La meritocracia postula que deberían mandar los más capaces y que los más capaces debieran poder ascender a la cúspide independientemente de su extracción social. La primera proposición parece razonable a muchas personas, la segunda es evidentemente justa. El mundo es complejo, y en una serie de ámbitos, desde los juzgados hasta las cabinas de los aviones, la pericia parece no solo deseable, sino necesaria. Y si de veras queremos encontrar el mejor talento, entonces sin duda deberíamos asegurarnos de que todo el mundo tuviera la misma oportunidad de demostrar su valía, ¿o no?

Tratando de sacar lustre al postulado, muchos liberales bienintencionados predican el evangelio de la igualdad de oportunidades. Todas las personas deberían tener acceso, desde la infancia, a buenas escuelas, atención sanitaria y buenos modelos que les sirvan de guía, de manera que se pueda detectar los talentos ocultos y acompañarlos en su desarrollo. Esto no es nada más que el famoso sueño americano de trabajar duro para triunfar en la vida, aunque al haberse degradado el trabajo manual, eso del trabajar duro  ha acabado siendo eclipsado por el talento, sea innato o adquirido.

Sin embargo, originalmente la meritocracia no hacía referencia a algo bueno: el término lo acuñó el sociólogo Michael Young con ánimo de criticar a los Estados que habían abandonado el propósito de alcanzar una igualdad social real. La relectura de su libro, El ascenso de la meritocracia, nos ayuda a comprender por qué la igualdad de oportunidades merma el valor de la igualdad, y por qué nuestros derechos a una existencia digna no debieran depender de nuestros supuestos talentos.

Tenías un empleo

Miembro del Partido Laborista británico, Young fue coautor de “Let Us Face the Future” (Afrontemos el futuro), el manifiesto que propició la victoria del partido en la histórica elección de 1945. Aunque el gobierno resultante contribuyó de modo importante a la implantación del Estado de bienestar británico, Young observó que la administración de Clement Attlee empezaba a apartarse de la idea de la dignidad del trabajo y de la igualdad de todo el mundo para decantarse por el concepto de igualdad de oportunidades. Ya en 1944 se había implantado el examen eleven plus [once-plus] para determinar a qué modalidad de escuela secundaria se canalizaría a cada alumno y alumna (a partir de la edad de once años), prefijando en muchos casos su trayectoria en la vida. Al mismo tiempo, análisis recientes del ascenso de la clase gerencial habían anunciado una nueva era de especialistas y una jerarquía social basada en la primacía de la información.

En 1958, Young se dispuso a escribir su respuesta: una historia distópica de ficción científica que echa una mirada retrospectiva sobre su propio presente desde el año 2033. El narrador, un sociólogo de ficción, traza el desarrollo de un nuevo orden social, partiendo de la década de 1870. Cuenta cómo la nobleza y los privilegios (hereditarios) de que gozaba se habían desvanecido lentamente, sobre todo gracias a los esfuerzos del movimiento obrero. Sin embargo, tras la victoria laborista de mediados del siglo XX (es decir, en la época del propio Young), la igualdad alcanzada empezó a desmantelarse paso a paso, para sustituirla por una nueva división en clases. Ahora ya no eran los vástagos de familias ricas quienes ascendían automáticamente a la cúspide, sino los más listos, los que con ayuda de su capacidad intelectual merecían gobernar. Ya en el año 2033, nuestro sociólogo puede hablar de una ola de huelgas y disturbios de protesta contra este sistema, instigados por los llamados populistas.

La trama del libro se parece un poco al 1984 de George Orwell. Y del mismo modo que el libro de Orwell había acuñado nuevos términos que posteriormente pasaron a ser de uso común, como neolengua y Gran Hermano, el de Young introdujo el término meritocracia, compuesto de merito (del latín meritus, merecido) y krati (del griego kratein, gobernar). La gran diferencia estriba en la manera en que se utilizaron estas palabras recién acuñadas. Mientras que asociar a un rival político con el mundo de 1984 es evidentemente peyorativo, los políticos socialdemócratas y liberales pasaron a emplear la palabra meritocracia como si fuera una buena idea. De hecho, la lectura del libro de Young arroja sobre esta idea una luz mucho más lóbrega.

