Quiero invitaros a leer un buen libro.

Su autor es Miguel Vázquez. O tal vez Joaquín Lizarraga, extraño seudónimo que completa la identidad en lugar de ocultarla, reclamándose de un curilla navarro de hace un par de siglos, escritor euskalzale, que el autor considera pariente. Miguel, o Joaquín, fue durante largos años compañero de Ligas (la LCR, la LC luego, la LCR reunida después, la LKI vasca), donde fue muy querido y siempre se le conoció como un apasionado en todo lo que hacía, con un hablar deslumbrante y lúcido, peleón allá donde estuviese, y que fue duramente represaliado por el régimen (expulsado de la universidad, detenido múltiples veces, confinado, encarcelado durante casi tres años…). Después de dejar la actividad política fraguó una trayectoria profesional destacada, como productor de informativos, experto audiovisual, gestor y formador, además de profesor honorífico universitario… Por tanto, un tipo con una enorme biografía.

Pero no es una biografía lo que ha escrito. Sino una novela, si eso quiere decir algo. Un relato literario, sólo que todo lo que se cuenta es cierto, rigurosamente cierto, aunque debamos leerlo como una ficción. No es ni un libro de historia ni una tesis política, aunque de todo esto hay. Trata de los últimos años de la dictadura franquista desde el punto de vista de quien la combatió con ferocidad, y de los primeros de un régimen nuevo surgido de una gran estafa.

Mucha atención: éste no es un libro de batallitas, como tantos otros al uso que cuentan, o inventan, nostálgicos pasados. La narración surge del dolor, de la rabia. De la derrota, aunque Larrain, su protagonista, no sea un derrotado.

He dicho que es un gran libro. Pero no que sea fácil leerlo. Ni mucho menos. Es un libro complejo, denso, difícil, por momentos doloroso hasta lo insoportable. Al menos lo ha sido para mí.

El relato avanza en dos direcciones y a dos velocidades.

Por un lado, se desarrolla, lentamente, durante unos cuantos días de otoño de 1997. El desasosiego personal, la permanente querella ideológica con las furias de la profesión, las muertes próximas que se encadenan, la seducción por una mujer tan diferente a las que conocía y su torpe reacción, y los deseos y los recuerdos y las angustias, todas las heridas abiertas empujan al protagonista (¿huída, meditación, expiación?) hacia “un mar inclemente con los nadadores debilitados por una pesadumbre”. Y allí, de vuelta a la costa vasca, bajo el solemne peñasco de Ogoño, entre espectros de fallecidos, mujeres cambiantes, sirenas y lamias, visiones de ahogados, papelotes rescatados del pasado, sueños y pesadillas, se alcanza la catarsis, llamémosla así, y el contundente desenlace final.

Es una poderosa trama, con poderosos protagonistas. El principal, como ya se ha dicho, es Larrain, navarro, contumaz y algo excesivo. Sólo otro personaje aparece con nombre propio, Haizea, Viento en euskera, la muchacha que “alzó el vuelo y se desplomó”, y cuyo trágico final aplasta a Larrain y sobrevuela toda la narración. Hay también muchos otros, sin nombre propio aunque no por ello totalmente anónimos. Muchos guiños y alusiones permitirían identificarlos, pero su interés está sólo en el conjunto del relato, o de la historia. Aparecen tres mujeres, muy bien caracterizadas, aunque a veces se metamorfosean y confunden en el delirio del protagonista. Hay también amigos. Hay compañeros de lucha o de celda o de conspiración. Hay colegas de trabajo o de los años de formación. Hay también, cómo no, policías, carceleros, requetés, jefes de informativos, mamporreros varios.

Este primer relato se entrelaza, y de una manera muy lograda, con otro más prolongado: el de las citas políticas y amorosas de la vida del protagonista, citas deseadas o que le vinieron impuestas y en todo caso asumió. Pero este otro movimiento narrativo se desarrolla hacia atrás, como dicen que mira el ángel de la historia, retrocediendo en el tiempo hacia los orígenes de todo.

