“Cada artículo de la Constitución contiene, en efecto, su propia
antítesis, su propia cámara alta y su propia cámara baja.
En la frase general, la libertad; en el comentario adicional,
la anulación de la libertad”
(Karl Marx, El dieciocho Brumario de Luis Bonaparte, 1851-1852)

El hecho de comenzar el artículo con este comentario de Marx no obedece al fácil recurso a alguien con “autoridad” para salir del paso, sino a la convicción de que parece una reflexión muy adecuada para analizar la función de los textos legales en momentos de cambio político y constitucional no revolucionario: en ellos los esfuerzos de las élites por aparentar satisfacer las demandas de “los y las de abajo” van unidos generalmente a la voluntad de preservar un orden político y social tratando de, como recordaba también Ferdinand Lassalle, “congelar la relación de fuerzas” para que los aspirantes a “bonaparte” vayan transformándola en beneficio de “los de arriba”. Esto es lo que ocurrió en realidad en la transición política española, ya que, al no ser producto de una ruptura, terminó siendo una reforma pactada del régimen anterior instauradora de una “democracia de baja intensidad”; ésta se inserta ahora, a su vez, dentro del constitucionalismo neoliberal y estatocéntrico que impera en la Unión Europea y que deberá culminar en la aprobación del proyecto de Constitución europea.
Coincidiendo con algunas de las conmemoraciones de los hitos oficiales más importantes de esa transición política, en esta misma revista nos hemos dedicado a ofrecer una visión paralela y alternativa frente a la que desde el poder se nos ha ido dando de esos mismos acontecimientos /1. Toca ahora comentar la sacralización que se está haciendo de una Constitución que cumple sus 25 años y que se pretende defender con sus puntos y comas frente a quienes quieren reformarla en un sentido más democrático y pluralista o, simplemente, ante otros que se limitan a ofrecer interpretaciones diferentes de las del partido en el gobierno. Nos encontramos así con que, frente a ese nuevo fundamentalismo, ya no es posible debatir en el marco conceptual de un “constitucionalismo útil”, de las distinciones entre constituciones escritas y constituciones materiales o de su carácter rígido o flexible, ya que todo se reduce a asentir o callarse ante un “patriotismo constitucional” que es en realidad una “ideología de la Constitución”, como ha sido definida por expertos en la materia /2, ya que no consigue esconder su propia interpretación interesada de lo que ese texto dice.

La consagración del “consenso”

