[Este artículo forma parte de un nuevo monográfico de OMAL (Observatorio de Multinacionales en América Latina) en el que se pretende radiografiar algunas de las principales transformaciones que se están produciendo en el seno del capitalismo y de las grandes empresas que lo protagonizan, al mismo tiempo que se sistematizan las nuevasformas de resistencia popular que se han ido pergeñando en los últimos
tiempos.]

A menos de un año del inicio de la pandemia, vemos cómo el COVID-19 ha hecho de disparador de múltiples crisis que ya estaban latentes, convirtiéndose así en lo que Ramonet llama “hecho social total, en el sentido de que convulsiona el conjunto de las relaciones sociales, y conmociona a la totalidad de los actores, de las instituciones y de los valores”.

La pandemia acelera y saca a la luz una crisis sistémica conformada como una cadena con múltiples eslabones: desde la volatilidad financiera y las consecuencias de los sucesivos cracks económicos, hasta la destrucción de los ecosistemas, el calentamiento global, la crisis de las energías fósiles, la crisis de los cuidados, las migraciones y los ataques a los derechos humanos. Así como los impactos del modelo agroindustrial o la privatización de la salud, que son otro eslabón de la cadena de dominación que la pandemia ha desvelado.

El Covid-19 como acelerador de una crisis integral

La vida misma es la que está en juego, por tanto, y no solo por la virulencia del coronavirus, sino por las dinámicas propias de un capitalismo que choca con sus propios límites y con los del planeta, buscando nuevas formas de sobrevivir a cualquier precio. Además, como afirma Breno Bringen, “la imprevisibilidad y la inestabilidad pasan a ser la regla y eso se refiere no solo a la mayor volatilidad ante amenazas, sino también a la propia dinámica de las fuerzas políticas y del capitalismo contemporáneo”.

Así, vemos como la pandemia dispara el miedo a la muerte y la enfermedad; amplía la desigualdad y la deuda; consolida la feminización de los cuidados; prioriza la actividad empresarial frente a la salud; extrema el autoritarismo, el control social y el desprecio por las trabajadoras esenciales; consolida el feudalismo social y generaliza la extensión de las fronteras como lógica física y simbólica –en forma de muros– que separa a las personas enfermas y contagiadas, pobres y racializadas, de los ricos, sanos y blancos.

Pero también expone la fragilidad del modelo económico global y la insostenibilidad de un modelo basado en cadenas de producción globales, en una producción ligada a la rentabilidad en vez de a las necesidades humanas y que empuja a los habitantes del planeta a vivir cada vez más hacinados en ciudades alejadas de los espacios de producción de alimentos. Vandana Shiva lo ilustra perfectamente con la imagen de millones de personas caminando 500, 800 kilómetros para volver a sus hogares: “habían sido convencidos de que no había ninguna razón para producir alimentos, para vivir en el campo. Pero tras 25 años de libre mercado, globalización y des-ruralización, las ciudades les demostraron de la peor manera que no podían contenerlos ni a ellos ni a nadie. Que sobraban”.

Ante este escenario, corremos el riesgo de que la pandemia se convierta en la excusa perfecta para imponer una nueva doctrina del shock que legitime políticas neoliberales cada vez más autoritarias y violentas y allane el camino a una nueva oleada de privatizaciones y pérdida de derechos. Así como el peligro de que nos empuje hacia un repliegue nacional que favorezca espacios neofascistas y extienda la pedagogía de la sumisión y el control social.

Necesitamos construir otras salidas. Tejer alternativas que no dependan de unos mercados globalizados que ya han demostrado su vulnerabilidad, ni de salidas hacia adelante que profundicen la crisis ecológica y de cuidados en la que estamos inmersas. Frente a las crisis múltiples, planteamos resistencias y alternativas basadas en el arraigo, como una forma de reconocer los vínculos que nos atan a otras personas y al conjunto del ecosistema; así como estrategias que nos permitan recuperar la capacidad de gobernarnos y acercar la toma de decisiones a nuestros espacios cotidianos. Todas estas propuestas deberán basarse en la articulación entre luchas diversas, entre espacios locales y redes globales, para frenar al poder corporativo e impedir que siga adueñándose de bienes comunes, servicios públicos y territorios.

A continuación, planteamos algunas de las claves que consideramos fundamentales para sentar las bases de cualquier iniciativa alternativa o espacio de articulación frente al poder corporativo y al sistema que lo sostiene. Se trata de parámetros a nuestro entender estratégicos para plantear una disputa en condiciones en ámbitos hoy en día fundamentales como los trabajos emancipados, la defensa del territorio y la transición ecosocial, los circuitos cortos y la relocalización económica, los servicios públicos y comunitarios, así como la defensa de la democracia y los derechos humanos frente al neofascismo.

