[Este texto es el prólogo a la tercera edición francesa de su libro Le choc des barbaries (en castellano Gibert Achcar, El choque de barbaries: terrorismo y desorden mundial. Icaria. 2007). Fue escrito antes de las elecciones presidenciales francesas]

Tras el annus horribilis que conoció Francia en 2015 con los atentados de enero y de noviembre, 2016 acaba con la amarga impresión de un annus horribilis mundial. Júbilo de la derecha xenófoba europea con motivo del Brexit, 14 de julio sangriento en Niza y nuevo empuje de la islamofobia, elección del demagogo ultrarreaccionario Donald Trump a la presidencia de los Estados Unidos, martirio de Alepo en Siria, triunfo de Vladimir Putin: motivos de sobra para suscitar una profunda nausea, con el sentimiento de pesadilla de vivir una versión renovada del periodo de entreguerras del siglo pasado.

Fue en los albores del siglo presente, tras los atentados del 11 de septiembre de 2001, cuando fue redactada la primera edición de este libro. El diagnóstico-pronóstico que traducía el título puede ser resumido de la siguiente forma: la conjunción de los efectos sociales devastadores del neoliberalismo con la avaricia imperialista manifestada por los Estados Unidos tras su triunfo en la Guerra fría ha creado un terreno abonado para una nueva liberación de las tendencias bárbaras inherentes a cada espacio cultural y contenidas durante los primeros decenios posteriores a 1945. Se ha puesto en marcha una dialéctica reaccionaria, en la que las barbaries opuestas se refuerzan mutuamente enfrentándose, en la que la barbarie de los poderosos atiza la barbarie asimétrica de los débiles.

Desgraciadamente, en el curso de la quincena de años que han pasado desde entonces, este choque de las barbaries no ha dejado de agravarse. La rapacidad imperial de la administración de George W. Bush dio libre curso a la barbarie de la soldadesca que actuaba bajo su control. Permitió al mismo tiempo a la barbarie terrorista de Al Qaeda implantarse en Irak y fundar allí el precursor del abominable Estado Islámico, que logró, en 2014, tomar el control de una amplia extensión de territorio en Irak y en Siria en reacción a la barbarie del régimen sirio y de las fuerzas regionales manipuladas por Irán.

Paralelamente, esta quincena de años ha visto la emergencia de una Rusia neozarista dirigida por Vladimir Putin, cuyo cinismo machista y brutal suscita la admiración de toda la gama de las derechas populistas y nacionalistas, de Silvio Berlusconi a Marine Le Pen pasando por Donald Trump, François Fillon, Beppe Grillo, Nigel Farage, Viktor Orban, Benjamin Netanyahu, Recep Tayyip Erdogan, Rodrigo Duterte, y muchos otros de la misma calaña o incluso peor 1/ . En el colmo de esta erupción reaccionaria planetaria, los Estados Unidos, en otro tiempo último recurso contra el nazismo, han elegido para su presidencia al dirigente más imprevisible y más inquietante nunca llegado a la cabeza de una gran potencia mundial desde Adolf Hitler. Y si, por una singular inversión histórica, es hoy la Alemania de Angela Merkel quien encarna el “centrismo” y la “moderación” en la política mundial, no constituye desgraciadamente un contrapeso frente al giro de la hiperpotencia americana a fondo hacia la derecha, por no hablar de la precariedad de la situación en la propia Alemania.

Frente a esta reacción planetaria a contrapelo del proceso civilizacional de larga duración y de los valores de los que ha sido portador -cosmopolitismo, liberalismo político, feminismo, antirracismo, igualdad de género- ¿qué significa este grado último de la barbarie terrorista desplegada en nombre de una interpretación mortalmente exclusiva del islam que es el Estado Islámico? Desde el punto de vista de la historia, el papel principal que habrá jugado será haber sido un formidable catalizador de las barbaries opuestas, muchísimo más poderosas. Cuando llegue la hora del balance, la barbarie del Estado Islámico habrá servido sobre todo de valedora para el auge del conjunto de las corrientes del continuum situado a la derecha del tablero político mundial, la mayor parte de las cuales se nutren de la islamofobia.