En la sociedad que retrata Young, todas las personas han de someterse a pruebas de inteligencia a lo largo de toda la vida: así, siempre tienes una oportunidad de ascender en la escala social si tu intelecto tarda en despertar, siempre que el examen lo demuestre. Por otro lado, no tienes derecho a quejarte por tu bajo salario o tu baja condición social si la prueba muestra que no eres suficientemente inteligente, así que estás donde te corresponde. Esta no era la sociedad a la que había aspirado el movimiento obrero cuando luchó por mejorar la educación y acabar con un sistema de privilegios heredados. Sus victorias les fueron arrebatadas y utilizadas con fines distintos cuando los llamados fabianos ganaron poder dentro del movimiento obrero. En efecto, de vuelta a la realidad, la Sociedad Fabiana se fundó en 1884 como organización socialista que no aspiraba a la igualdad absoluta, sino a “un nuevo orden social, basado en las capacidades humanas, que hay que construir a partir del caos total de la vieja sociedad”. En otras palabras: una meritocracia.

“Las diferencias de renta son ahora mucho mayores, y sin embargo hay menos conflictos que antes”, escribe nuestro sociólogo de ficción en 2033. Esto se debe en parte a que la riqueza y las ventajas de las personas cualificadas y dotadas parecen justas porque han trabajado para obtenerlas en vez de heredarlas, y en parte a que las nuevas diferencias entre ricos y pobres se dan en forma de ventajas para los ricos y no meramente en forma de sueldos más elevados. Paralelamente, el parlamento electo pierde fuerza a favor de técnicos, burócratas profesionales de la administración pública. El Partido Laborista y los sindicatos acaban aceptando, sin prisa pero sin pausa, este pacto.

No obstante, un pequeño grupo de personas todavía se aferran al principio de igualdad, tanto en términos de renta como de influencia: un grupo llamado populistas. Las líderes femeninas desempeñan un papel especialmente destacado en la revuelta, puesto que las mujeres inteligentes que adquieren un estatus elevado no dejan de ser víctimas del patriarcado. En este orden social supuestamente armonioso siguen estando sometidas a grandes presiones para que críen a sus propios hijos inteligentes y no los pongan en manos de sirvientes estúpidos. Así, se pide a mujeres que apenas están al comienzo de sus carreras que abandonen todo por lo que han estado esforzándose y se centren en su función de madres. El sociólogo de ficción de Young todavía concluye que esta nueva alianza de líderes feministas inteligentes y la izquierda obrera no durará mucho: después de todo, tienen intereses de clase diferentes.

Aunque el autor reconoce que le toca vivir en tiempos turbulentos, predice que la rebelión populista en curso se agotará: la sociedad está demasiado fijada en su rumbo y la clase obrera carece de liderazgo. Concluye su disertación sugiriendo que es probable que esta perspectiva se confirme en el congreso populista que tendrá lugar en Peterloo al año siguiente, y al que piensa asistir como observador. La nota al pie al final del libro cuenta a los lectores y lectoras que estaba equivocado: Peterloo generó tanto tumulto que el autor murió en la refriega, y esta tesis se publicaba póstumamente.

El monstruo que creó Young

Visto desde 2021, el libro de Young muestra una insólita capacidad de predicción. Anticipó que la abolición de una elite hereditaria, basada en un poder y una riqueza obtenidas por herencia, podía dar pie fácilmente a la creación de otra elite, que se sentiría tanto más legitimada para gozar de sus privilegios por el hecho de haberlos merecido. Young predijo asimismo que las décadas de 1960 y 1970 asistirían a un ascenso del radicalismo, un momento histórico para un avance de la izquierda. Pero esta no ganó y la sociedad resultó aún más dividida tras la contrarrevolución neoliberal que erosionó el bienestar universal y lo sustituyó por soluciones privatizadas que profundizaron la división entre las clases.

