina de Estado y Lenin fue objeto de un culto claramente religioso. Ulteriormente, las estatuas se reprodujeron en todos los países del “socialismo real”, y la destruida en Kiev, fue levantada en 1946, para celebrar el X Aniversario de la “constitución más democrática del mundo”, la de Stalin, que, por sí alguien lo ha olvidado, anulaba la de 1918. Quedan todavía algunas en una área cercana (78 en Rusia, 7 en Ucrania), cuya suerte es dudosa desde el momento en que resulta simple confundir a Lenin con sus herederos. No estará de más anotar que Lenin tiene un museo en Finlandia, y es recordado en plazas y calles sin problemas.

Gonzalo Aragonés, el cronista en Ucrania de La Vanguardia de Barcelona (Por un trozo de Lenin, 10/12/13), señala que, para millones de ciudadanos de los antiguos países llamados socialistas, “Lenin siempre ha tenido un halo de respeto por ser el hacedor de la revolución y el fundador de un nuevo país. Nada que ver con sus sucesor…”. También recogía la matizada opinión de Anatoli Tsetán, ferroviario jubilado: “Él fue un gran héroe de la revolución. Yo no soy comunista, soy demócrata. Tiene un gran simbolismo para nosotros, pero me parece bien que la tirasen. Superaremos la nostalgia, pero tenemos que pensar en el futuro para que Ucrania pueda compararse al país de usted, a Francia, a Alemania”. Sin embargo, no parece que esto sea menos utópico que el socialismo.

Aquí no queremos entrar en las múltiples intencionalidades de los manifestantes. Todo parece indicar que se trata de escoger entre la peste y el cólera y que, por lo tanto, la situación para el pueblo de izquierdas debe de ser todavía más difícil que la nuestra.

Otra cosa es lo de la estatua.

Algo así no se puede explicar sin saber algo sobre lo que significó el “socialismo real”. Un amigo bien advertido y muy dado a viajar por la Europa del Este, me contaba el recelo que en esta parte de Europa provocan las palabras ligadas al socialismo. Se trata de un sentimiento que solamente se puede explicar por lo que se llegó a hacer y decir en nombre del socialismo, o sea de una alternativa que tenía ser opuesta a la reaccionaria. No menos ilustrativa fue una aventura protagonizada por militantes comunistas “prosoviéticos” (entonces en ruptura con el eurocomunismo), allá a principios de los años ochenta. Se presentaron en El diario de Barcelona porque querían que los entrevistáramos. La noticia era que marchaban a Polonia, a su núcleo proletario y llevaban con ellos materiales “leninistas” para los trabajadores, sin duda engañados. Les dije que la entrevista estaría mejor a la vuelta. Como pasó el tiempo y no volvían, inquirí a un amigo común que me contó sus desventuras: habían tenido que salir por piernas. Los trabajadores lo habían confundidos con provocadores de la policía del régimen.

A los que no nos sorprendían estas actitudes, tampoco nos extrañaron tanto las fotos de las estatuas de Lenin destruidas en las plazas o vendidas al por mayor, aunque compartíamos los mismos sentimientos que expresó Theo Angelopoulus en La mirada de Ulises (Grecia, 1995), de visión obligada para todo el personal que tuvimos a Lenin en nuestro partenón revolucionario.

Me resulta extraño comprobar qué no pocos leninistas de antaño, nada sospechosos de haber cambiado de barricada, se hayan mostrado tan reacios al fundador del partido bolchevique. Cito un poco al azar algunos ejemplos: un amigo editor que, al tratar de una edición de Lenin a mediados de los noventa, me respondió que el único Lenin editable era el agonizante; en una charla de Paco Fernández Buey, éste proclamó –provocadoramente– que los únicos clásicos terceristas recuperables eran Gramci y Rosa Luxemburgo, o sea, los que no habían llegado al poder. Finalmente, el comentario de un camarada afín que, en un debate sobre la cuestión nacional, declaraba que este era el único (o uno de los pocos no recuerdo bien) puntos recuperables de su legado…

Aquí cabría citar las voces que desde la izquierda oponen un Lenin “autoritario” (o “totalitario”, que en esto de los conceptos algunas escuelas son muy alegres) a una Rosa Luxemburgo (más) “libertaria”.

Este antagonismo no tiene en cuenta los paralelismos entre una y otro. Mientras Rosa contempló la cuestión organizativa del partido desde su oposición a la “nomenclatura” del SPD (en Polonia, Leo Jogiches fue tan “rígido” como Lenin), Lenin lo hizo desde el acoso de la Ojrana y en unas condiciones sociales muy atrasadas. Pero se olvida que ambos criticaron duramente el revisionismo, defendieron la huelga general y los soviets, fueron igualmente internacionalistas durante la I Guerra Mundial; Rosa apoyó la revolución de Octubre, perteneció a la III Internacional y apoyó la creación de un partido comunista en Alemania. En aquellos tiempos las divergencias formaban parte del orden natural y, aunque empleaban un lenguaje nada amable, se respetaron muchísimo. Sin ánimo de parecer petulante, creo que el personal que trata de negar a Lenin desde Rosa debería consultar autores como Georges Haupt o E.H. Carr, por citar un par de ejemplos /1.

