Cringe es uno de esos anglicismos prescindibles que se popularizan en las redes sociales y que en este caso se utiliza con el significado de “vergüenza ajena”. Sin embargo, me permito la licencia en el titular porque estas elecciones catalanas han dado momentos que sólo tienen sentido si han sido concebidos como alimento para los creadores de memes y demás comentaristas pasivo-agresivos de Internet.

¿Cómo entender el emoticono pseudo-personalizado de Alejandro Fernández con pulgares hacia arriba que acompaña al candidato del PP en el cartel? ¿O la campaña del Abrazo de Ciudadanos? Retirada en el primer día por incumplir los requisitos del banco de imágenes del que habían extraído las fotografías. Por no hablar de algunas escenas del rap de los Comuns que nos mostraban a otrora respetados dirigentes de la izquierda aspirando a competir con Antonio Resines y Jordi Hurtado.

Una de las mejores cosas de la campaña electoral catalana es que ya se acaba. Más allá de anécdotas puntuales, estas elecciones están marcando un nivel de mediocridad, frivolidad y esperpento difícil de superar: cabezas de cartel grises que da la sensación que lo son simplemente porque “era lo que había”, partidos repitiendo promesas incumplidas en 2017 sin el menor reparo y declaraciones de la mayor bajeza moral.

En estos dos últimos apartados merece una mención especial Junts per Catalunya. Por un lado, por el trabalenguas con las DUI que se van activar, implementar o ratificar si supera el 50% por parte del independentismo. Si se pregunta ¿De qué manera? ¿Con qué fuerza? ¿Por qué no lo hizo Puigdemont después del referéndum de 2017? Se ventilan cualquier fiscalización con un simple “no hay que dar información al enemigo, confiad”. Por algo son los creadores de “si quieres que vuelva el President, vota la lista del president”. Por otro lado, la candidata Borrás se atrevió a comparar su posible condena por fraccionar contratos públicos con la pena de cárcel que cumple el presidente de ERC, Oriol Junqueras, por hacer posible el 1 de octubre. Simplemente repulsivo.

Con estos antecedentes, es comprensible que las elecciones se desarrollen en un clima antipolítico que es transversal a todos los campos ideológicos y que, combinado con el miedo a los contagios, puede llevar la participación a niveles similares al 56% de 2006. Lo que parece seguro es que va a desaparecer la tendencia ascendente, espoleada por la repolitización de la sociedad catalana que ha supuesto el procés, que se mantenía desde aquellas elecciones hasta casi el 80% el 21 de diciembre de 2017.

La política catalana invita a abusar de la cita más conocida de Marx en el 18 Brumario: primero como tragedia, después como farsa. La legislatura comenzaba con unas elecciones impuestas por la aplicación del artículo 155 de la Constitución, la destitución del gobierno democráticamente electo, el encarcelamiento de una parte del mismo y el exilio del resto. La represión del Estado se exhibía con contundencia y casi obscenidad (recordad la intervención de Felipe de Borbón el 3-O) como respuesta al principal desafío al Régimen del 78 en sus 40 años de vida.

En cambio, la legislatura finaliza de nuevo por la judicialización del conflicto político, pero con la inhabilitación de Quim Torra por retirar tarde una pancarta a petición de la Junta Electoral. Un Torra que además había anunciado la defunción de la legislatura muchos meses antes y valoraba el momento idóneo de anticipar los comicios con una combinación de seguimiento de la evolución epidemiológica y cálculos electoralistas

Falsa calma a la espera del mar de fondo

Más allá de la superficie estas son unas elecciones marcadas por una extraña combinación entre crisis y normalidad. Una crisis profunda y multiforme que provoca inquietud y malestar. Durante la campaña se ha hecho notar especialmente la preocupación por la emergencia sanitaria y la gestión de la pandemia. Miles de muertes se podrían haber evitado sin una década de recortes y con un sistema público digno de residencias y atención a la gente mayor que no estuvieran en manos de buitres.