Por eso habría que recordar en primer lugar el contexto en que se llegó a aprobar la Constitución del 78. Éste fue el de un ciclo de luchas y conflictos que chocó desde el principio, como subraya Capella, con “dos fuerzas coincidentes: las fuerzas exteriores hegemónicas y la tutela militar interna” /3 y que a partir de la Ley de Reforma política de Suárez (octava Ley Fundamental) condujo a un cambio de legitimidad sin necesidad de cambiar la legalidad antes vigente. Frente a los poderes fácticos antes mencionados, el movimiento de oposición sociopolítica no llegó a transformar el intenso período de movilizaciones de aquellos años en fuerza contrahegemónica suficiente, no sólo para desbaratar la operación protagonizada por Suárez sino también para frustrar la tendencia a adaptarse a ella por parte de la élite antifranquista. En esas circunstancias lo que se produjo fue una “transacción” cada vez más asimétrica entre los reformistas del régimen y las fuerzas políticas opositoras de ámbito estatal (con la legalización de un PCE cuya dirección, a cambio de ello, aceptó inmediatamente los límites políticos y simbólicos que marcarían el rumbo posterior), trayendo como consecuencia la desmovilización del movimiento obrero y, con la excepción de Euskadi, de la minoría intensamente activa que se había ido formando en los años anteriores.
Es en ese marco general en el que la obsesión por alcanzar el triple consenso que se exige “desde arriba” –sobre el pasado, el presente y el futuro– preside los trabajos de la Ponencia Constitucional y el resultado final de los mismos. Si excluimos el reconocimiento, siempre dentro de los límites que recordaba Marx y que se han ido manifestando después con la legislación que se ha ido aprobando, de las libertades y derechos fundamentales que aparecen en su Título I, no es difícil encontrar ejemplos de todo ello.
En lo que respecta al pasado, se trata de una Constitución que hace un ejercicio de amnesia respecto de aquél con la excusa del “miedo a la guerra civil”, no sólo para perdonar sino también para olvidar, aspirando así a superar la vieja fractura franquistas- antifranquistas, aunque se deje fuera a los miembros de la Unión Militar Democrática, como efectivamente ocurrió. En relación al presente, se llega al establecimiento de unas reglas del juego que, en aras de la estabilidad política, permitan combinar un neocorporativismo entre patronal, gobierno y sindicatos (inaugurado con los Pactos de la Moncloa, pese a que estos últimos no son firmantes de los mismos) con la instauración de un sistema de partidos basado en el sistema electoral menos proporcional posible y en la relegación a un muy segundo plano de cualquier forma de democracia participativa, como ocurrió con el reconocimiento tan limitado del referéndum y de la iniciativa legislativa popular. Se acota así lo que puede abordarse en el proceso de elaboración de una nueva Constitución y las condiciones para su reforma, con el fin de blindarla al máximo para que llegue a ser garantía de un futuro en el que, junto con la preservación de la “economía de mercado”, la Monarquía, la “unidad de España” y las funciones del Ejército sean intocables.
En aquel momento nos encontramos, por tanto, con la opción mayoritaria de las élites de uno y otro lado a favor de la búsqueda del consenso tanto respecto a lo que podía estar condicionado coyunturalmente por la relación de fuerzas existente (1977-78), como a la aceptación de ésta como inmodificable a la hora de hacer el ajuste de cuentas con el pasado y, sobre todo, de poder cambiarla en el futuro. Es, en suma, lo que Alfonso Ortí ha definido como un “forzado pacto colectivo de amnesia histórica del pasado represivo franquista y de amnesia social del presente capitalista desigualitario”. Se intenta así la negociación secreta del consenso para inmolar el conflicto (G. Imbert) y se excluye al disidente como “desestabilizador” o marginal, como pudimos comprobar directamente quienes desde la izquierda nos opusimos a esa Constitución o, luego, tras el 23-F, exigimos de nuevo la depuración del aparato de Estado de los golpistas y sus aliados, entre los cuales no estaba fuera de sospecha el Rey pese a la prolífica mitología posterior. Se pasa de este modo, empleando la fórmula de Sánchez Ferlosio, de las cesiones a las claudicaciones, como ocurre con la aceptación de una Monarquía impuesta por Franco que no tiene unas funciones meramente arbitrales y que, sin embargo, no es responsable política y jurídicamente de sus actos; con la redacción de un artículo 2 dictada desde el poder fáctico militar a los ponentes; con un artículo 8 completamente atípico en la historia del constitucionalismo liberal democrático tanto por su contenido como por su ubicación en el texto (la misión de las Fuerzas Armadas es “garantizar la soberanía e independencia de España, defender su integridad territorial y el ordenamiento constitucional”); con la configuración de un Senado elegido por provincias que se configura como contrapeso necesario a las decisiones del Congreso; con las concesiones que se hacen a la Iglesia católica y a la “libertad de enseñanza”; o con la moción de censura “constructiva”, que hace difícilmente vulnerable a un gobierno de mayoría absoluta...

