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A lo largo de esta ya larga espera ante el desenlace de las negociaciones con Esquerra Republicana de Catalunya sobre la investidura de Pedro Sánchez, estamos viendo reactivarse la vieja campaña propagandística de las derechas españolas y de una parte del viejo y el nuevo PSOE, con el consiguiente acompañamiento de la mayoría de los medios de ámbito estatal, en la que se llama a defender la tan sacralizada unidad de España frente a sus enemigos separatistas.

Una vez más, se convierte la lectura más fundamentalista posible (con la monarquía borbónica a la cabeza) del artículo 2 de la Constitución de 1978 en barrera infranqueable frente el amplio y plural bloque político y social que desde Catalunya no renuncia a seguir reclamando el derecho a decidir su futuro, incluida la opción de la independencia, mediante un referéndum. Desde esa beligerancia de los autodenominados constitucionalistas se sostiene que, aun en el caso de que hubiera un apoyo mayoritario en esa Comunidad autónoma a esa alternativa, nunca podría encontrar una vía legal para su reconocimiento. Así respondieron esos constitucionalistas al dirigente del PSC, Miquel Iceta, cuando a éste se le ocurrió aceptar esa posibilidad en el caso de que hubiera un apoyo de un 60% a favor de la independencia en Catalunya.

Recientemente, también hemos visto cómo desde el Tribunal Constitucional se ha querido impedir al Parlament debatir sobre el derecho de autodeterminación e incluso sobre la monarquía. Luego, en cambio, ese mismo tribunal se ha inhibido cuando las tres derechas aprobaron en la Asamblea de Madrid una propuesta de ilegalización de los partidos independentistas, presentada por Vox. Estos son solo dos ejemplos del tránsito acelerado al que nos está conduciendo esa deriva fundamentalista hacia la mal llamada democracia militante, o sea, a un pluralismo político cada vez más limitado.

En efecto, con la reivindicación de la unidad de España en el frontispicio (entendida como inviolabilidad de la integridad territorial interna del Estado-nación español) frente a cualquier cuestionamiento de la misma hemos asistido a un juicio por el Tribunal Supremo, cuya sentencia, asumiendo ese presunto meta-derecho, ha condenado a representantes políticos y sociales catalanes independentistas por un delito de sedición, en desuso en la mayoría de los Códigos Penales europeos. Una resoluciónque en realidad criminaliza derechos fundamentales como los de reunión, asociación y manifestación y que sienta un peligroso precedente para aplicarla a otros casos de desobediencia al orden establecido.

No puede sorprender, por tanto, que haya sido denunciada, entre muchas voces nada sospechosas de pro-independentistas, por el reconocido jurista Luigi Ferrajoli (citado, por cierto, como gran autoridad por el fiscal Javier Zaragoza en el mismo juicio), quien considera que supone “un golpe grave a la democracia y al Estado de derecho”. Ésa es la amenaza principal con la que nos encontramos hoy: la firme disposición a arremeter contra nuestras libertades y derechos con tal de preservar la unidad de España para permitirlas solo a quienes muestren su lealtad al régimen actual. A sabiendas, por tanto, de que esa negativa a abrir una puerta al diálogo y a la negociación política no hará más que agravar el déficit de legitimidad que la idea dominante de la nación española como única y exclusiva dentro de este Estado sufre en una creciente periferia, como hemos podido comprobar en las recientes elecciones generales.

¿Nación de naciones?

Nos encontramos, por tanto, ante un nacionalismo español esencialista e integrista que rechaza incluso reconocer la cuestión catalana como un “conflicto político”. Con todo, conscientes de ese riesgo de inestabilidad política permanente y buscando desmarcarse de ese discurso fundamentalista, (re)aparecen algunas voces dispuestas a recuperar la idea de España como Nación de naciones, como se ha podido desprender de una lectura menos cerrada de la Constitución de 1978 que la del bloque antes mencionado. Artículos recientes en medios como El País y posiciones como la del PSC dan cuenta de ello pero, eso sí, reduciendo estrictamente a las naciones no españolas dentro de este Estado a la categoría de naciones culturales.

