- A propósito del libro De animales y clases. Para una aproximación al animalismo desde el ecosocialismo (Sylone y viento sur, 2022)
La covid-19 ha reavivado los debates sobre la interdependencia entre las sociedades humanas y el conjunto del medio ambiente. El consumo de animales exóticos o la activación de procesos de zoonosis, por los cuales cepas víricas que habían permanecido aisladas saltan a otras especies, se encuentran entre las hipótesis posibles que explican el origen de la pandemia. La pérdida de biodiversidad (que reduce los cortafuegos a la transmisión de las cadenas víricas), la extensión de la agroindustria o la proliferación de macro-granjas serían fenómenos estructurales que contribuirían al contagio de nuevos patógenos.
Sin embargo, la conciencia de esa íntima interrelación entre las sociedades humanas y el resto de la biosfera (y de la physis) no resuelve por sí sola los dilemas morales y éticos que este libro plantea a propósito de la relación que mantenemos con los animales. De alguna manera, la visión más holística que el ecologismo traza sobre el funcionamiento de los ecosistemas (de evidente utilidad para conocer la casuística de acontecimientos como la reciente pandemia) no arroja demasiada luz sobre cuestiones como pensar la agencia de los diversos seres vivos en la trayectoria ecocida que afecta al planeta. Desde esta perspectiva, el problema fundamental que atraviesa el libro de Juanjo Álvarez es delimitar las líneas de continuidad y ruptura que atraviesan la relación entre animales humanos y no humanos.
El ensayo persigue aproximar la crítica animalista y la crítica marxista desde lo que podríamos denominar como un materialismo naturalista. Así, la especie humana compartiría con otros animales (en particular, primates como los chimpancés o los bonobos) ciertos rasgos evolutivos comunes (como la solidaridad de grupo, por la cual nuestras acciones más altruistas se inclinan hacia los individuos con los que mantenemos relaciones de parentesco; o elementos culturales como la posibilidad de resolver problemas prácticos de manera diversa en función de las comunidades de las que formamos parte) que se articulan con otros que serían específicos de lo humano; en concreto, con la capacidad que hemos desarrollado para proyectar sobre el futuro comportamientos intencionales, planificados y colectivamente orquestados. Es probable que otras especies estén dotadas de cultura, pero ninguna ha construido eso que denominamos civilización.
Alguien podría decir que esta antropología evolutiva es una suerte de leninismo naturalista. Y, sin embargo, se trata de una posición sumamente sensata, que a la vez que salva el abismo ontológico entre animales humanos y no humanos (sobre el que se ha construido habitualmente la dicotomía entre naturaleza y cultura), permite deshacer algunas de las hipótesis más ingenuas del animalismo. De modo inteligente, el libro considera que es posible atribuir a los animales derechos, pero es mucho más cauto a la hora de otorgarles agencia. Justamente porque los animales no muestran una disposición a la organización colectiva con intencionalidad proyectiva cabe pensar en ellos como seres sintientes que no pueden constituirse en sujetos históricos. Los animales forman parte de nuestra sociedad, pero la apelación a su dolor y sufrimiento (y a la necesidad de atajarlos) no puede pasar por alto las causas que lo producen, la relación que estas mantienen con la organización capitalista de las sociedades humanas. Todo animalismo entraña, en ese sentido, un cierto antropocentrismo.
El riesgo de esta afirmación estriba en que podría derivar hacia la tutela paternalista de los derechos atribuidos a los animales. En este punto, el texto lanza un aviso cauteloso. La autoconciencia de las acciones humanas no debe ocultar las limitaciones que padecemos en nuestra comprensión del mundo. Los sesgos cognitivos que refuerzan el modo en que percibimos la realidad, las inercias que atraviesan la organización económica de las sociedades, o el refuerzo de las dinámicas grupales, confieren a la inteligencia colectiva de los proyectos que emprendemos un carácter -en el mejor de los casos- tentativo. Entre otros motivos, debemos responsabilizarnos del trato que deparamos a los animales porque la conciencia empática que cobramos sobre su dolor expresa el mismo elemento diferencial que nos permite percatarnos de las ambivalencias de la propia experiencia humana.
El ensayo de Álvarez describe una triangulación entre animalismo, ecologismo y anticapitalismo que supera la unilateralidad de los análisis ecocéntricos (donde la pervivencia de los ecosistemas se sitúa por encima de la vida de los individuos que los habitan) y biocéntricos (donde la defensa de la vida puede conducir a esas visiones angelicales de la naturaleza que sojuzgan a los leones que comen gacelas) para situar la discusión en torno a la pregunta adecuada: ¿de qué manera el despliegue del sistema capitalista es incompatible tanto con la preservación de los ecosistemas como con la reducción del sufrimiento de los animales? En torno a este interrogante orbita el abordaje de debates como las macro-granjas (y el consumo masivo de carne), la caza (y el carácter elitista de su práctica, completamente alejado de las prácticas de subsistencia tradicionales) o la tauromaquia (referente de la construcción de identidad nacional por la extrema derecha).
Los diversos capítulos del libro aparecen pautados por escenas de la historia del boxeo, entremezcladas con un retorno sobre la obra de Marx que deslinda aquellos elementos más productivos para repensar en el presente la relación entre animales humanos y no humanos, de aquellos otros que pueden pasar perfectamente al olvido. Es posible que una de las lecciones que deja la lectura del ensayo consista en que, con toda probabilidad, la reconexión con nuestra propia sensorialidad, que para el Marx de los Manuscritos económico-filosóficos de 1844 el capitalismo habría reducido al sentido del tener, no se podrá producir si esta no se integra en una concepción más amplia de lo sintiente que integre a los animales con los que compartimos la vigilia y los sueños, las formas de la explotación y el deseo de vivir.
Jaime Vindel es investigador del Instituto de Historia del CSIC