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La banda criminal del Estado Islámico es, ante todo, una reacción imaginada por parte de algunos miles de individuos al sentimiento de aplastamiento y de opresión de diversas categorías de musulmanes: iraquíes sunitas exasperados por el gobierno confesional chiíta sometido a Irán que les ha legado la ocupación americana de su país; sirios sunitas aplastados por la extrema barbarie del régimen del clan Assad, apoyado por Teherán y Moscú; jóvenes tunecinos y de otros países decepcionados por el aborto del levantamiento árabe, que encuentran en la barbarie del Estado Islámico una válvula de escape a su frustración y un medio de evadirse de un día a día compuesto de paro y de miseria; jóvenes franceses o británicos u otros europeos, fruto de la inmigración musulmana y furiosos por la experiencia de una precariedad social envenenada por un racismo antimusulmán que hunde su raíces en el legado colonial; jóvenes inmigrantes originarios de países mayoritariamente musulmanes y confrontados al mismo racismo, tanto más virulento cuanto que su objetivo está menos asimilado. Todos odian a los Estados Unidos así como a Francia y Gran Bretaña y otros países occidentales implicados en las guerras llevadas a cabo en tierras del islam, tanto en Medio Oriente como en África, a un lado u otro del Sáhara.

Frente a esta colosal adversidad, hay una franja que da el paso, atraída por la perspectiva seductora de cambiar el estatus de paria sometido a las humillaciones de los representantes de la autoridad y frustrada por no poder procurarse según sus deseos los signos exteriores de pertenencia a la sociedad de sobreconsumo (excepto mediante el robo y los riesgos asociados), por el de participante en una autoridad tanto más embriagadora por cuanto que está desatada (la otra opción que se les ofrece para acceder a una parcela de poder es su entrada en la policía, cuya acción está restringida y enmarcada en la mayor parte de los estados). La ilusión así adquirida de un micropoder sin límites fascina incluso a no musulmanes que se convierten al islam. El atractivo de esta evasión al integrismo islámico está considerablemente reforzado para los jóvenes machos por la legitimación ideológica que concede para una dominación sexual sin trabas, incluso la perspectiva de acceso a la servidumbre sexual con que hábilmente les tienta el Estado Islámico.

Para otros, en búsqueda de aventuras más excitantes y más extremas aún, es la perspectiva de estallar -combinando los dos sentidos de este término en francés- la que ocupa el primer lugar. Opción fatal que implica la autoaniquilación y por tanto una determinación a toda prueba, atrae a un número forzosamente mucho más restringido, pero sin embargo suficiente para perpetrar masacres espectaculares. Es el caso de los ejecutores de las operaciones del Estado Islámico en tierras de Occidente, cuya psicología corresponde a la que es descrita en este libro 2/ .

La “dicha extática” de su evasión mortal es una satisfacción inmediata que se añade a la perspectiva de una estancia ilimitada en el paraíso celeste según una apuesta pascaliana 3/ común a quienes toman este camino sin vuelta atrás que es la adhesión a uno de los avatares del terrorismo islámico. Su apuesta es sin embargo bastante más arriesgada que la de Blaise Pascal: para que ganaran la apuesta, no solo sería necesario que Dios existiera, sino también que aprobara la interpretación muy particular y muy minoritaria de la religión islámica de su organización. De otra forma, sería ciertamente más de su interés que no hubiera ni más allá, ni juicio final.