También marca el debate una fuerte crisis social y económica que ya ha elevado los registros del paro a medio millón de personas (sin contar otras 150.000 en ERTE) y ha enviado a la pobreza a 150.000 personas sólo en el Área Metropolitana de Barcelona. La salida que se dibuja es similar a la del 2008: rescate empresarial, devaluación salarial y destrucción de puestos de trabajo. Todo el peso de la recesión a la espalda de las clases populares.

Además, cuestiones como el reguero de cierres y EREs en la industria del automóvil (Sant Gobain, Sintermetal, Nissan, Nobel Plastiques…) apuntan a una aceleración de los impactos aquí de la reestructuración de las cadenas de valor globales persiguiendo más beneficios y también de los efectos de la crisis más profunda: la ecológica. Los proyectos para los Fondos europeos presentados por el Govern en funciones siguen por la senda de respaldar al capital (modernización, competitividad y el resto de jerga, con la novedad del greenwashing), en lugar de volcarse en los retos de una transición ecosocial justa.

Normalidad porque - quién sabe si por el confinamiento, por el shock o por otros motivos - estos males sociales no han están dando lugar a un nuevo ciclo de movilizaciones. Es cierto que existen protestas de naturaleza gremial que en la mayoría de las ocasiones apuntan a las restricciones, intentos de la extrema derecha de aprovechar la situación y también persistentes protestas de sectores activistas y militantes en defensa de la sanidad pública y las pensiones, la vivienda, el ecologismo… Aun así hasta el momento ninguna de estas protestas parece canalizar realmente el malestar que se acumula larvado. Quien sabe cuándo pueden darse explosiones y de qué signo.

En lo político y social el panorama no es demasiado diferente al pre-pandemia para las personas que tenemos el empeño de conseguir cambios radicales. Nuestro principal límite sigue siendo el agotamiento de las energías desencadenadas con los principales movimientos de impugnación en Catalunya durante la última década: el procés soberanista y el 15M. Fracasó el asalto a los cielos y fracasó la independencia de “la ley a la ley”. En ambos casos no era la única hipótesis dentro del movimiento, pero sí la dominante y los sectores críticos no hemos conseguido levantar otro horizonte con credibilidad. La doble crisis estratégica de estos actores deja un panorama de desorientación, apatía y retirada de la vida pública de una generación.

El efecto Illa: ¿Es posible la restauración?

En este extraño interregno se redoblan los esfuerzos para conseguir una restauración del orden. El bautizado como efecto Illa es una operación del principal partido del régimen del 78 en ese sentido con apoyo mediático. Una apuesta fuerte de Sánchez para tratar de derrotar al soberanismo y apuntalar su gobierno con un éxito en Catalunya. Salvador Illa ha puesto su prestigio como ministro (provenga de dónde provenga ese prestigio) al servicio de ocupar el espacio que Ciudadanos va a dejar libre su destrucción. El PSC ha apostado con la pugna con PP y Vox para representar el anti-independentismo y ha dinamitado la posibilidad de colaborar con ERC como hace en Madrid.

Su objetivo es conseguir un nuevo gobierno neoliberal y progresista centrado en la gobernabilidad y muy amigo de las empresas “pequeñas, medianas o grandes”. Cabe destacar la buena relación con la patronal Foment del Treball y la selección de Maurici Lucena para elaborar el programa económico. Lucena, antiguo cargo socialista con Montilla y Zapatero, proviene de la presidencia de la privatizada AENA, donde dio cobijo al enlace tradicional del Pont Aeri: Josep Antoni Duran i Lleida. En medio de la recomposición de la derecha catalanista y con el hundimiento de Ciudadanos, el PSC brega por ser el partido de confianza de las élites económicas.

Como apuntaba en su artículo en viento sur Martí Caussa, en el conflicto nacional el proyecto de Illa pretende retroceder 15 años en el tiempo como si nada hubiera pasado. Sin embargo, no parece que tenga propuestas demasiado consistentes para superar la crisis del Estado autonómico y menos aún para suturar la desafección y la ruptura (incluso emocional) de una parte significativa de la sociedad catalana con el Estado español y sus instituciones, desde la monarquía hasta la judicatura.