Se cuentan los duros años de periodista callejero en medio de la espiral de sangre y delirio, Euskadi años 1980, cubriendo atentados de uno y otro color, visitando cuartelillos y herrikos, intentando asirse a un frágil discurso político independiente que tal vez quebró cuando “una multitud sin débitos le tomó la delantera”. ¿”Somos culpables también de los yerros de otros”?, se pregunta en algún momento. También se cuenta el abandono de la lucha política (“son tiempos de retirada”) y del propio país más tarde: “no quiero ser otro de sus paseantes malheridos”. La minuciosa acta de la caída y el paso por comisaría, el temible descenso a los infiernos que espantaba los sueños de todos los conjurados. Y la condena, el largo encarcelamiento, los traslados, las huelgas de hambre, el temor vivido a una venganza de última hora del dictador moribundo,... Hasta llegar a la excarcelación por un cicatero perdón real que la falsa memoria de los tiempos transformó en amnistía. Las cuitas de la clandestinidad, con sus torpezas y sus consignas, que tal vez ahora nos chirrían un poco en la memoria, los análisis y las propuestas de derrocamiento de la dictadura. Y también el sorprendente movimiento estudiantil que brotó en la opusiana universidad navarra, 1969, con ocupación del rectorado y una brutal represión posterior. Y muchos episodios más.

Por extraordinaria, me gustaría destacar la narración del 3 de Marzo vitoriano, clase obrera y huelga general, lo que más se parecía a los planteamientos de la Liga. “Lo que pudo ser y no fue. No era el inicio, era el final”. No conozco mejor descripción de los hechos, desde dentro, y será difícil que nadie la mejore.

“Me conmueve lo que escribes, Larrain, aunque tu ira escala de manera insufrible”, le impreca la mujer-sirena de una de sus pesadillas acuáticas.

Hay un momento en este relato que se me ha quedado muy grabado. En realidad es una cadencia que se repite. Tras la liquidación de la breve lucha estudiantil navarra, en un bar frecuentado por estudiantes, encuentra a un policía rodeado por un grupo airado y amenazante que podría llegar a lincharle. Larrain tiene temple (“humildad del gesto, firmeza al abrirse paso”), se interpone, discute con los compañeros, saca indemne al infiltrado. El mismo temple que demuestra también en otras ocasiones, en prisión, en un motín inducido de presos comunes contra los políticos, o en el propio trabajo, armado de una simple cámara por las turbulentas calles vascas. No es sólo instinto político y comprensión de la situación, es también un carácter.

Y entremezclados con los políticos, se cuentan los encuentros amorosos, la historia de Haizea, la vivencia agria de la precariedad, los tiempos de formación de la conciencia y del carácter, la suerte de haber conocido un centro religioso abierto al mundo y al pensamiento. Y la emotiva historia familiar, con la pronta muerte del padre... Por cierto que el libro comienza con un precioso capítulo sobre la última llamada telefónica de la madre.

Este libro cuenta las cosas que pasaron exactamente como habría querido poder contarlas uno mismo. Las cosas que vivió, que vivimos, la generación que combatió durante la última década de la dictadura, un ciclo militante cuyo recuerdo teme, o más probablemente quiere, incomodar.

Pienso que esta narración al revés, a la manera de un telescopio invertido, aunque más dura de lectura, tiene una enorme ventaja: nos ayuda a entender que los hechos finales no estaban predeterminados, que las cosas resultaron como resultaron pero podrían haber resultado de otra manera, que es cierto que la dictadura no fue derrocada como esperábamos, o queríamos, sino reformada desde dentro, pero pudo haberlo sido si... Claro que este “si...” está más allá del alcance de la novela.

“La dictadura nos mereció mucho más”, balbucea en medio de uno de esos delirios submarinos en Antzoras. Anticipo la crítica que se le viene encima: voluntarismo. Sí, tal vez. Aunque, ¿por qué no? En las páginas de este libro se respira sobre todo voluntad (más que voluntarismo), una voluntad insaciable, rabiosa, prometeica.