Creer que la perspectiva del acceso al paraíso constituye la motivación primera del paso al acto suicida de los reclutas del terrorismo integrista, más que una apuesta subsidiaria, es confundirlos con místicos o “locos de Dios” -lo que no son en su gran mayoría. Es también atribuir a la racionalidad religiosa de su compromiso bastante más importancia de la que tiene en realidad. Lo mismo ocurre con todas las doctrinas irracionales respecto a la ideología humanista planteada por la larga duración de la historia: el atractivo razonado de las grotescas elucubraciones ideológicas anti-Ilustración de un Adolf Hitler habría sido muy limitado sin el culto del odio y la fascinación de la violencia que hábilmente cultivó y puso en escena en circunstancias históricas y sociales propicias para el eretismo político. El Estado Islámico ha comprendido esto perfectamente: como han subrayado al unísono los observadores, ha llevado la propaganda terrorista totalitaria a un alto grado de sofisticación con la puesta en escena macabra, así como con la producción de imágenes y su difusión. Son el culto al odio y la fascinación por la violencia lo que constituyen las principales claves del reclutamiento del terrorismo islámico, tanto en tierras del islam como en Occidente.

Ahora bien, odio y violencia no se desarrollan en el vacío como por generación espontánea: necesitan siempre circunstancias agravantes. Cuando se encuentran al principio de una “estrategia del débil al fuerte”, del oprimido al opresor (o más exactamente de miembro de la categoría oprimida a miembro de la categoría de los opresores), su intensidad es proporcional a la del sentimiento de vejación y de injusticia que las sustentan. La barbarie de Al Qaeda estaba directamente salida, en el origen, del encuentro entre la barbarie a bastante mayor escala de la ocupación soviética de Afganistán, la cultura oscurantista propagada por el reino saudita y la dictadura militar pakistaní apoyada por los Estados Unidos. Se ha alimentado posteriormente con el intenso resentimiento provocado por el embargo criminal impuesto a Irak tras el asalto devastador lanzado por los Estados Unidos en 1991. Ha sido llevada a una nueva cumbre por la ocupación americana del mismo Irak a partir de 2003 y luego al colmo por la extrema barbarie del régimen sirio apoyado por Irán y sus auxiliares.

La barbarie directamente inspirada por los rivales totalitarios Al Qaeda-Estado Islámico ha asolado Francia de forma particular y espectacularmente mortífera desde enero de 2015. La relación de esta triste singularidad con la larga y muy brutal historia colonial de Francia en África y las consecuencias sociales, políticas y culturales de decenios de explotación y de segregación en Francia de la mano de obra barata proveniente del mismo continente, es tan evidente como la relación de las “revueltas de las barriadas” de 2005 en Francia con los mismos hechos. En un momento fugaz de lucidez política del que se retractó rápidamente, el propio Manuel Valls, entonces Primer Ministro, estableció la relación, el 20 de enero de 2015, entre los terribles atentados de París y la condición de las poblaciones procedentes de la inmigración africana que describió con justeza como un “apartheid territorial, social, étnico”.

Agravado por las humillaciones de los aparatos represivos, este apartheid ha constituido el terreno abonado en el que los rivales totalitarios han llegado a reclutar voluntarios, sin gran dificultad para convencerles de que Francia estaba en guerra contra el islam, vistas las aventuras militares llevadas a cabo en Libia, Mali, Siria y en Yemen por un François Hollande preocupado por compensar su imagen de personaje anodino abusando del gatillo. Esta notable propensión a disparar estrechamente ligada a las proezas de mercader de cañones del mismo Hollande, bajo cuya presidencia ha habido un aumento impresionante de las exportaciones francesas de armas, igual que un armero dispuesto a cerrar los ojos ante los antecedentes penales de sus clientes, entre los que destacan las monarquías petroleras del Golfo y el Egipto del general Sissi.

Y todo lo que el equipo socialista Hollande-Valls-Cazeneuve ha encontrado que podía hacer para solucionar las consecuencias de su catastrófica gestión de Francia en todos los terrenos -económico, social, educativo, securitario y militar-, ha sido preparar el terreno para el deslizamiento de Francia totalmente a la derecha, anunciado por los sondeos. Creían quizá exorcizarlo tomándole la delantera. ¿No habían actuado así sus camaradas del Partido Socialdemócrata de Alemania en la Alemania weimariana? Es lo que recordaba Giorgio Agamben a finales del año 2015:

El Estado de Emergencia es justamente el dispositivo por el que los poderes totalitarios se han instalado en Europa. Así, en los años que precedieron a la toma del poder por Hitler, los gobiernos socialdemócratas de Weimar habían recurrido tan a menudo al Estado de Emergencia (estado de excepción como se le denomina en alemán), que se pudo decir que Alemania había dejado de ser, antes de 1933, una democracia parlamentaria.