Young previó toda una serie de consecuencias negativas del dogma de la meritocracia: la derechización del movimiento obrero, el ascenso imparable del prestigio social del conocimiento y la inteligencia, la creciente desigualdad, la premura de tiempo para las mujeres que quisieran estudiar y también tener hijos y los privilegios de que gozaría la clase creativa incluso fuera del trabajo asalariado. Finalmente, Young predijo que la mayoría de las personas acabarían hartándose de que les dijeran que eran estúpidas y pensando que la igualdad les interesaba, decantándose a favor de los populistas. Pero lo que Young no previó fue el papel desempeñado por su distopia en este proceso. En contra de sus intenciones, la meritocracia sería asumida tanto por los políticos conservadores como por los socialdemócratas de todo el mundo, concebida como una visión positiva a la que la sociedad debería aspirar.

Dos famosos fabianos del mundo de no ficción, Tony Blair y Gordon Brown, en particular, se tomaron a pecho la meritocracia. Para Blair, la igualdad de oportunidades para todas y todos –una verdadera meritocracia– era una grandiosa visión cuando fue elegido primer ministro en 1997, resumida en el lema “educación, educación, educación”. Esto frustró a Young, y en un artículo de opinión publicado en 2001, titulado “Abajo la meritocracia”, expresó su frustración por la malinterpretación de su libro. Pidió a Blair que dejara de utilizar el término: “Es muy improbable que el primer ministro haya leído el libro, pero se ha agarrado a la palabra sin percatarse de los peligros que encierra su propuesta.” Young argumentó que no hay nada malo en dejar que las personas con determinados méritos prosperen; el problema surge cuando los llamados inteligentes y cualificados forman una clase superior propia y cierran la puerta a todas las demás.

Tal como predijo, la educación superior se ha convertido perversamente en el colmo del éxito, no solo prometiendo una buena vida a la gente inteligente, sino también tachando de perdedores a quienes no van a la universidad. “[La clase trabajadora] puede desmoralizarse fácilmente cuando se ve despreciada de modo tan hiriente por personas que han sabido montárselo bien. En efecto, en una sociedad que ensalza tanto el mérito es duro que te digan que no tienes ninguno. Ninguna clase subalterna ha sido desnudada moralmente hasta este punto”, escribe Young.

Gobierno de los expertos

La mayoría de las personas de mentalidad democrática dirán que su deseo es que las principales decisiones de la sociedad las tomen representantes electos. Aun así, pedir asesoramiento a personas expertas en un ámbito –por ejemplo, a abogados para escribir nuevas leyes– no supone una amenaza intrínseca para la democracia. Escuchar a gente que sabe mucho de un asunto dado es inteligente, pero los y las socialistas sostendrán que la experticia la tienen muchas más personas que las que ostentan un título universitario. Hay montones de conocimientos junto a las máquinas de una fábrica o en los pasillos de un hospital, por ejemplo. Aunque podemos estar de acuerdo en que tiene que haber cierta división del trabajo en el gobierno, como la hay en la sociedad, en las últimas décadas hemos asistido a un refuerzo mucho más profundo de los argumentos tecnocráticos a favor del gobierno de los expertos.

El margen de maniobra de los Estados nacionales se ve mermado por tratados internacionales, la jurisprudencia tiene cada vez más que decir en la política y a los partidos se les dice cada vez más a menudo que sus programas son irrealizables porque atentan contra reglas que se hallan fuera del alcance de la toma de decisiones democrática. Debido a esto, las diferencias entre derecha e izquierda se han reducido y, en muchos países, socialdemócratas y conservadores que antaño eran enemigos ahora  gobiernan en coalición.