Cuesta aceptar la pendiente denigratoria neoliberal, que ha proclamado que Lenin no merece perdón, mientras que toda clase de renegados citan a Lenin junto con Stalin y Hitler, mientras que pasan de puntillas sobre la barbarie colonial e imperialista, de los genocidios perpetrados en nombre de la libertad.

El nuevo anticomunismo neoliberal no ha aportada nada nuevo sobre los hechos. Ya se sabía perfectamente que Lenin estimó que la salud de la revolución era la ley suprema. Desde este punto de vista apoyó actuaciones que se pueden considerar extremas como el exterminio de la familia Romanov. No lo hizo por el “pecado original” de un presunto odio contra los zares por la ejecución de su hermano, Alejandro, como dictaminó el último Evgeni Evtuchenko; lo hizo porque los Romanov podían servir de bandera unificadora para los ejércitos blancos divididos. Sobre este punto existen trabajos tan sugestivos como el artículo de Isaac Deutscher, La moral de Lenin /2, un autor que ya había trabajado este terreno, dejando claros puntos como los siguientes: a) Los bolcheviques temían ser aplastados como lo fueron los comuneros; además fueron testigos de la barbarie de la “Gran Guerra” y no dudaron es responder al fuego con fuego; b) estas acusaciones no son nada diferentes a las ya clásicas utilizadas contra Cromwell, que tardó varios siglos en ser reconocido; y no digamos contra Robespierre, al que se le niega hasta una calle en París; o entre nosotros, a la descalificación de la actuación de la CNT-FAI y del POUM en relación a la República, muy común en autores pro republicanos, como Ángel Viñas o Paul Preston, sin ir más lejos.

También es verdad que la historiografía ha podido establecer con claridad, que el “monstruo” de la burocracia no creció con la muerte de Lenin, aunque éste fue su último obstáculo importante. Aparte de las precondiciones objetivas (recordemos que los bolcheviques justificaban la toma del Palacio de Invierno como el inicio de una revolución internacional), la gangrena policial ya se había forjado contra los blancos durante la guerra civil. Entonces, los bolcheviques no vieron más allá del dilema vencer o morir. Así, por citar el ejemplo trágico de Kronstatd (cuyas consecuencias en las relaciones del marxismo con el anarquismo serían “eternas”), el peso de la GPU estaba por encima del PCUS. Fue el aparato policial el que marcó que no había nada que negociar con los insurrectos.

Afortunadamente, este debate sobre Lenin ya no se puede hacer como en las tres últimas décadas, y la medida la ofrecen autores como Robert Service, tan dispuesto a destronar a Carr y Deutscher de los anaqueles; o Dimitr Volkógonov, un militar soviético que sirvió por igual a Breznev que a Gorbatchev y, finalmente, a Yeltsin /3. En justa réplica, Moshe Lewin en El siglo soviético (Editorial Crítica, Barcelona, 2006) se burlaba de la presunción archivera, según la cual la apertura documental que siguió a la Glasnost, permitía saber lo que antes se ignoraba. El general que escribía siguiendo las órdenes del último ocupante del Kremlin, presumía de haber desenterrado 3.724 notas firmadas por el propio Lenin, más 3.000 documentos inéditos de los archivos del PCUS, et voilá!, ¿Qué más se podía pedir? Con avales como estos, el canon parecía ya fuera de toda duda. Así lo certificaba el historiador y “barón” del PSOE, Santos Juliá, para quien esto probaba que Lenin había sido el “cerebro” que creó un régimen que ya nació con vocación de crear el Gulag.

Entre los aportes leninianos más recientes (o sea con acceso a todos los archivos), cabe citar el Lenin de Jean-Jacques Marie (Ed. POSI, Madrid), el de Jean Salem, Lenin y la revolución (Ed. Península, Barcelona, 2010), sin olvidar el trabajo exhaustivo de un representante de la vieja escuela, Tony Clift, autor de Lenin: La construcción del partido (Ed. Viejo Topo /La Hiedra) En una onda reivindicativa cabe señalar el imprescindible Lenin reactivado. Hacia una política de la verdad, una edición de Slavoj Žižek, Sebastián Budgen y Stathis Kouvelaki, que incorpora trabajos de Alex Callinicos, Daniel Bensaïd y otros; lo editó Akal que antes lo había hecho con otra aportación de Slavoj Žižek, Repetir Lenin (Madrid, 2004). En un terreno más divulgativo se encuentra Lenin. El revolucionario que no sabía demasiado, de Constantino Bértol, que ha publicado la Catarata. Sin olvidar el libro de François Sabado, Lenin. Breve manual para romper con el capitalismo (Crítica Alternativa, 2012).

Quizás sean estas las mejores estatuas que se pueden erigir a Lenin.

19/12/2013

Notas

/1 Carr ha dedicado diversos perfiles tanto a Lenin como a Rosa (por ejemplo, en 1917: antes y después), pero, seguramente el historiador que más ha trabajado sobre las conexiones entre ellos, ha sido Georges Haupt, del que recomiendo recuperar, El historiador y el movimiento social (Siglo XXI, Madrid, 1986).

/2 Artículo originalmente publicado en The Listener, el 5 de febrero de 1959, incluido en Ironías de de la historia, Ed. Península, Barcelona, 1969. Se encuentra fácilmente en Internet.

/3 El verdadero Lenin, editado por Anaya & Mario Muchnik, 1996, con un prólogo de Manuel Vázquez Montalbán.

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