Ahora bien, el primer acto de Hitler, tras su nombramiento, fue el de proclamar un Estado de Emergencia, que jamás fue revocado. Cuando algunos se extrañan de los crímenes que pudieron ser cometidos impunemente en Alemania por los nazis, se olvidan de que esos actos eran perfectamente legales, pues el país estaba sometido al Estado de Excepción y las libertades individuales estaban suspendidas.

No se ve porqué semejante escenario no podría repetirse en Francia: puede imaginarse sin dificultades un gobierno de extrema derecha que se sirva para sus fines de un Estado de Emergencia al que los gobiernos socialistas han habituado ya a los ciudadanos. En un país que vive en un Estado de Emergencia prolongado, y en el que las operaciones de policía sustituyen progresivamente al poder judicial, se puede esperar una degradación rápida e irreversible de las instituciones públicas” 4/ .

Es aún demasiado pronto para tomar toda la medida del deslizamiento mundial que representa la elección de un Donald Trump a la presidencia de los Estados Unidos. Señalemos sin embargo que en el momento de escribir este prefacio, más de un mes antes de su investidura, Trump ya ha desengañado a quienes han intentado consolarse persuadiéndose de que iba a actuar como “presidenciable” una vez elegido -precisamente cuando es actuando de forma radicalmente contraria como ha logrado hacerse elegir (por una minoría del electorado americano, es cierto). No se ha dejado de subrayar que, en 1933, muchos quisieron creer igualmente que el delirio verbal de un Hitler iba a dejar su lugar a una actitud más razonable bajo el efecto mágico del endoso del traje de canciller de la república de Weimar.

El eje Alemania-Italia-Japón de los años 1930 estaba compensado por los Estados que iban a constituir las Naciones Unidas en 1942: los Estados Unidos, Gran Bretaña y la Unión Soviética. Ciertamente, el curso de la historia está lejos de ser tan trágico, pero las perspectivas son muy preocupantes pues, esta vez, el eje reaccionario en gestación comprende los Estados Unidos y Rusia, las dos principales potencias militares mundiales mientras que un fuerte viento de derechas sopla en los estados europeos y Japón. Felizmente no hay una tercera guerra mundial perfilándose en el horizonte, pero es porque la configuración del enfrentamiento planetario que se anuncia es diferente. Es revelada por las diatribas de Trump contra los mejicanos, los chinos y los musulmanes. El nuevo eje reaccionario mundial parece destinado a implicarse no en un enfrentamiento Norte-Norte entre grandes potencias enemigas, ni siquiera en un “choque de civilizaciones” del que la religión sería grieta principal, sino en un enfrentamiento Norte-Sur y ricos-pobres. Resultará de ello necesariamente una nueva agravación del choque de barbaries de la forma que se nos ha hecho familiar desde el cambio de siglo.

En este muy sombrío horizonte, se perfila sin embargo un destello de esperanza. Si se reflexiona sobre ello, el elemento más sorprendente de las presidenciales americanas de 2016 no era la resistible ascensión de Donald Trump: ésta se inscribía en la línea de un deslizamiento republicano hacia la derecha ultrarreaccionaria que comenzó con Ronald Reagan y su “revolución conservadora” (expresión cuyo origen se remonta a la corriente política que preludió al nazismo en la Alemania de Weimar), se amplificó con la presidencia de George W. Bush, desbordó los límites del Partido Republicano con el Tea Party y ha alcanzado su paroxismo en la oposición agresiva y cargada de racismo a Barack Obama.