Las encuestas del CIS y otras empresas demoscópicas afines seguramente han tratado de insuflar aire al efecto Illa, pero no es descartable que el PSC logre ser primera fuerza el domingo. La media de sondeos dibuja un empate técnico a tres entre PSC, Junts y ERC. Más allá de quien quede primero en votos y escaños, lo realmente importante en un escenario tan fragmentado es la aritmética parlamentaria. Sólo hay que recordar que Ciudadanos fue el vencedor en 2017 y ha sido barrido del mapa. El PSC tiene asegurado el apoyo de los Comuns, pero ambas fuerzas van a estar muy lejos de los 68 escaños que necesitan para ocupar el Palau de la Generalitat. Incluso con la abstención de la extrema derecha y la derecha extrema es realmente complicado que les den los números.

Precisamente la más que probable irrupción de Vox en el Parlament es otro de los factores destacados de estas elecciones. Es verdad que tanto Ciudadanos como el Partido Popular comparten parte de la agenda reaccionaria de los de Abascal en multitud de cuestiones. De hecho, Catalunya ha sido el escenario de los experimentos más lepenistas del PP con García Albiol. Pese a ello, la entrada de una fuerza desacomplejadamente de extrema derecha en el Parlament es un salto cualitativo en la normalización de sus ideas, que puede provocar efectos terribles en las vidas de migrantes, personas LGTBI y otros colectivos diana de su odio. Este crecimiento nos obliga a estrujarnos la cabeza para encontrar las estrategias más adecuadas para combatir las nuevas formas de fascismo y extremas derechas populistas.

¿Hacia dónde va el independentismo?

Si no hay grandes sorpresas en los resultados del 14F da la sensación de que no existen mayorías alternativas claras a un nuevo gobierno Junts-ERC o la repetición de las elecciones. Los actuales socios de gobierno llevan enfrascados años en una disputa abierta por liderar el independentismo que esconde pocas diferencias estratégicas. Junts mantiene una retórica de confrontación que sólo se traduce en desobediencia simbólica y ERC apuesta más abiertamente por la gestión y la negociación como la forma de rearmarse en una vía amplia a la independencia.

Ni unos ni otros son capaces de explicar de dónde van a sacar la relación de fuerzas para desarrollar su proyecto en una especie de efecto espejo entre independentismo mágico y pactismo mágico. Mientras tanto, la Generalitat está reprimiendo al independentismo popular y presentándose como acusación particular contra activistas proautodeterminación.

La realidad es que esta ha sido una legislatura perdida para la lucha por la autodeterminación que se traduce en un retroceso del porcentaje de personas que defienden la independencia en las encuestas e incluso una bajada de las que defienden un referéndum, que siguen siendo una amplia mayoría. La razón fundamental no es la capacidad de seducir del Estado, sino el desencanto de la base social soberanista y la pérdida de credibilidad de la ruptura. Lo que podría ser el carril central del soberanismo en torno a la autodeterminación y la amnistía de momento no encuentra una estrategia para desarrollarse con éxito ni nuevos caminos.

Tampoco hasta el momento se han cruzado con efectividad la lucha por la soberanía y un programa de defensa de los derechos sociales. Hay algunas experiencias interesantes –por ejemplo, vinculadas a la vivienda– pero el rol predominante de Junts y las ideas predominantemente socioliberales de Esquerra taponan un giro a la izquierda. En este sentido, vale la pena señalar el empeño de Pere Aragonés al frente de la Conselleria de Economía para superar con nota el examen de los objetivos de déficit y el resto de los corsés de la austeridad.

Con todo, no se ha cerrado la inestabilidad en Catalunya y el sistema de partidos sigue en mutación permanente como desde hace más de 10 años. Tampoco hay pistas sólidas de una restauración o revolución pasiva a la vuelta de la esquina. Los dos fogonazos-revuelta de octubre (en 2017 y en 2019) han provocado corrimientos ideológicos y cambios sociales sobre todo en las generaciones más jóvenes, pero es pronto para saber como se van a metabolizar.

De momento hay dos cuestiones que parecen claras: primero, el Procés sigue fracturando el espacio tradicional de CiU con una crisis permanente y nuevas escisiones, que rompen en parte sus lazos con los poderes económicos. Esta crisis no supone una pérdida de influencia definitiva. Segundo, los intentos de construir una fuerza nacionalista radical, transversal y outsider con un programa de derechas hasta ahora han fracasado, con Jordi Graupera y Primarias como principal experimento.