Ni la dictadura fue derrocada ni las gentes de izquierda radical, que casi de la nada y contra las rutinas del pasado habíamos inventado partidos y organizaciones nuevas durante los últimos años del tirano, logramos alcanzar influencia notable y duradera entre los trabajadores, entre la gente corriente. En la carta que dirige a sus compañeros para anunciar que deja la actividad política, Larrain se pregunta, y nos reclama: “La verdad revolucionaria no basta, y no conseguimos ser escuchados. O no era nuestro tiempo todavía. Creo que ahí hay una falla argumental profunda. Creo también que mientras desbrozamos el silogismo, deberíamos asumir sus premisas como falla propia”.

Efectivamente, hay una “falla argumental”, a asumir como propia, a la que todas y todos hemos dado muchas vueltas y no hemos sabido concluir del todo. ¿Las condiciones objetivas, las estructuras? Demasiado frío. ¿Errores programáticos? Demasiado simple. ¿Falsas previsiones? Pronosticar el pasado, demasiado fácil. ¿La culpa es de los otros, de los aparatos, etc.? Un mal consuelo. Como lo sería hacer balance comparativo de quienes prefirieron ensayar el posibilismo, o apostar por “trabajar desde las instituciones”, o simplemente disolverse en ellas: ¿con qué magros resultados? Pero eso ni justifica, ni consuela. ¿Condenados a ser tan sólo una opción moral, abocados por tanto al fracaso político? No de antemano, aunque resulta difícil argumentar lo contrario, a la luz de lo experimentado.

“No quiero pasar página, pues no hay otra página que pasar”, grita en algún momento Larrain.

No creo equivocarme si digo que Miguel, o tal vez Joaquín, ha escrito este libro para compañeros de conspiración, esa generación que ha quedado ya muy atrás. Más en concreto, a esa pequeña parte de una amplia marea que no ha querido renegar de lo que hizo, de lo que pensó, de lo que soñó, se encuentre ahora mismo donde se encuentre. “Nunca arrepentirse”, escribió un filósofo maldito que se asoma (discreta y frecuentemente) a esas páginas.

Es un libro escrito para esa generación, la que fue nuestra. Pero pudiera ser que también, me arriesgo a especular, valga algo para todas las posteriores, incluida ésta de ahora, con sus propias e intransferibles cuentas que ajustar -al menos si tienen la paciencia de leer un libro tan gordo. Encontrarán profundas reflexiones, amplios temas de discusión, también alguna que otra conclusión contundente, o que les parecerá muy contundente. Como no podría ser menos por quien lo ha escrito. Encontrarán también la rabia que se necesita para seguir.

Hay una última, o primera, razón para leer este libro: el gusto de leerlo. Con muchos años de trabajo, Miguel Vázquez ha conseguido una voz literaria propia (que añadir a su tan característico verbo real), un estilo personal, muy eficaz en el relato, y con un dominio del oficio que le permite integrar en el conjunto trozos de panfletos de época, descripciones oníricas, poesías, letras de canciones en euskera, crítica artística... y hasta un teatrillo medio religioso con imposibles diálogos poéticos... en prosa. Ahí queda eso.

 

PD.

Mientras escribía estas líneas, recordé haber leído a Erri de Luca, un escritor muy diferente, con una intensa trayectoria personal de la que no ha renegado, y que sigue vivo y atento a cuanto ocurre hoy. Me pareció que tenía algunas coincidencias con Miguel, entre otras la de no haber “sabido dejar atrás la región sagrada”. Así que concluyo con una cita tomada de uno de los relatos de su libro El contrario de uno, que por cierto trata de amor y revolución:

“... Roma [Madrid, Bilbao...] estaba llena de guerra. Quien dice que era inventada, es que había desertado. No era obligatorio batirse, pero había por qué, Aquella generación de muchos no promulgaba enrolamientos, se bastaba. No aspiraba a mayorías, tiraba del carro con jirones de minoría. No la echo de menos, porque nunca se ha apartado de mis pensamientos. ...”

 

20/08/20

 

Javier Garitazelaia (Imanol)

 

Ref. Joaquín Lizarraga, “¡Abajo la dictadura!”, Last Meeting Corner (publicación independiente), 2019. 486 páginas. Por el momento sólo se distribuye por Amazon, en formato papel  (18,20 €) o libro electrónico.(4 €).

 

 

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