Nada por el contrario permitía pensar que un hombre que se declara abiertamente socialista -una apelación cuya connotación en los Estados Unidos es comparable a la de comunista e incluso trotskista en Francia- lograra entusiasmar y movilizar a millones de americanos y americanas, jóvenes en su gran mayoría, y no lograra por muy poco algo que hasta entonces era considerado como algo imposible: ganar las primarias demócratas contra el establishment del partido. Añadamos que los sondeos daban a este hombre, Bernie Sanders, como ampliamente ganador en la hipótesis de un duelo con Trump, contrariamente a su rival demócrata Hillary Clinton, cuyas posibilidades eran estimadas como claramente menos favorables frente al demagogo multimillonario.

Es que la radicalización provocada por los estragos del neoliberalismo no se produce exclusivamente en la derecha, sino claramente bajo la forma de una polarización entre derecha e izquierda como en la época de entreguerras del siglo pasado, aunque bajo una forma muy diferente. Dan fe de ello en la izquierda numerosos acontecimientos de estos últimos años, además del inaudito fenómeno de la campaña de Sanders: el levantamiento árabe de 2011 que, a pesar del formidable revés que ha sufrido desde 2013, no dejado por ello de revelar un enorme potencial progresista, en particular en la juventud, un potencial que continúa manifestándose de forma intermitente como con el movimiento social que ha conocido Marruecos en el otoño de 2016 5/ ; el auge de los movimientos de izquierdas en Europa del Sur; la llegada a la cabeza del Partido Laborista británico de un miembro de la izquierda radical en la persona de Jeremy Corbyn, impulsado por el aumento de las filas del partido de 200 000 hasta el medio millón de miembros, un desarrollo tan inesperado como lo que ha ocurrido en los Estados Unidos. Incluso en Francia donde las condiciones políticas parecen desastrosas con la perspectiva de una segunda vuelta de las elecciones presidenciales reducida a una batalla entre derecha dura y extrema derecha, el año 2016 ha visto una notable movilización social y política contra la Ley Trabajo elaborada por el gobierno de Manuel Valls que, aspirando a ser el Tony Blair francés, no ha logrado sino preparar la llegada de François Fillon, émulo de Margaret Thatcher.

Uno de los temas subrayados en la primera edición de esta obra era que el “movimiento progresista de lucha contra la mundialización neoliberal -nacido en los últimos años del siglo XX y que caracteriza, en estos albores del siglo XXI, su crecimiento rápido en el seno de la nueva generación” es el único antídoto a los fenómenos reaccionarios alimentados por la crisis mundial y al recrudecimiento del choque de las barbaries que prometen. Quince años después, está aún más claro, en efecto, que la acumulación de las catástrofes no podrá ser interrumpida más que por un cambio de las correlaciones de fuerzas sociopolíticas que desemboque en un nuevo cambio de paradigma socio-económico a escala mundial, que ponga fin a los estragos del neoliberalismo.

11/12/2016

https://entreleslignesentrelesmots.wordpress.com/2017/02/06/preface-bagdad-en-france-de-gilbert-achcar-a-la-troisieme-edition-francaise-de-son-livre-le-choc-des-barbaries/

Traducción: Faustino Eguberri para viento sur

Notas

1/ Alan Feuer, Andrew Higgins, “Extremists turn to a leader to protect Western values : Vladimir Putin”, New York Times, 3 diciembre 2016.

2/ Ver “Haine et stratégie”, chapitre 3, p. 89. “Odio y estrategia” cap. 3.

3/ Ver https://es.wikipedia.org/wiki/Apuesta_de_Pascal ndt

4/ Giorgio Agamben, “De l"Etat de droit à l"Etat de sécurité”, Le Monde, 23 décembre 2015.

5/ Mis análisis del levantamiento árabe están expuestos en Le Peuple veut : Une exploration radicale du soulèvement arabe (Actes Sud, 2013) y Symptômes morbides : L rechute du soulèvement arabe (Actes Sud, 2017)

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