Los presos políticos no somos la visualización de ninguna derrota”, Jordi Cuixart

Sólo hay futuro desde la disidencia”, Jesús Ibáñez

“¿Cómo se resocializa a una sediciosa independentista? ¿Cómo se ‘cura’ penitenciariamente a una autora por convicción? ¿Con un tratamiento consistente en el visionado de documentales sobre nuestra común y bella patria hispana?”. Estas eran algunas de las preguntas que muy acertadamente se hacía el penalista Manuel Cancio en El País el pasado 24 de julio a raíz del auto de la sala segunda del Tribunal Supremo que revocaba las salidas semanales de prisión de la ex presidenta del Parlament de Catalunya, Carme Forcadell.

A esa decisión han seguido otras que afectan a presos políticos catalanes. Todas ellas son consecuencia del reciente cambio de doctrina del TS que fija que un recurso de la Fiscalía será suficiente para suspender la aplicación de cualquier elemento que contribuya a la excarcelación de los presos, sea el 100.2 (que antes correspondía resolver a la Audiencias Provinciales y ahora al TS) o el tercer grado. Este último ya ha sido suspendido a todos los presos políticos catalanes excepto, por el momento, a Carme Forcadell i Dolors Bassa.

La excusa es, ni más ni menos, que para acogerse a esos beneficios se les debe obligar a participar en un “programa de reeducación” que les lleve a reconocer que cometieron un delito de sedición. Un delito anacrónico que se sacó de la manga el TS haciendo una interpretación forzada del mismo y que no existe ya en ningún país que se diga democrático, como no deja de recordar, entre otros, Javier Pérez Royo.

Se aduce también que no se ha visto muestra de arrepentimiento en estos presos por sus discursos recientes, en los que siguen defendiendo su firme convicción de querer seguir luchando por la independencia, por el derecho a decidir y por la legitimidad de la desobediencia a leyes y sentencias injustas. Un arrepentimiento que, por cierto, como ha denunciado recientemente David Fernández, no se exigió a los golpistas del 23F Armada y Milans del Bosch.

Así que nos encontramos de nuevo ante el absurdo de un Estado que pretende tratar a las personas condenadas por el procés como delincuentes comunes por unos comportamientos de carácter político que podrían ser calificables como actos de desobediencia frente a unas decisiones judiciales basadas en una determinada –y muy discutible- interpretación de la legalidad vigente. Pero, ¿no fue el TS el que a propósito de otro juicio, el del Sumario 18/98, reconoció en su sentencia de 2009 que “la desobediencia civil puede ser concebida como un método legítimo de disidencia frente al estado, debiendo ser admitida tal forma de pensamiento e ideología en el seno de una sociedad democrática”?

Si se trata de un conflicto político, como quedó evidenciado a lo largo del juicio, ¿cómo se puede sostener desde la fiscalía que estos dirigentes políticos y sociales no han seguido una terapia acorde a los delitos cometidos que permita apreciar una progresión y una “verdadera asunción” de los hechos y de su culpabilidad? ¿Cuál debería ser esa terapia? ¿Tienen que renunciar a su libertad de opinión y a disentir de la condena sufrida?

Volviendo a otra pregunta que se hacía Manuel Cancio, ¿cuenta el Tribunal Supremo con un máster de procedimientos constitucionalmente lícitos, ilícitos y delictivos en el ejercicio de cargos políticos? Parece claro que no, por lo que no faltan razones para denunciar como un castigo añadido y una venganza la decisión del TS, cuyo papel dentro de la guerra jurídica emprendida en conjunción con el aznarismo deja poco espacio para la duda sobre su parcialidad.

Teniendo en cuenta que el referéndum había sido despenalizado en la reforma del Código Penal de 2015, ¿no habría sido más lógica otra opción distinta de la represiva por parte del Estado español ante el referéndum del 1 de octubre de 2017? La misma que adoptó ante la consulta participativa del 9 de noviembre de 2014 en Catalunya, por ejemplo: no oponerse mediante la violencia a que se celebrara. O, como recuerda en Un haz de naciones Xavier Domènech, la que adoptó el Estado italiano ante el referéndum que convocó la Liga Norte el 25 de mayo de 1997 y en la que participaron 4,8 millones de personas: no hacer nada.

Si no ocurrió así el 1-O de 2017 y el Estado español optó por la vía represiva fue sin duda por motivos políticos, por su firme disposición, como luego pudimos comprobar con el discurso de Felipe VI dos días después, a imponer por la fuerza su concepción de la unidad del Estado, o sea, su idea de la unidad de España como meta-derecho, por encima de la reclamación de una amplia mayoría de la sociedad catalana del derecho a decidir su futuro. El resultado fue evidente: pese a que la declaración de independencia no llegó a aplicarse luego, la vía represiva fracasó en Catalunya e internacionalmente y ha conducido a una crisis de legitimidad del Estado, con la monarquía a la cabeza, en esa Comunidad.

No será, por tanto, con la defensa cada vez más fundamentalista de la legalidad constitucional como desde el Estado se logrará resolver el conflicto político que ha llevado a la existencia de presas y presos políticos catalanes. Sobre todo cuando, además, esa doctrina sigue dando muestras de que trata al independentismo como enemigo, sin reparo alguno para apoyarse en la guerra sucia contra el mismo. Lo hemos vuelto a comprobar con el escándalo descubierto ahora del espionaje contra el president del Parlament, Roger Torrent, y otros cargos públicos en abril de 2019, precisamente cuando en la dirección del CNI estaba Félix Sanz Roldán, encubridor de los negocios del injustamente inviolable rey emérito y ahora ascendido como consejero de una gran empresa como Iberdrola.

Tampoco creo que haga falta recordar la lista de peticiones de puesta en libertad procedentes de organizaciones e instituciones internacionales para las y los dirigentes políticos y sociales encarcelados. Así que urge acabar con esta situación injusta si realmente desde el gobierno de coalición PSOE-UP, que puede contar con una mayoría parlamentaria para ello, hay voluntad efectiva de entrar en una nueva fase de diálogo en torno a la resolución democrática de este conflicto y, más allá, de la crisis nacional-territorial que afecta al conjunto del Estado.

Jaime Pastor es editor de viento sur y miembro de Madrileñ@s por el derecho a decidir

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