La plurinacionalidad y el conflicto vasco

No obstante, los ponentes constitucionales eran conscientes de que la estabilidad política exigía también la integración en el consenso, aunque fuera en una posición subordinada, de las élites políticas nacionalistas catalana y vasca y por eso fue el tema de la plurinacionalidad el que mayor controversia suscitó. La imposición del artículo 1.2 de la Constitución (“La soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado”) fue seguida por un artículo 2 que, después de decir que “la Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles”, añade a continuación que “reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre todas ellas”. Marcados así el lugar donde reside la soberanía y los límites en que podrían moverse las “nacionalidades”, no tuvieron más remedio que aprobar un Título VIII que dejara abierto el proceso hacia un Estado autonómico cuyo grado de descentralización político-administrativa dependiera de la relación de fuerzas entre los distintos partidos y dejando finalmente un margen de asimetría especial para Euskadi y Navarra a través de las Disposiciones Adicionales; siempre, eso sí, con la salvaguarda del artículo 155, ahora reivindicado por quienes quieren formalizar un estado de excepción en Euskadi.
Francisco Letamendía, protagonista del debate que sobre el derecho de autodeterminación hubo entonces, aborda en otro artículo de este mismo número esta cuestión, por lo que no me extenderé sobre ello. Únicamente añadiré que es precisamente el flanco abierto con el Título VIII el que, pese a su pretensión de “café para todos” y a intentos regresivos como la LOAPA, ha ido permitiendo la formación de subsistemas políticos y de autogobierno en cuyo marco se han ido desarrollando diversas identidades que, con mayor o menor presión social según los casos, pugnan ahora por el establecimiento de un nuevo pacto plurinacional.
El temor al futuro que este desafío, unido a los de la “globalización” y la Unión Europea, genera en los defensores de una identidad nacional española excluyente o superior a las otras, como es el caso del PP y de una parte importante de su electorado, es lo que está llevando a ese partido a intentar cerrar a toda costa el proceso autonómico, aunque ello lleve a la confrontación abierta con la mayoría de la sociedad vasca y, muy posiblemente, de Catalunya y otras Comunidades Autónomas. De seguir por esa vía nos podríamos encontrar con que, en lugar de reducirse el déficit de legitimidad de la Constitución vigente al caso vasco, éste se extendería a otros lugares como Catalunya y Galiza, provocando así el “efecto dominó” que se dice querer evitar.
En cuanto al plano económico y social, la Constitución fue elaborada en un momento en el que todavía el “modelo” del Estado social no había caído en desgracia, aunque ya se notaban sus primeros intentos de desmantelamiento en vísperas de la llegada al poder de Margaret Thatcher en Gran Bretaña. Ello explica que el texto aprobado presentara cierto equilibrio entre la afirmación de “la libertad de empresa dentro de la economía de mercado” (artículo 38) y la proclamación de toda una serie de derechos sociales, la posibilidad de “planificación” de la economía y, sobre todo, artículos como el 9.2 (“Corresponde a los poderes públicos promover las condiciones para que la libertad y la igualdad del individuo y de los grupos en que se integran sean reales y efectivas; remover los obstáculos que impidan o dificulten su plenitud y faciliten la participación de todos los ciudadanos en la vida política, económica, cultural y social”) que, siguiendo la referencia italana, podían permitir una lectura “progresista” del Título I dedicado a los derechos y deberes fundamentales.

¿Estado social?

