Las macrogranjas son un despropósito, se mire como se mire. El único destino que les debemos reservar es su desmantelamiento completo. Esta es una consigna que ha sido defendida durante años desde múltiples lugares del mundo rural del Estado español. Aunque parece que algunos se  acaban de enterar de su existencia, quienes se han quedado sin agua potable por su culpa lo vienen reivindicando desde hace tiempo. Las nefastas consecuencias sobre el medioambiente y la salud que se derivan de estas explotaciones ganaderas son innegables.

Sin embargo, estaríamos cayendo en un error si concebimos a las macrogranjas como una anomalía dentro de la ganadería industrial y del panorama actual de producción agroalimentaria. Estas instalaciones no surgen en el vacío, sino que son el resultado de procesos históricos y dinámicas de concentración de capital que han avanzado en el mundo rural desde hace décadas. Se trata, así mismo, de procesos íntimamente ligados con la despoblación a la que se ven condenados múltiples territorios y pueblos del Estado español.

Para abordar la problemática y dirigir nuestra acción política hacia su desmantelamiento, necesitamos concebirlo como una estructura. Las macrogranjas no son únicamente la nave en la que se alojan miles de animales, sino que son un entramado que se extiende desde el cultivo de materias primas para piensos hasta la fabricación de procesados y su venta en grandes superficies, pasando por el sacrificio masivo en macromataderos. Esto es algo compartido con la mayor parte de la ganadería industrial y la estructura productiva del sistema agroalimentario. Por tanto, no se trata de acabar con una horrible anomalía maloliente: se trata de planificar una reconversión ecosocialista sobre la ganadería industrial. Para ello, consideramos relevante abordar los procesos de expolio y explotación, así como las dinámicas de producción y consumo.

Expolio y explotación

Las macrogranjas suponen una herramienta de expolio de recursos naturales y de explotación laboral orientada al enriquecimiento de un puñado de ricos. En gran medida, su funcionamiento se basa en la apropiación gratuita de recursos colectivos para el beneficio privado. Las importaciones de materias primas como la soja para la fabricación de piensos impulsan procesos de deforestación a miles de kilómetros de nuestras fronteras. La expulsión violenta de pueblos y comunidades de sus tierras, el incremento en las emisiones de CO2 asociado y la pérdida de biodiversidad generada son tres formas de apropiación gratuita y expolio que se cometen día tras día para mantener en funcionamiento las macrogranjas. Por otro lado, la financiación a través de la PAC de los cultivos de maíz, trigo y cebada destinados a piensos ganaderos son otra forma de extraer recursos públicos para el enriquecimiento de la minoría que ocupa la cima de la pirámide empresarial agroalimentaria. Así mismo, la contaminación del agua, suelo y aire que producen en el territorio donde se emplazan estas instalaciones es también otra forma de apropiarse de forma gratuita de los recursos colectivos que representan unos acuíferos limpios, un suelo fértil y un aire sano.

Al expolio de recursos debemos sumarle la explotación laboral sobre la que se sostienen. Esta explotación tiene dos facetas diferenciadas, y en muchos casos conflictivas entre sí. Por un lado, el ganadero se encuentra bajo un modelo de integración vertical: actúa como subcontrata de una gran empresa que domina el conjunto del proceso productivo. Su función es endeudarse para pagar la infraestructura y asumir posibles complicaciones en el engorde. Es la empresa integradora quien pone a las crías, define el pienso a utilizar, exige sucesivas ampliaciones de la instalación y establece el precio de compra de los animales sin posibilidad de negociación. En el proceso productivo, los costes de mano de obra representan únicamente un 2,1% mientras que el pienso supone un 75%. La integradora externaliza el eslabón de la cadena del que menos margen de beneficio puede extraer y concentra sobre el ganadero los riesgos de posibles aumentos en el precio de las materias primas. El ganadero actúa entonces como propietario endeudado subcontratado por una gran empresa, sin apenas margen de decisión sobre el proceso productivo y empujado continuamente a recortar costes.