Al mismo tiempo, el positivismo ha vuelto a ganar terreno intelectualmente, convirtiendo los dilemas políticos y económicos en problemas con una respuesta correcta y calculable, dejando de ser un asunto a debatir con distintas respuestas en función de la posición política de cada quisque. La verificación supuestamente neutral de los datos y la búsqueda de la verdad se han apoderado en parte de lo que solía ser un ámbito de debate público.

Movilidad social

La elite profesional es firme defensora de la meritocracia porque cree que garantiza a cada persona la posibilidad de ascender hasta la cúspide y además asegura que los y las mejores acaben situándose en el lugar que les corresponde. Pero no deja de preocuparles el hecho de que un sistema meritocrático se vea socavado por antiguos vestigios y, por tanto, aspiran a mejorarlo. Avances como la incorporación de las mujeres al mercado de trabajo y a la educación superior, así como las medidas encaminadas a atajar la discriminación racial y homófoba son, según el periodista Chris Hayes, sendas victorias que ayudan a meritocratizar la meritocracia.

El hecho de que un hombre negro pudiera ocupar la presidencia de EE UU (y de que una mujer casi lo consiguiera) muestra lo lejos que han llegado estas mejoras en las últimas décadas. Las corrientes progresistas afirman que esto inspirará a otras personas a hacer lo mismo. Es cierto que la elección de Barack Obama fue una importante victoria simbólica. Sin embargo, la enorme atención prestada a Obama e Hillary Clinton, en vez del cambio estructural a favor de amplios grupos de comunidades de gentes de color y mujeres, también muestra la debilidad de esta estrategia.

Como escribe Thomas Frank en su libro Listen, Liberal: “Hillary tiende a gravitar hacia una versión del feminismo que es sinónimo de meritocracia, en el sentido de que se interesa casi exclusivamente por las luchas de mujeres de alto nivel educativo por llegar tan lejos como su talento les permita.” En efecto, le interesaban menos los bienes universales por los que luchaba Bernie Sanders, como el aumento del salario mínimo y la baja parental pagada. Afirmaba que también estaba a favor de esto último, pero añadiendo que “no pienso que políticamente podamos conseguirlo ahora”.

El interés no se centraba en reducir las desigualdades, sino en asegurar que toda persona tuviera una oportunidad de alcanzar la cima. Pero también plantea otra cuestión: en una meritocracia, los mejores –expertos, profesionales– se encumbran en beneficio de todo el mundo, mas ¿quién decide qué cualidades deberían premiarse en una sociedad? Y ¿acaso quienes ya se benefician de la meritocracia no se verán tentados a premiar las cualidades que poseen ellos mismos? Todo indica que hacen justamente esto, dado, entre otras cosas, que el poder de este grupo ha aumentado paralelamente a la fuerte profundización de la desigualdad general.

Si la elite gobernante tomara decisiones neutrales y apolíticas en bien del conjunto de la población, entonces ¿por qué han sido únicamente los superricos en EE UU en beneficiarse del aumento de la productividad de la sociedad desde la década de 1970? Si de veras son “sirvientes del pueblo” que velan por los intereses de toda la ciudadanía, ¿cómo es que su dirección condujo a una situación en que las bonificaciones desembolsadas en Wall Street en 2014 doblaron la suma total de las pagas de toda la población trabajadora a jornada completa que percibía el salario mínimo en EE UU? Los números no son tan drásticos en mi país, Noruega, y otros países que cuentan con un movimiento sindical fuerte. Pero también aquí, partidos, empresas y expertos califican ciertas políticas que favorecen la desigualdad, como las rebajas de impuestos a los ricos y los recortes de las pagas en caso de baja por enfermedad, de neutrales y “basadas en criterios científicos”.

No queremos una verdadera meritocracia

El sueño de que una elite selecta y de alto nivel educativo debiera gobernar la sociedad es mucho más antiguo que el libro de Young. Por ejemplo, Platón creía que la democracia llevaría al poder a los estúpidos y en su lugar propuso una especie de dictadura de los filósofos. Hoy, votantes de muchos países han comenzado a decantarse por llamados populistas como Donald Trump, Rodrigo Duterte, Marine Le Pen y Jair Bolsonaro. Esto ha suscitado cada vez más cuestiones sobre si la democracia sigue siendo la mejor forma de gobernanza o si ha llegado el momento de implantar una verdadera meritocracia.