Es, no obstante, en este ámbito donde el camino recorrido a partir de entonces ha transcurrido más negativamente, ya que se ha ido pasando desde las políticas que quisieron ir más allá del Estado asistencial franquista hasta la instauración actual de lo que alguien ha definido como “una nueva forma de gobierno de la economía no antagonista con los imperativos de la globalización” /4 y que supone una victoria rotunda del principio del mercado frente al prometido carácter social del Estado. El balance que se establece en el trabajo citado sobre las políticas económicas y sociales de las dos últimas décadas deja pocas dudas al respecto: liquidación del sector público, reforma fiscal traicionada, flexibilización laboral, asistencialismo y privatización progresiva y, en fin, crisis del garantismo jurídico de los derechos sociales. Tampoco se puede ignorar que en el desarrollo de esas políticas el Tratado de Maastricht de 1992 fue clave y que ahora esta “onda larga neoliberal” se va a constitucionalizar, si no lo evitamos, en la Constitución Europea /5, con el fin de blindar todo lo avanzado y facilitar que se pueda seguir adelante sin traba alguna.
Si a las cesiones de soberanía que se han ido produciendo dentro de la UE añadimos las que se han ido dando en el plano militar, mediante la entrada en la OTAN, en la subordinación a las directrices de las Instituciones Financieras Internacionales y de la OMC o, directamente, en facilitar al máximo el libre movimiento de capitales y de las grandes multinacionales, la paradoja con la resistencia tan tenaz a ceder soberanía a Euskadi o Catalunya puede sorprender más. Revela, sin embargo, que dentro de cada Estado se está produciendo una dinámica de conflictos no sólo de identidades sino también de proyectos y de intereses político-electorales... y económicos entre las distintas élites, en la medida en que se desarrolla también una competición por alcanzar mejores posiciones ante un “mercado libre y sin trabas” y la tendencia a la configuración de una burguesía europea; no es por eso casual que el tema de las “eurorregiones” aparezca ahora en la agenda, aunque las resistencias a que se desarrollen al margen de cada Estado de la Unión seguirán siendo grandes.
Otras cuestiones como el “derecho a la vida” quedaron en una ambigüedad calculada dentro del texto constitucional con el fin de permitir, por un lado, que la Iglesia pudiera recurrir ante el poder judicial en caso de una futura legislación reguladora del derecho al aborto, como ocurrió luego, y por otro, para respetar el mantenimiento de la pena de muerte en “tiempos de guerra”, dando así satisfacción a la jerarquía militar. No hace falta insistir en que a lo largo de estos años hemos visto a la Iglesia católica recuperar un protagonismo creciente, mientras que el Ejército se ha ido profesionalizando en el marco de la OTAN y, ahora, de la subalternidad respecto a las “guerras preventivas” de Bush, con el consiguiente aumento de los gastos militares, el mayor ya dentro de la UE en el próximo año.
Dentro de la arquitectura constitucional la configuración de la división de poderes llevaba a asimilar el nuevo régimen español con el parlamentario, pero ya desde el principio con mecanismos que han ido facilitando la creciente autonomización del ejecutivo y la subordinación al mismo del poder legislativo y del poder judicial.
Este último se ha revelado especialmente servil en algunas de sus instituciones clave, como son ese tribunal de excepción que es la Audiencia Nacional, el Tribunal Supremo y el Tribunal Constitucional (verdadera Tercera Cámara), según hemos podido observar sobradamente en los últimos tiempos. Todo esto, que ya pudo verse en la etapa de mayoría absoluta del PSOE, se ha visto reforzado con creces durante los últimos 4 años de gobierno del PP, el cual ha conseguido poner a la cabeza de esos tribunales a personajes que no ocultan incluso su simpatía por el viejo dictador o su beligerancia frente a los nacionalismos vasco o catalán.
Pero lo que no se valoró suficientemente en la transición fue la importancia que llegarían a adquirir los medios de comunicación como instrumentos del partido del gobierno, en el caso de los públicos, y de los poderes económicos y grupos de presión en el de los privados. Si ya entonces aquéllos fueron sustituyendo a los afiliados a los partidos en la difusión de los mensajes de sus líderes, posteriormente han ido convirtiéndose en actores muy influyentes en la determinación de la agenda política, debilitando el protagonismo de los propios partidos, consolidando una “democracia de audiencia” y, lo que es peor, una cultura de cinismo político, espectáculos deportivos entre equipos multimillonarios y adicción a la “telebasura” que supera las previsiones más pesimistas. La tendencia a la difusión de un “pensamiento único” en temas como el conflicto vasco, unida a la concentración de medios en escasas manos, es quizás el ejemplo más visible del enorme trabajo que queda por hacer en la difusión de una cultura de democracia participativa capaz de hacer visibles los conflictos y de repolitizar a la ciudadanía, tal como se ha ido reclamando durante el ciclo de luchas vivido en los dos últimos años.