Propósito respetable, sin duda, pero que no puede ocultar la pretensión de congelar la formulación jurídico-política a la que se llegó en el momento del mal llamado consenso de 1978 (resultado, como sabemos, de una reforma y no una ruptura con la dictadura). Se obvia así no solo las limitaciones de entonces, sino el recorrido posterior que distintas Comunidades Autónomas han vivido a partir de su respectivo desarrollo y, sobre todo, el particular proceso de construcción como pueblos, en su sentido político y plural y no étnico, de varias de ellas -no únicamente las históricas- y, por tanto, su vocación de ser reconocidos como sujetos políticos diferenciados y constituyentes. Con mayor razón cuando, pese a los avances en competencias logrados, no han visto por parte del Estado español ninguna disposición a reconocer esa nueva realidad, sino todo lo contrario.

Pruebas suficientes de esto último están en los constantes recursos ante el Tribunal Constitucional y el abuso de la legislación básica por parte de los sucesivos gobiernos del Estado, por no hablar de la resistencia a resignificar una idea de España que rompa radicalmente con el legado franquista, ya sea simbólico, memorial, institucional o cultural. Una constante que contrasta, en cambio, con la que se ha ido produciendo hacia arriba mediante la renuncia a competencias básicas en el proceso de integración europea hasta llegar al vaciamiento de los derechos sociales mediante la reforma exprés del artículo 135 de la Constitución, con la consiguiente repercusión austeritaria en las Comunidades autónomas.

Esas tendencias renacionalizadoras, recentralizadoras y punitivas son las que se han puesto de manifiesto sobradamente en Catalunya desde la fallida sentencia de julio de 2010 sobre el Estatut y las que explican que, frente a ellas, una amplia mayoría en esa Comunidad responda hoy en las encuestas que no votaría a favor de la Constitución ni tampoco de la monarquía.

¿Qué federalismo?

Las limitaciones de esa idea de Nación de naciones explican también que cuando desde esa posición se postula un proyecto federal se defienda una concepción del federalismo que no concuerda con sus orígenes históricos. En realidad, se propone un modelo federal que supone una mera descentralización político-administrativa del Estado actual desde arriba y no un pacto entre iguales y soberanos que pudiera dar lugar a un nuevo Estado basado en una soberanía dividida y compartida a la vez.

Sorprende que incluso por parte de dirigentes de Izquierda Unida y de Podemos se asuma una idea de plurinacionalidad que en realidad es también la de una Nación de naciones, ya que solo aspiran a la búsqueda de un encaje de las otras naciones dentro del Estado, así como de un patriotismo español en el que no se pueden ya reconocer amplios sectores sociales de determinadas Comunidades. Una posición que pierde más credibilidad si cabe cuando se menciona como referente a Alemania, olvidando tanto la particularidad del proceso vivido tras la Segunda Guerra Mundial allí (con una Ley Fundamental para la parte occidental, elaborada bajo la tutela de unas potencias ocupantes, que no fue sometida a referéndum) como sobre todo la compleja especificidad plurinacional de nuestro caso 1/.

Así que ésta es la disyuntiva que tenemos por delante: o bien caminamos hacia un proceso que conduzca a la refundación republicana y solidaria entre los distintos pueblos de este Estado que parta del reconocimiento del derecho a decidir qué tipo de relación –federal, confederal, independencia- quieren mantener aquellos pueblos que lo reclamen, asumiendo los riesgos de confrontación con este régimen; o, por el contrario, se continúa cediendo ante el cierre de filas del nacionalismo español dominante, con su amenaza de seguir recurriendo a la fuerza y a la continua judicialización del conflicto. De seguir este último camino, entraríamos en una nueva fase de profundización de la fractura nacional-territorial y sin que se atisben signos de autorreforma del régimen en un sentido democratizador sino, más bien, en el de una involución autoritaria ya difícilmente reversible. Todo ello, además, en el marco de mayores retos frente a la emergencia climática y a la agravación de las desigualdades sociales, de género y de todo tipo que el actual bloque de poder está lejos de querer superar.

Jaime Pastor, politólogo y editor de Viento Sur

https://blogs.publico.es/dominiopublico/30346/a-vueltas-con-la-unidad-de-esp
ana-la-plurinacionalidad-y-el-federalismo/

Notas:

1/ Para un desarrollo relativamente reciente de estas cuestiones me remito a mi contribución “¿Qué federalismo para qué procés?” en la obra colectiva Crisis institucional y democracia, coordinada por Iñaki Lasagabaster (Tirant lo blanch, 2019).

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