La segunda faceta supone una explotación laboral con unas características mucho más claras. Se trata de los miles de trabajadores y trabajadoras que llevan a cabo las tareas dentro de las macrogranjas, en los macromataderos y en las fábricas de procesados cárnicos. Las macrogranjas son las que menos empleo generan: naves de 3000 cerdos funcionan fácilmente con apenas 1 o 2 personas trabajando. Los macromataderos, por su parte, son mucho más intensivos en mano de obra. En ambos casos, nos encontramos empleos muy precarios que son realizados por sectores mayoritariamente racializados y migrantes de las clases populares. Miles de trabajadores y trabajadoras marroquíes y senegaleses se encuentran bajo un sistema de explotación que se beneficia de un racismo estructural que les excluye de otros empleos, posibilitando así reducir al máximo los salarios. Aquí, la opresión laboral y racial van totalmente de la mano, y eso establece unas condiciones concretas que necesitan ser abordadas de forma específica.

Menos carne: sobre la creación del consumo

Nuestra propuesta política pasa por desmantelar el actual modelo de ganadería industrial en el que se enmarcan las macrogranjas. Esto, irremediablemente, debe ir acompañado de un fuerte descenso en el consumo de productos cárnicos. Si bien la ganadería extensiva puede representar beneficios comunitarios y ecológicos, consideramos que no sería deseable ni adecuado multiplicar hasta el extremo este tipo de instalaciones para que puedan satisfacer los actuales niveles de consumo. La cantidad de carne, en su mayoría de mala calidad, presente en las dietas del Estado español es a todas luces excesiva e imposible de generalizar al conjunto de la población mundial. Entonces, se vuelve urgente asumir una reducción del consumo de carne, por motivos medioambientales, sanitarios y de justicia global.

Cuando se pone esta cuestión sobre la mesa no tardan en aflorar reacciones acaloradas desde múltiples rincones del espectro político. Para resolverlo, consideramos necesario recordar una importante lectura de economía política: el consumo no es el que determina la producción, sino que suele ser al contrario. Son las decisiones en la estructura productiva las que establecen las pautas de consumo. La demanda no se genera por una suma de voluntades y decisiones individuales como defiende la economía neoclásica. La demanda está continuamente amoldándose a las necesidades de circulación de mercancías producidas para el beneficio capitalista. Sin caer en determinismos vulgares, se trata de un amoldamiento que se acompaña, traduce y sedimenta en subjetividades, culturas y deseos.

Los actuales niveles de consumo de carne son consecuencia del nicho de acumulación capitalista que se abrió en la segunda mitad del siglo XX en los modelos de ganadería industrial a los que actualmente nos enfrentamos. Si el sector no ofreciera unos altos márgenes de beneficio para quienes ocupan la punta de la pirámide empresarial, no se habría producido tal aumento en el consumo. Ese nugget de pollo o esa salchicha es una mercancía de la que la clase burguesa extrae valor, y para ello necesita incrementar cada vez más su circulación en el mercado. No es casualidad que la mayor parte de esta carne se presente en forma de productos procesados fáciles y rápidos de cocinar. La introducción masiva del consumo de carne procesada en nuestras dietas está íntimamente ligado a unos ritmos de vida marcados por la escasez de tiempo y energías que dedicarle a la preparación de alimentos. Al expolio de recursos colectivos y la explotación laboral se le suma el aprovechamiento económico de nuestra fatiga a partir de una alimentación que supone un peligro para nuestra salud. De esta forma, cuestionar el consumo de carne nos abre también la puerta a cuestionar unos ritmos de vida agotadores que retroalimentan la explotación.

Planificación ecosocialista para desmantelar la ganadería industrial

Hablar frontalmente del desmantelamiento de un sector de actividad económica puede resultar demasiado atrevido. Sostener una posición política fuerte al respecto es complicado y no exento de contradicciones. Sin embargo, esto es algo a lo que nos enfrentamos continuamente ante la crisis ecológica que abordamos y la urgencia de una transición ecosocial emancipatoria. El desmantelamiento de las macrogranjas y el modelo de ganadería industrial que le acompaña debe ser concebido en términos equivalentes a los de la transición justa de los empleos del carbón, las centrales térmicas o la industria automovilística. Podemos destacar tres pilares sobre los que debería transitar el desmantelamiento de la ganadería industrial:

  1. Explotaciones, propiedad cooperativa y empleos.
  2. Reconversión agroecológica de cultivo.
  3. Garantizar el suministro de alimentos saludables.

