La recuperación de la memoria como herramienta para reparar la dignidad de las y los oprimidos y silenciados constituye la clave de los últimos poemarios de nuestro compañero Antonio Crespo Massieu (Madrid, 1951). En este caso, El dolor que amamos (Bartleby, 2023) lanza anclajes por los que se anudan la atención al dolor y a la enfermedad de nuestros amigos y familiares.

El poeta recupera la tensión del poema río en varios estremecedores textos de largo aliento. Pero también presenta poemas más breves donde el lirismo, la hondura reflexiva, la dimensión política crítica y la evocación se remansan e inciden en la esperanza y la gratitud. A su vez, muestra una excelente capacidad para urdir atmósferas donde se superpone lo concreto con la mirada panorámica; las vidas singulares con la perspectiva que revela las características estructurales de la exclusión y la injusticia. Ninguna de las personas a las que alude o sobre las que levanta sus poemas pierde su individualidad, pero se observan desde un enfoque colectivo. Porque no alude a situaciones excepcionales, sino a la cotidianeidad de un sistema articulado alrededor de la dominación y el desprecio. Así, escribe desde la solidaridad de la compasión, desde un abrazo a los dañados que se construye como comunidad.

Destaca su precisión en el ritmo, al cual dota de una cadencia similar a un oleaje que nos lleva a una progresión climática. Las enumeraciones de sus versos (yuxtaposiciones de sintagmas nominales, sobre todo) ahondan en una mirada amplia que recorre tiempo y espacio rastreando las condiciones sociales de clase y de género que unifican las distintas desigualdades. La calidad de su observación le hace detenerse en escenas que adquieren componentes pictóricos. No en vano, abundan las referencias artísticas que nos conducen a vías, finalmente, para sentir la emoción y la belleza aun en medio del horror y de la pérdida.

Alberto García-Teresa

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HIROSHIMA – NEVERS 

El ángel

Este es el ángel de las pequeñas cosas.
El que recoge hilos, hebras, filamentos del tiempo
perdidos en el sumidero de la historia.

Más invisible que ninguno,
efímero y tenaz, ángel mínimo que rescata
y ovilla la esperanza,
retiene el fulgor de lo vivido
en lo que fue ceniza, disolución,
innumerables montones, montañas de cabellos,
indiferente pacto del olvido.

Él las escoge una a una, pues cada hebra
es un nombre, una historia, un acontecer
y la lleva consigo como si fuera un principio,
como si no hubiera sucedido. La sostiene
entre sus manos de ángel translúcido
y todo comienza como una promesa:
el cumplimiento de la carne que fue humo,
silencio estremecido, humillación o grito.

Es el que recoge una hebra del cabello de la mujer
rapada, insultada, zarandeada
por las calles, escupida por los hombres
y la sostiene en el aire invisible de la piedad.

La mujer

“Era mi primer amor”, dice, arañando la pared,
enloquecida, sin uñas, alimentada de salitre, cal y yeso,
reclinada sobre sí misma, en el sótano del desprecio.
“Muchachita de nada”, “muerta de amor en Nevers”.
La que amaba lo prohibido y ahora confunde
cuerpos, lugares, la desbordada alegría cuando desciende escaleras
camino del río, los niños, una canica en la mano, el delirio.

Y ahora, lejos y tan cerca, el encuentro, la carne, el sudor,
gotas de piedad resbalan entre los cuerpos,

mientras el amor de esta única noche, el abrazo,
las palabras dichas como oración o letanía,
“Hiroshima, Nevers”, cuerpos calcinados,
edificios retorcidos, niños en llamas,
y él fusilado junto a una tapia y ella cabizbaja,
en silencio, sin lágrimas, ausente
mientras el pelo cae al suelo.
“Pequeña rapada de Nevers, yo te doy al olvido esta noche”.

Tú, que siempre me has acompañado, descansa
pues abrazo otra piel y digo otro nombre,
en él tampoco habita el consuelo:
“Hiroshima, ese es tu nombre”.