Claves para una coyuntura crítica e incierta

Nuestra primera clave es la vigencia de un enfoque de resistencia. Resistir no quiere decir aguantar como podamos, sino construir estrategias que frenen al poder corporativo y el neofascismo. Requiere responder con prácticas radicales y fortalecer discursos de resistencia, también hacia dentro de las organizaciones, que generen cohesión interna.

Además, implica una forma de vida. Supone vivir sin aceptar las lógicas capitalistas, fascistas y racistas, contratacando con pedagogía y redes de apoyo mutuo y de afectos para expulsar el miedo de la vida cotidiana, lo que da lugar a la continua movilización con “cabeza”. Un ejemplo es la estrategia de expulsión de la extrema derecha de Creta. Como explican activistas antifascistas de la isla: “nuestra filosofía es no permitir a la extrema derecha ocupar el espacio público, unir a toda la gente posible –padres, profesores y estudiantes, intentamos hacer entender a Amanecer Dorado que sus ideas no tienen lugar en nuestra región. Y así fue como ganamos". Las expresiones de resistencia no son hechos aislados, se multiplican por todo el planeta. Desde la protesta en Hungría ante la ley de esclavitud, pasando por las protestas en Serbia por la democratización, los 150 millones de personas trabajadoras en la India en huelga, los pensionistas en Euskal Herria, las huelgas generales globales del movimiento feminista o millones de estadounidenses que participan en nuevos movimientos de protesta contra el presidente Trump.

Una segunda clave es la radicalidad. Esta implica propuestas firmes, tajantes, dirigidas a la raíz, llenas de confrontación democrática, lo que implica un camino más lento en la transformación, pero sin concesiones en los temas fundamentales. No hay que construir alianzas con quienes han generado las causas del surgimiento del neofascismo y han provocado el apuntalamiento del modelo. Hay que reconstruir la izquierda, apostar por transiciones ecosociales y feministas que busquen un equilibrio entre mejorar la vida cotidiana de la gente y una dirección contra sistémica. No podemos permitirnos seguir obviando la raíz de las desigualdades, la crisis ecológica, la profunda crisis civilizatoria o la crisis de los cuidados.

Una tercera clave complementaria es la de asumir una lógica de proceso. Implica profundizar en la tesis zapatista: no son tiempos de gobernar, son tiempos de caminar resistiendo como estrategia. Esto no quiere decir que no haya que experimentar en el terreno político-institucional, ni reconocer la importancia de las políticas públicas y de la gestión progresista de las mismas. Pero son tiempos donde el Estado como garante del bienestar colectivo se encuentra en una profunda crisis y la única forma de garantizar vidas dignas es con transformaciones profundas de corte anticapitalista. Por tanto, en un momento en el que la farsa del estado del bienestar ha quedado al descubierto (ya no es el espacio de canalización de demandas sino un espacio de autoritarismo y como mucho un muro poroso de contención de los estragos del capitalismo), estamos obligadas a construir alternativas que no necesariamente dependan del Estado, que puedan resistir sus embates y que consigan utilizarlo cuando sea necesario.

En coherencia con la perspectiva de proceso, una cuarta clave consiste en la idea de transición. Hay que crear desde la pedagogía popular un marco de referencia donde nuestras propuestas sean “digeribles” y “amables”. Hay que adecuarlas a la realidad con caminos llenos de “transiciones”. Proponer planes, procesos, vías de transformación, etc., lo que supone construir caminos hacia dónde dirigirnos. Implica, también, pactar, negociar y proponer transiciones y alternativas puntuales.

No obstante, hay propuestas sin transiciones posibles, blanco o negro. Por ejemplo, ¿Hay propuestas de integración de las empresas transnacionales? En ningún caso. Caben temporalmente controles normativos, pero el discurso y la estrategia deben caminar hacia su desaparición, ya que el objetivo de maximización de beneficios de las empresas transnacionales nunca será compatible con la defensa de una vida digna.

Continuando con nuestro marco de claves políticas para enfrentar este convulso contexto, apostamos en quinto lugar por la desobediencia. Si tenemos en cuenta la historia de los movimientos sociales vemos como la desobediencia civil es una de sus señas de identidad. Todos los movimientos la han utilizado para la consecución de derechos: el sufragismo, el movimiento obrero, el antirracismo, antimilitarismo y las múltiples prácticas cotidianas de desobediencia civil. Desobedecer a las normas injustas es un derecho y un deber, y más, en contextos autoritarios y neofascistas. Además se convierte en una forma de legítima defensa ante contextos de violencia sistemática. La nueva fase del modelo corporativo requiere prepararse para la represión, aprender a resistir y desobedecer como ejercicio colectivo, apostando por la no violencia como eje central. Algunos ejemplos recientes de desobediencia civil son el acto de desobediencia en Londres contra el colapso ecológico y la consiguiente aparición de la campaña Extinción Rebelión, junto a las expresiones de redes de apoyo a las personas migrantes, la solidaridad entre mujeres y personas LGTBI o campesinas.