Esto no solo supone entregar más poder a burócratas y abogados, sino también, en concreto, cercenar la democracia. Es lo que se propone en el libro Contra la Democracia, publicado en 2016 y escrito por el influyente filósofo neoliberal Jason Brennan. Afirma que el electorado en las sociedades democráticas desconoce por completo las cuestiones políticas y a menudo es incapaz de exigir responsabilidades a los políticos. Por eso, las elecciones libres constituyen un asalto moral a la población, cuya suerte debería confiarse en su lugar a una epistocracia de los mejores y más brillantes. Las mismas ideas se plantean en libros como Democracy for Realists (2016) y The Myth of the Rational Voter (2007).

A medida que el conocimiento adquiere un estatus cada vez más alto y el retorno del positivismo presenta cada vez más la política como una ciencia de las respuestas correctas y erróneas, la pregunta que se plantean los meritócratas es: ¿Tienen la mayoría de las personas un conocimiento suficiente para tomar decisiones sobre nuestras sociedades complejas? ¿Han leído los programas electorales de los partidos, y si no lo han hecho, por qué permitirles que decidan nuestro destino? El filósofo noruego Morten Langfeldt Dahlback escribe que la meritocracia no tiene por qué “perjudicar el bienestar de los menos informados” porque “la mayoría de votantes [votan] basándose en lo que creen que favorece al bien común, y las personas con un alto nivel educativo se preocupan a menudo más de la justicia social que otras”.

Es esta una perspectiva extremadamente peligrosa, y carece de base en la experiencia histórica. Al contrario, cada vez que una pequeña elite se ha hecho con el control sin tener que rendir cuentas ante la mayoría, las desigualdades han aumentado drásticamente. De ahí que en Inglaterra en 1819 se congregara la gente en St. Peter’s Field, en Manchester, para exigir el sufragio universal en lo que pasó a la historia como la Masacre de Peterloo. De ahí que se produjeran la Revolución Francesa y la Revolución Rusa y todas las demás batallas libradas por las masas contra las elites gobernantes. No cabe duda de que esas elites estaban culturalmente más ilustradas que la mayoría de los y las rebeldes, pero en modo alguno esto condujo a una mayor justicia social.

Cuando hoy mucha gente apoya a quienes son calificados despectivamente de populistas, lo hace porque estos parecen tomarles en serio, o al menos hablan de la desigualdad que sufren, en vez de renegar de la acción por considerarla imposible. Si la respuesta a ello es privarnos del derecho al voto porque no estamos suficientemente bien informados, el resultado sin duda será aparatoso, pero no traerá una mayor igualdad.

En un artículo de 1872, el anarquista ruso Mijaíl Bakunin advirtió contra la obsesión por la verdadera meritocracia, un “reinado de la inteligencia científica, el más aristocrático, despótico, arrogante y elitista de todos los regímenes”. Si a quienes tienen un alto nivel educativo se les diera vía libre para gobernar en virtud de sus cualidades superiores, según Bakunin crearían “una nueva clase, una nueva jerarquía de científicos y académicos reales y falsos, y el mundo se dividiría en una minoría que gobierna en nombre del conocimiento y una inmensa mayoría ignorante”. Y entonces, añadió, “¡ay de la masa de ignorantes!” Este será nuestro destino si damos por buena la afirmación de los poderosos de que están ahí porque son los que saben hacerlo mejor.

23/04/2021

https://jacobinmag.com/2021/04/rise-of-the-meritocracy-michael-young

Traducción: viento sur

Ellen Engelstad es licenciada en literatura comparada por la Universidad de Oslo y editora de la revista digital de izquierda Manifest Tidsskrift.

 

 

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