La “libertad negativa” como paradigma

El panorama que ofrece el período vivido durante estos 25 años no es, sin embargo, radicalmente diferente del que se produce en otros países vecinos. Probablemente el caso más claro de afinidad se encuentre en lo que está ocurriendo en un país como Italia, en donde Berlusconi está esforzándose por configurar un nuevo régimen a su medida, sobre la base de concentrar en sus manos los tres poderes constitucionales a partir del económico y el mediático. Triunfa así una visión de la política que Ginsgborg ha definido como “la combinación corrosiva de libertad negativa y democracia formal personalizada” /6. Ese parece ser el “modelo” en el que piensa una nueva derecha española y europea que trata de alcanzar una mezcla exitosa entre la herencia fascista o franquista y una “cultura” postmoderna basada en el darwinismo social y en la emulación de los “ganadores” en el proceso de privatización del mundo; sus “enemigos” ya no serían los “comunistas” de ayer sino los “terroristas” y sus variopintos cómplices –incluido el movimiento “antiglobalización”– junto con una inmigración no occidental convertida en responsable de la inseguridad ciudadana y del debilitamiento de las identidades nacionales “históricas”.
Pero uno de los grandes problemas que tiene este proyecto de Estado neoliberal, autoritario y penal es que, como estamos viendo todos los días, la “globalización feliz” ya es cosa del pasado y ahora no hace más que provocar malestar y resistencias por todas partes, incluido el “Norte”. La democracia como posibilidad de disentir en lo fundamental y no en lo accesorio, a medida que se acentúa la confrontación alrededor de las distintas líneas de fractura que atraviesan a la sociedad, está volviendo al primer plano y con ella se revelan cada más claramente los límites en que quieren encajarla los sistemas de partidos y de representación actuales. Por eso suena a ingenuidad interesada esa “Declaración de Gredos” que recientemente suscribieron los presuntos “padres de la Constitución” cuando en uno de sus párrafos manifiestan que “permanecen incólumes el espíritu de reconciliación nacional, el afán de cancelar las tragedias históricas de nuestro dramático pasado, la voluntad de concordia, el propósito de transacción entre las posiciones encontradas y la búsqueda de espacios de encuentro señoreados por la tolerancia”. Porque ni siquiera queda ya eso y hoy nos tropezamos con una derecha sin complejos dispuesta a alardear abiertamente de su neoconservadurismo, a “revisar” el pasado perdonando al franquismo (provoca estupor el récord de ventas de libros como los de Pío Moa o César Vidal) o a exhibir su hostilidad a las ideas más moderadas de respeto al Estado de derecho y a libertades básicas, criminalizando a la oposición y a cualquier voz que apele al diálogo en torno a conflictos como el vasco.
Fue precisamente aquel pacto entre élites el que, por el hecho mismo de no haber supuesto una ruptura con el pasado franquista (“La transición se efectúa sin una sola expresión de júbilo”, como recuerdan del Aguila y Montoro), fue incapaz de generar una nueva cultura política democrática respetuosa de la pluralidad y de los disensos.
Ahora, 25 años después, resurgen los conflictos de intereses y de valores y son más visibles los déficit democráticos de entonces, a medida que se ha ido viendo cuál ha sido la Constitución material que ha terminado consolidándose. Dentro de ese clima la apelación a la mitología de una Monarquía como “motor del cambio”, tal como se hace en la Declaración mencionada, no es sólo un falseamiento de la historia; es también un reconocimiento cínico del desprecio que tuvieron entonces los ponentes a la movilización ciudadana, además de un intento de ocultar el robo que hicieron a la soberanía popular de su derecho a decidir sobre la forma de Estado. Porque, ¿acaso se puede encontrar otra institución que en una democracia tenga menor sentido que una Monarquía, ahora ya con sucesión a lo que parece garantizada en este siglo recién comenzado?
Frente a esta situación cabría preguntarse si es posible una “segunda transición” que superara al menos los déficit democráticos que tuvo la primera. La respuesta sólo puede ser, hoy por hoy, la de que posible, desde luego, no lo es pero sí sigue siendo cada vez más necesaria. Porque es evidente que no tenemos todavía la fuerza para hacer realidad ese reto pero también lo es que conflictos como el vasco obligan a trabajar a favor de abrir brechas que permitan avanzar por ese camino.


1/ Me remito, por ejemplo, a los artículos de Carmen de Elejabeitia, Francisco Letamendía, Alfonso Ortí y de mí mismo dentro de la sección “Plural” en el número 24, al de Miguel Romero sobre “Transición” en el número 50, al de I. Uribarri, “Vitoria, 3 de marzo de 1976”, en el número 55 y a otros aparecidos en diversos números de esta revista.
2/ J. Ruipérez, “¿La Constitución en crisis? El Estado constitucional democrático y social en los tiempos del neoliberalismo tecnocrático”, Revista de Estudios Políticos, nº 120, 2003.
3/ J.R. Capella, “La Constitución tácita”, en el libro coordinado por el mismo autor Las sombras del sistema constitucional español, Trotta, 2003.
4/ “La ‘Constitución imposible": el gobierno de la economía en la experiencia constitucional española”, de Pedro Mercado, publicado en el libro ya citado de J.R. Capella.
5/ Además del trabajo citado de Pedro Mercado, también se puede encontrar un balance crítico de este proceso en el artículo “La Constitución económica: lo que pudo haber sido y no fue”, de Jorge Cancio, en mientras tanto, nº 86, primavera 2003.
6/ Paul Ginsgborg, “Las ambiciones patrimoniales de Silvio Berlusconi”, New Left Review, nº 22, septiembreoctubre 2003.

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