Encrucijadas para construir una alternativa

Si aspira a construir en algún momento una mayoría, la izquierda rupturista catalana tiene el reto de sortear dos papeles tramposos: ser el accesorio de un nuevo tripartit progresista o ser la hermana pequeña del bloque independentista, que permite que Junts y ERC sigan gobernando sin romper con las políticas neoliberales. Los Comuns se han entregado completamente a la primera opción. Este proyecto implicar abandonar toda perspectiva constituyente e integrarse plenamente en el establishment.

Por su parte, la CUP en la última legislatura ha tratado de romper con la segunda (por ejemplo, no aprobando presupuestos) sin conseguirlo del todo y ahora coquetea incluso con la posibilidad de integrarse en el Govern. Después de las municipales, un cierto pánico a no pintar nada y la desorientación propia de un periodo reflujo ya empujó a la CUP hacia tentaciones gobernistas y extraños acuerdos con componentes de la sociovergencia en ciudades importantes.

La fuerza de la izquierda independentista y sus decisiones en la próxima legislatura pueden tener un peso decisivo para comenzar un nuevo ciclo. Es una obviedad que son el principal componente de la izquierda radical en Catalunya y que es difícil imaginar una recomposición sin la CUP. Humildemente se podría plantear que no se puede construir una mayoría sin la CUP, pero tampoco sólo con la CUP. Un salto cualitativo que incluya a otros sectores soberanistas y anticapitalistas no ha sido posible para estos comicios. De todas formas, el debate sobre la oportunidad o no de superar las estructuras actualmente existentes e impulsar nuevos instrumentos va a estar vivo después del 14F y no únicamente dentro de la CUP.

Durante la campaña la CUP ha ido de menos a más. En la pre-campaña y los inicios parecía contagiada de la sequedad de ideas general con fórmulas un poco agotadas e incluso patinazos en las declaraciones. No recordaba demasiado a la frescura de campañas anteriores y a la capacidad de la CUP de imaginar otra política. Hay que conceder que es difícil reunir nuevos materiales en medio del naufragio y que tenía taponadas sus formas más habituales de intervenir, basadas en el encuentro y la calle.

A medida que han ido pasando los días se han mostrado más sólidos en los contenidos y han introducido en la campaña discusiones de fondo como la crítica a los Fondos Next Generation EU, la Renta básica universal o un plan para la autodeterminación. En general, han tratado de dar respuesta a los grandes problemas del periodo. También se han sacado de la manga algunas ideas originales como la calculadora para comparar nuestros pírricos ingresos con Amancio Ortega y otros hombres fuertes del IBEX (odio de clase garantizado). Además, han dado un golpe de efecto con la intervención en su campaña de famosos más situados hasta el momento en la órbita de Junts como Oriol Mitjà o Lluis Llach.

Casi todas las encuestas prevén que pueda duplicar su grupo parlamentario actual o en cualquier caso mejorar su representación sustancialmente. Las principales incógnitas son si va a conseguir situarse por delante de la extrema derecha de Vox y qué relación de fuerzas va a existir con los Comuns. Aunque es cierto que no va a ser determinante, esa competición electoral en la parte baja de las fuerzas con representación puede tener un peso simbólico tanto en la lucha antifascista como en qué rol juega cada cual en la reconstrucción de la izquierda.

En definitiva, más allá de los límites de su propuesta actual y de los riesgos de subalternización al independentismo mayoritario, el mejor resultado posible de la CUP y una aritmética electoral que le permita condicionar es un escenario algo más alentador para los movimientos y los sectores rupturistas cuando vienen tiempos convulsos y complicados. Las preguntas determinantes son: ¿Será capaz de hacer valer su programa de plan de choque social y su propuesta de referéndum? ¿Podrá evitar que la encierren en el bloque indepedentista o el bloque progresista? ¿La incorporación de Guanyem es un primer paso hacia impulsar un artefacto capaz de aglutinar el soberanismo y el anticapitalismo o sólo es un reajuste de fuerzas entre las familias cuperas?

Oscar Blanco es militante de Anticapitalistes

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