Te olvido, te estoy olvidando, amor de lejos,
eres una ciudad que dejó de existir, te miro
como quien contempla ruinas y desolación.
He olvidado a la pequeña rapada,
la muchachita de nada que correteaba por Nevers.
No volveré a verte, pero tu nombre permanece conmigo:
“Hiroshima, mi amor, mi culpa, mi inocencia”.
Escapaba por la noche en bicicleta, “un año tardó en crecerme el pelo”,
cuánto tiempo para dejar Nevers, cuánta espera hasta encontrarte.
“Hiroshima, mi amor, mi culpa, mi inocencia”.¡

El joven

Esto escuchó el joven de una mujer
y esto fue lo que entonces le dijo el ángel
sosteniendo una hebra del pelo de ella,
la que confundía nombres de ciudades imposibles,
la que comió salitre y culpa, la que amó
como aman las inocentes, las humilladas.

Esto dijo el ángel sosteniendo entre sus dedos
un pelo invisible de la mujer, esto escuchó el joven:
“Ninguna humillación consentirás.
No olvides Hiroshima, mas tampoco Nevers.
Toda causa, por noble que sea, la envilece el desprecio.
No olvides nunca la piedad.
Solo por ella serás justificado.”

CUANDO LAS RANAS CRIEN PELO

Pues ha sido escrito:
“cada hebra es un nombre, una historia, un acontecer”.
La mano del ángel que sostiene este único pelo,
casi invisible como su presencia,
detiene el tiempo y todo regresa
pues aquí vive la vida no cumplida,
la imposible espera, el advenimiento de la justicia
o el clamor repetido de todas, todos, los humillados.

Delgada y frágil, casi sin voz,
como si naciera su palabra de un pozo profundo,
tanteando las sombras, buscando la luz,
con un bastón en la mano, erguida,
junto a la carretera secundaria
(aquí todo, dolor, memoria, justicia, todo ha sido secundario)
su espalda tan cerca del quitamiedos
(ironía de esta historia de carreteras secundarias).
La mujer está. María Martín permanece.
¿La sostiene el ángel invisible?
¿O es el aire, la luz, lo ingrávido?

Todo fue preciso.
La humillación es –al menos en este país–
un rito exacto, calculado, perfeccionado
en siglos de desprecio, repetidos sambenitos
por calles empedradas o caminos de barro,
procesiones de odio, bulliciosos autos de fe.
Todo con su medida exacta:
un litro de aceite de ricino y 20 guindillas para las mujeres
(embarazadas o no), las mayores de 12 años.
Para las niñas medio litro y 10 guindillas
(cuestión de aprendizaje).
Era en el cuartel de la Guardia Civil.

María pregunta:

“¿Dónde está Dios?”

¿Estaba en los niños que tiraban piedras,
en las gentes del pueblo, en sus risas, sus insultos?
¿O todo era ausencia?

Tal vez sostenía el dolor el ángel invisible,
el de la oculta esperanza de las siempre humilladas.
Refutación de un Dios ausente,
alas rotas por el vendaval de la historia,
piedad entre escombros, inerte presencia.

El padre en la siega
(verano, Pedro Bernardo, Castilla)
horas abrazando a la niña
(Faustina, ya fría, inerte, en la cuneta).
Arrodillado en tierra, con un puñado de zarzas
en las manos, sin sangre, sin voz.
Y la niña,
(los seis años de medio litro y 10 guindillas)
mirando.
Ojos abiertos de una memoria encendida.

Todo se resuelve en un hilo.
El que sostiene la mirada de la niña,
el que está en la voz, la afonía, el pozo, la cuneta.
En la voz rota que dice:
“esta mujer sigue esperando
que las ranas críen pelos”.

En la cuneta, junto a la carretera,
sigue esperando.
Y el ángel de los desposeídos de la tierra,
los humildes, los que en la noche de los siglos
claman justicia, las de voz afónica, las erguidas
en el tiempo del desprecio.
Él,
que sostiene la hebra caída de la memoria,
sabe que un día
les crecerá pelo a las ranas.

ANOCHECER EN EL ROMPIDO

Abre el mar el libro de las preguntas.

Las barcas varadas en cieno de marisma,
cárdeno atardecer, belleza imposible.
Silencio y espera. Lejanas voces de niños.
Farolillos encendidos, palmeras.
Una larga flecha de arena.
Un tiempo lento.

Preludio y despedida.
Conjuga tu presencia la luz que declina.

Y hace más leve la herida.

 

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