En sexto término, la solidaridad se convierte también en valor. La solidaridad entre movimientos sociales es de “ida y vuelta”, y requiere construir agendas comunes contra el enemigo común. Hay que fortalecer experiencias contrahegemónicas que vayan más allá de los proyectos clásicos de cooperación internacional, lo que implica planificar intervenciones en el ámbito local, nacional e internacional. Así como plantear nuevas estrategias de articulación entre luchas locales y globales, que nos permitan dar respuestas globales sin perder el arraigo. Un espacio de experimentación de este nuevo internacionalismo es, como decíamos, el movimiento feminista. Como recoge el manifiesto Más allá del 8 de marzo: Hacia la Internacional Feminista: “El nuevo movimiento feminista transnacional es impulsado desde el Sur, no solo en un sentido geográfico sino en un sentido político, y se nutre de cada territorio en conflicto. Esta es la razón por la cual es anticolonial, antirracista y anticapitalista.” y añaden “el movimiento feminista está también redescubriendo el significado de la solidaridad internacional y la iniciativa transnacional […] frente a una crisis global de dimensiones históricas, las mujeres y las personas LGBTQ+ nos estamos levantando con el reto de articular una respuesta global”.

Continuamos nuestra enumeración de claves con la apuesta por el activismo. La coherencia es un valor imprescindible, donde los discursos y las prácticas se reconozcan, donde, como dice el feminismo, “lo personal sea político”. Todos los valores de transformación radical de la sociedad requieren manejar con mucha precisión el compromiso militante, la necesidad del cuidado personal y el cuidado entre compañeros y compañeras de militancia, junto al cuidado de las organizaciones. Es cierto que el modelo neoliberal complica la vida cotidiana y el manejo de los tiempos, y que la precariedad provoca que en la jerarquía de valores de la gente esté en primer lugar garantizar las necesidades básicas. A partir de aquí, las personas tienen dificultades importantes para participar en movilizaciones concretas y mucho más para incorporarse a la exigencia cotidiana de activismo en los movimientos sociales. Ahora bien, este es un problema que transciende a los movimientos sociales, afectando a todas las organizaciones.

Y desde luego su complejidad no pasa por políticos profesionales y “liberados y liberadas” de las organizaciones a tiempo completo. En cualquier caso, la llegada del autoritarismo neoliberal nos coloca en un escenario muy diferente, donde sobrevivir va a conectarse con la dignidad de los seres humanos y donde el compromiso militante va a estar unido a la ética radical y a nuevos proyectos de vida cotidiana ante las nuevas formas de expolio neofascista.

Supeditar el activismo a los intereses personales, es un lujo que va a dejar de ser posible. La esperanza vacía/líquida y la desesperación como coartadas de la inacción, no tienen lugar en la confrontación contra el poder corporativo. Como afirma Rendueles: queremos que las transformaciones sociales sucedan sin hacer fuerza, sin activismo y sin herramientas que los impongan. “La emancipación en profundidad no se puede dar en relaciones sociales líquidas e individualistas. En los últimos tiempos los movimientos sociales han popularizado la idea del 99% frente al 1%, como si una amplísima mayoría social compartiera intereses objetivos y el cambio político pudiera ser un proceso consensual y sin conflictos”. Pero, cualquier transformación requiere conflicto, costes, riesgos colectivos y apoyos mutuos.

Finalmente, cerramos nuestro marco de claves con una octava, la interseccionalidad. La homogeneidad de la clase obrera es una categoría quebrada. Hay que sumar sujetos y evitar que en las redes contrahegemónicas se universalicen las formas de resistencia del trabajador blanco y europeo. La izquierda debe asumir la interseccionalidad entre clase, raza y sexualidad o identidad y reconocer las diferencias cualitativas (vida o muerte) y cuantitativas, en cuanto a condiciones y formas de represión, de las luchas en el norte y el sur. Como afirma Justa Montero, la interseccionalidad es lo que “permite hablar de un feminismo anticapitalista y antirracista que no entiende la diversidad como una suma de identidades particulares, ni como una excusa para establecer jerarquías de opresiones, sino que intenta comprender cómo operan esas jerarquías sociales sobre las condiciones materiales de vida y la subjetividad de las mujeres”.

 

Juan Hernández Zubizarreta y Júlia Martí Comas, investigadores del Observatorio de Multinacionales en América Latina (OMAL) – Paz con Dignidad.

 

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