La primera cuestión a la hora de desmantelar las macrogranjas se sitúa en qué hacer con las explotaciones en sí. La nave como tal, en una mañana con una retroexcavadora se desmantela. Probablemente, esa sea la opción más apropiada para la mayor parte de las instalaciones. Sin embargo, existe también la posibilidad de realizar reconversiones a explotaciones ganaderas ecológicas de menor tamaño. Este caso podría realizarse en un pequeño número de instalaciones, pero no sería una solución sostenible para extrapolar al conjunto. Esto iría de la mano de un apoyo a las explotaciones de ganadería extensiva ya existentes. En ambos casos consideramos que la transición ecosocial de la ganadería debería realizarse introduciendo un modelo de propiedad social y cooperativa de las explotaciones, en la que los trabajadores y las comunidades locales tengan una mayor capacidad de decisión. Esto se debería ampliar también al conjunto de la cadena de valor, desde la producción de piensos a las cadenas de suministro.

Así mismo, este desmantelamiento supondría la destrucción de miles de empleos, especialmente en los macromataderos y fábricas de procesados. La planificación de la transición debería garantizar una recolocación de estos trabajadores y trabajadoras en otras tareas. Ya sea en la redistribución de trabajos actualmente existentes vía reducción de la jornada laboral, o en los miles de trabajos que deben crearse en diversos sectores como parte de la transición ecosocial. Este proceso, como hemos señalado antes, debe tener especialmente presente la opresión racial que define los empleos a reconvertir. De lo contrario, podría suponer la expulsión y empobrecimiento de estos sectores de la clase.

El segundo pilar debe abordar la inmensa cantidad de tierras de cultivo que actualmente se destinan a la producción de piensos. Esto tiene dos dimensiones: fuera de nuestras fronteras y dentro de nuestras fronteras. En el primer caso, eliminar gran parte de la demanda de estos cultivos puede aliviar los procesos de expulsión violenta de comunidades y deforestación, lo cual es un excelente resultado que debería trabajarse políticamente con alianzas internacionalistas. En el segundo caso, se abrirían múltiples posibilidades de reconversión agroecológica de las tierras de cultivo. La agricultura de monocultivos de estas explotaciones genera la pérdida de suelo fértil y necesita una gran cantidad de fertilizantes, fitosanitarios y uso de combustibles fósiles, lo cual cada vez va a ser menos posible bajo la actual crisis ecológica. A eso se le suma un caos climático que reducirá el rendimiento agrícola en las próximas décadas. Recuperar la fertilidad de estas tierras y destinarlas a la producción de alimentos para el consumo humano directo a partir de técnicas agroecológicas es una de las tareas más importantes que tenemos por delante en la transición. Pero no todas estas tierras tienen que continuar como cultivos: una parte de ellas también puede destinarse a la renaturalización de ecosistemas, dando espacio a una conservación que combata la pérdida de biodiversidad.

El tercer pilar de este proceso de desmantelamiento de la ganadería industrial consiste en garantizar un suministro de alimentos saludables, sin necesidad de que estos pasen por circuitos de mercantilización dominados por grandes empresas. Esto, obviamente, debería formar parte de un proceso de transición ecosocial más amplio. Al igual que defendemos que la energía o la vivienda son un derecho, la alimentación también debe serlo. En un contexto de transición y crisis ecológica, si el acceso a la alimentación está determinado por el mercado, pueden producirse fuertes encarecimientos inasumibles para amplios sectores de las clases populares. Enlazamos así con los planteamientos de la soberanía alimentaria, sobre los que debe pivotar toda nuestra propuesta de transición. Las formas concretas que tome esta garantía pueden ser múltiples, como los comedores comunitarios. Todos ellos deberán caminar sobre la capacidad de establecer circuitos de distribución de propiedad colectiva asentados en el territorio.

De esta forma, el debate público sobre las macrogranjas nos permite presentar propuestas de transformación ecosocialista sobre el conjunto de la ganadería industrial. El consenso social existente puede ser aprovechado al máximo para aglutinar un polo anticapitalista amplio que incluya sectores sindicales, campesinos, ecologistas, vecinales y antirracistas. Dar ahora la batalla por el cierre de las macrogranjas nos puede permitir avanzar varios pasos en esta urgente senda de transición ecosocial. Solo a partir de esas experiencias de lucha lograremos construir la organización social necesaria para abordar las turbulentas décadas en las que entramos.

Martín Lallana es miembro del Área de Ecosocialismo de Anticapitalistas

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